Read El mapa y el territorio Online

Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (30 page)

BOOK: El mapa y el territorio
9.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esa noche, más tarde, Jasselin releyó la nota de síntesis de la brigada de delitos informáticos sobre el ordenador de la víctima. Su primera constatación era que Houellebecq, a pesar de lo que había repetido en numerosas entrevistas, seguía escribiendo; incluso escribía mucho. Dicho esto, lo que escribía era bastante extraño: era algo parecido a la poesía, o a proclamas políticas, es decir, no se comprendía prácticamente nada de los extractos reproducidos en el informe. Se dijo que habría que enviar todo aquello a la editora.

El resto del ordenador no contenía material útil. Houellebecq utilizaba la función «Libreta de direcciones» de su Macintosh. El contenido de la libreta de direcciones estaba reproducido íntegramente y resultaba lastimoso: había en total veintitrés nombres, doce de los cuales de artesanos, médicos y otros profesionales que prestaban servicios. Utilizaba asimismo la función «Agenda» y el resultado tampoco era mejor, las anotaciones eran en general del tipo «bolsas de basura» o «suministro de fuel». En total, rara vez había visto a alguien que tuviese una mierda de vida parecida. Su navegador de Internet tampoco reveló nada apasionante. No se conectaba a ningún sitio pedófilo ni pornográfico; sus conexiones más atrevidas eran con sitios de lencería y ropa erótica femeninas, como
Belle et Sexy
o
Liberette.com
. Así que el pobre viejo se contentaba con espiar a chicas en minifalda ceñida o top transparente, y Jasselin casi se avergonzó de haber leído esta página. Estaba claro que el crimen no sería fácil de resolver. Son los vicios los que conducen a los hombres hacia sus asesinos, sus vicios o su dinero. Houellebecq tenía dinero, aunque menos de lo que hubiese pensado, pero aparentemente no le habían robado nada, incluso habían encontrado su chequera en la casa, su tarjeta de crédito y una billetera que contenía varios centenares de euros. Se durmió justo cuando intentaba releer sus proclamas políticas, como si esperase encontrar una explicación o un sentido en ellas.

IX

A partir del día siguiente explotaron los once nombres de la libreta de direcciones que pertenecían a un registro personal. Aparte de Teresa Cremisi y de Frédéric Beigbeder, a los que ya habían interrogado, los otros nueve nombres eran de mujeres.

Aunque los operadores sólo conservan los sms durante un período de un año, no había ningún límite para los e-mails, sobre todo en el caso de que el usuario hubiese decidido, como era el caso de Houellebecq, almacenarlos no en su ordenador personal, sino dentro del espacio disco asignado por su proveedor; en este caso, incluso un cambio de material permite conservar los mensajes. En el servidor
me.com
, Houellebecq tenía una capacidad de almacenamiento personal de cuarenta gigabytes; al ritmo de sus intercambios actuales, habría necesitado siete mil años para agotarla.

Existe una auténtica laguna jurídica sobre el estatuto de los mails, sobre el hecho de saber si son o no asimilables a una correspondencia privada. Jasselin puso a todo el equipo, sin más tardanza, a leer los correos electrónicos de Houellebecq, sobre todo porque pronto iban a dictar una comisión rogatoria
[17]
, designarían obligatoriamente a un juez, y aunque los fiscales y sus sustitutos se mostrasen en general indulgentes, los jueces de instrucción podían tocarte las pelotas, incluso en el caso de una investigación por asesinato.

Trabajando casi veinte horas al día —si bien la correspondencia electrónica de Houellebecq había sido muy escasa inmediatamente antes de su muerte, en otro tiempo había sido más copiosa, y en determinados períodos, sobre todo los inmediatos a la publicación de un libro, había recibido una media de treinta e-mails al día—, para el jueves siguiente el equipo consiguió identificar a las nueve mujeres. La variedad geográfica era impresionante: había una española, una rusa, una china, una checa, dos alemanas y, cuando menos, tres francesas. Jasselin recordó entonces que se trataba de un autor traducido en todo el mundo. «Esto tiene sus ventajas, sin embargo…», le dijo a Lartigue, que justo había acabado de establecer la lista. Lo dijo más bien para tranquilizar su conciencia, como se pronuncia una broma esperada; en realidad, no envidiaba en absoluto al escritor. Todas ellas eran antiguas amantes, el carácter de sus relaciones no dejaba lugar a dudas; a veces amantes muy antiguas, la relación se remontaba en algunos casos a más de treinta años.

Las mujeres resultaron fáciles de localizar: Houellebecq todavía intercambiaba mensajes con todas, anodinos y dulces, en los que evocaba las pequeñas o las grandes miserias de sus vidas, también a veces sus alegrías.

Las tres francesas aceptaron en el acto desplazarse al Quai des Orfevres; sin embargo, una de ellas residía en Perpiñán, la segunda en Burdeos y la tercera en Orléans. Las extranjeras, por su parte, no se negaron a acudir, pero pedían un poco más de tiempo para organizarse.

Jasselin y Ferber las recibieron por separado con objeto de confrontar sus impresiones; y éstas fueron notablemente idénticas. Todas estas mujeres sentían aún una gran ternura por Houellebecq. «Nos escribíamos por e-mail con bastante frecuencia…», decían, y Jasselin se abstenía de decir que ya había leído aquellos mensajes. En ellos nunca se hablaba de la posibilidad de un encuentro, pero se sentía que, llegado el caso, ellas podrían haber aceptado. Era pavoroso, se dijo, pavoroso: las mujeres no olvidan a sus
ex
, era una revelación evidente. La propia Héléne había tenido los suyos, aunque él la hubiera conocido joven ella ya había tenido sus
ex
; ¿qué ocurriría si ellos volvían a cruzarle en su camino? Es el inconveniente de las pesquisas policiales, aunque no quieras te ves enfrentado con penosas cuestiones personales. Pero todo esto no aportaba nada para la búsqueda del asesino. Aquellas mujeres habían conocido a Houellebecq, incluso le habían conocido muy bien, Jasselin intuyó que no añadirían nada más; se lo esperaba, las mujeres son muy discretas para estas cuestiones, incluso cuando ya no les gusta el recuerdo de su amor, les sigue siendo infinitamente precioso; en cualquier caso, no le habían visto desde hacía años, decenas de años en el caso de algunas, era grotesca la idea de que pudieran haber pensado en asesinar, o que conocieran a alguien capaz de pensar en hacerlo. ¿Un marido, un amante celoso al cabo de tantos años? No lo creía ni por un segundo. Cuando uno sabe que su mujer ha tenido
ex
y tiene la desgracia de estar celoso de ellos, sabe también que matarles no serviría de nada; es más, que lo único que haría sería reavivar la herida. En fin, de todos modos iba a poner a alguno del grupo a investigarlo; sin forzar, a tiempo parcial. No lo creía, desde luego, pero sabía también que a veces uno se equivoca. Dicho esto, cuando Ferber vino a preguntarle: «¿Continuamos con las extranjeras? Va a costar dinero, por supuesto, habrá que enviar a gente, pero está justificado que lo hagamos, se trata de un caso de asesinato», le respondió que no sin vacilar, que no valía la pena. En aquel momento estaba en su despacho y revisaba al azar, como había tenido que hacer cantidad de veces en el curso de las dos últimas semanas, las fotos del suelo del lugar del crimen —regueros rojos y negros ramificados, entrelazados— y las de las personas que habían asistido al entierro, primeros planos técnicamente impecables de seres humanos con el semblante triste.

—Pareces preocupado, Jean-Pierre… —le dijo Ferber.

—Sí, estamos atascados, y ya no sé qué hacer. Siéntate, Christian.

Ferber miró un instante a su superior, que seguía barajando maquinalmente las fotos, sin mirarlas con detalle, un poco como en un juego de cartas.

—¿Qué buscas exactamente en las fotos?

—No lo sé. Presiento que hay algo, pero no sabría decir qué.

—Podríamos consultar a Lorrain.

—¿No está jubilado?

—Más o menos, no comprendo muy bien su situación; viene algunas horas por semana. En todo caso no le han reemplazado.

Guillaume Lorrain no era más que un simple suboficial de policía, pero gozaba de la extraña facultad de poseer una memoria visual perfecta, fotográfica: le bastaba con ver la fotografía de alguien, aunque fuese en un periódico, para reconocerla diez o veinte años más tarde. Recurrían a él antes de que apareciese el programa informático Visio, que permitía un cotejo instantáneo con el archivo de delincuentes; pero a todas luces su don especial no se aplicaba sólo a los delincuentes, sino a cualquier persona cuya foto hubiese visto por cualquier circunstancia.

Le visitaron en su despacho el viernes siguiente. Era un hombre achaparrado, de pelo gris. Ponderado, reflexivo, daba la impresión de haberse pasado la vida en un despacho, lo cual, por otra parte, casi era cierto: apenas advirtieron su extraña facultad, había sido trasladado inmediatamente a la brigada criminal y eximido de cualquier otra tarea. Jasselin le explicó lo que esperaban de él. Lorrain puso en el acto manos a la obra y examinó una tras otra las fotografías tomadas el día del entierro. A veces pasaba muy rápido un positivo y otras lo examinaba detenida, minuciosamente, durante casi un minuto, antes de descartarlo. Su concentración era increíble; ¿cómo funcionaría su cerebro? Verle era un espectáculo extraño.

Al cabo de veinte minutos, tomó una foto y empezó a balancearse de adelante hacia atrás. «Lo he visto… He visto a este tipo en alguna parte…», pronunció con una voz casi inaudible. Jasselin tuvo un sobresalto nervioso, pero se abstuvo de interrumpirle. Lorrain siguió balanceándose de adelante hacia atrás durante un rato que le pareció muy largo, repitiendo continuamente a media voz: «Lo he visto… Lo he visto…», como una especie de mantra personal, y de repente se detuvo en seco, tendió a Jasselin la foto que representaba a un hombre de unos cuarenta años, de rasgos delicados, tez muy blanca y pelo negro, de longitud mediana.

—¿Quién es? —preguntó Jasselin.

—Jed Martin. De su nombre estoy seguro. Dónde he visto la foto no puedo garantizarlo al cien por cien, pero me parece que fue en
Le Parisién
, en el anuncio del estreno de una exposición. Este tipo debe de estar relacionado de algún modo con el mundo del arte.

X

La muerte de Houellebecq había sorprendido a Jed cuando esperaba de un día para otro una noticia funesta relativa a su padre. Contrariamente a todas sus costumbres, el padre había telefoneado a fines de septiembre para pedirle que fuera a verle. Ahora estaba instalado en una residencia asistida en Vésinet, habilitada en una casa solariega de estilo Napoleón III, mucho más elegante y más cara que la anterior, una especie de distinguido moridero
high-tech
. Los apartamentos eran espaciosos, comprendían una habitación y un salón, y los huéspedes disponían de un televisor grande LCD con cable y satélite, de un lector de DVD y de conexión a Internet de banda ancha. Había un parque con un pequeño lago donde nadaban unos patos, alamedas bien trazadas donde triscaban unas ciervas. Incluso podían, si lo deseaban, cuidar un rincón de jardín que tenían reservado, cultivar hortalizas y plantar flores, pero pocos lo solicitaban. Jed había tenido que batallar para conseguir que aceptara aquel cambio, en numerosas ocasiones había insistido para convencerle de que ya no valía la pena realizar ahorros sórdidos, para convencerle de que ahora era
rico
. Evidentemente, el establecimiento sólo acogía a personas que, durante su vida activa, hubieran pertenecido a las capas más elevadas de la burguesía francesa; «petimetres y esnobs», había resumido un día el padre de Jed, que seguía estando oscuramente orgulloso de sus orígenes populares.

Jed no comprendió al principio por qué le había llamado. Tras un corto paseo por el parque —ahora al padre le costaba caminar—, se acomodaron en una habitación que pretendía imitar a un club inglés, con sus paneles de madera y sus butacas de cuero, y donde pudieron pedir un café. Se lo sirvieron en una cafetera de metal plateado, con crema de leche y un plato de pastas. La habitación estaba vacía, exceptuando a un hombre muy anciano sentado delante de una taza de chocolate, que daba cabezadas y parecía a punto de adormilarse. Tenía el pelo blanco, largo y rizado, vestía un traje claro, un fular de seda atado alrededor del cuello, recordaba a un artista lírico envejecido, —por ejemplo, un cantante de ópera que hubiera obtenido sus mayores triunfos en el festival de Lamalou-les-Bains—, total, uno lo hubiese imaginado más bien en un centro del tipo «La Roue Tourne»
[18]
más que en una residencia como aquélla, que no tenía equivalente en Francia, ni siquiera en la Costa Azul, había que ir a Mónaco o a Suiza para encontrar algo tan bueno.

El padre de Jed miró al viejo guapo silenciosamente un rato largo antes de dirigir la palabra a su hijo.

—Él tiene suerte… —dijo por fin—. Padece una enfermedad muy rara; una demelemeiosis, algo por el estilo. No sufre nada. Está agotado constantemente, se duerme a, todas horas, incluso mientras come; cuando da un paseo, al cabo de pocos metros se sienta en un banco y se duerme allí mismo. Duerme un poco más cada día y al final no se despertará. Hay gente que tiene suerte hasta el final. —Se volvió hacia su hijo, le miró directamente a los ojos—. Me pareció mejor avisarte, y no me veía diciéndotelo por teléfono. He contactado con una organización en Suiza. He decidido que me apliquen la eutanasia.

Jed no reaccionó inmediatamente, lo que dejó a su padre tiempo para desarrollar su argumentación, que se resumía en el hecho de que estaba harto de vivir.

—¿No estás bien aquí? —preguntó finalmente su hijo, con la voz temblorosa.

Sí, estaba muy bien allí, no podría estar mejor, pero lo que tenía que meterse en la cabeza era que ya no podía estar bien
en ninguna parte
, que ya no podía estar bien
en la vida en general
(empezaba a ponerse nervioso, su elocución se volvía fuerte y casi colérica, pero el viejo cantante de todas maneras se había sumido en una modorra, todo estaba muy tranquilo en la habitación). Si seguía como estaba habría que cambiarle el ano artificial, en fin, le parecía que aquella broma empezaba a resultar pesada. Y además le dolía, no podía más, sufría demasiado.

—¿No te dan morfina? —se asombró Jed.

Oh, sí, le daban morfina, toda la que quería, evidentemente, preferían que los huéspedes no perdieran la calma, pero ¿qué clase de vida era estar continuamente sedado por la morfina?

A decir verdad, Jed pensaba que sí, que era una vida especialmente envidiable, sin preocupaciones ni responsabilidades, sin deseos ni temores, cercana a la vida de las plantas, que pueden gozar de la caricia moderada del sol y brisa. Sospechaba, sin embargo, que su padre no compartiría de buena gana este punto de vista. Era un antiguo jefe de empresa, un hombre activo, estas personas, se dijo, tienen a menudo problemas con la droga.

BOOK: El mapa y el territorio
9.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Loop by Karen Akins
White Cave Escape by Jennifer McGrath Kent
The UnAmericans: Stories by Antopol, Molly
The Lingerie Shop by Joey W. Hill
Griffin's Destiny by Leslie Ann Moore
Sati by Pike, Christopher
Grotesque by Natsuo Kirino