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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (32 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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XII

Aunque no supiera nada de su vida, a Jed le sorprendió ver llegar a Jasselin al volante de un Mercedes Clase A. El Mercedes Clase A es el automóvil ideal para una pareja madura sin niños que vive en una zona urbana o periférica y que no ve con malos ojos, sin embargo, concederse de vez en cuando una escapada a un
hotel con encanto
; pero también puede convenir a una pareja joven de temperamento conservador; en este caso será, a menudo, su primer Mercedes. Antesala de la gama de la empresa con la estrella, es un automóvil discretamente
desfasado
; el Mercedes Berlina Clase C, el berlina Clase E son más paradigmáticos. En general, el Mercedes es el coche de los que no se interesan mucho por los coches, que anteponen la seguridad y el confort a las
sensaciones de la conducción
, también el de quienes, por descontado, tienen elevados recursos económicos. Desde hace más de cincuenta años —a pesar del imponente poder disuasorio comercial de Toyota, a pesar de la beligerancia de Audi—, la burguesía mundial en su conjunto había permanecido fiel a Mercedes.

La circulación era fluida en la autopista del sur, y los dos guardaban silencio. Había que
romper el hielo
, se dijo Jasselin al cabo de una media hora, es importante que el testigo se sienta a gusto, repetía con frecuencia durante sus conferencias en Saint-Cyr-au-Mont-d'Or. Jed estaba totalmente ausente, perdido en sus pensamientos, a no ser que simplemente se estuviese durmiendo. Tenía que reconocerlo, su carrera de policía sólo le había permitido conocer, en individuos
criminales
, a seres simplistas y malvados, incapaces de cualquier pensamiento novedoso y en general más o menos de cualquier pensamiento, animales degenerados a los que más valía, tanto en su propio interés como en el del prójimo y en el de toda posibilidad de comunidad humana, abatir en el instante de su captura, era por lo menos su opinión, lo que opinaba cada vez más a menudo. En fin, no era cosa suya, competía a
los jueces
. Su trabajo consistía en rastrear la caza, después en transportarla y depositarla a los pies de los jueces, y más en general a los del
pueblo francés
(actuaban en su nombre, tal era al menos la fórmula consagrada). En el ámbito de la caza, la presa depositada a los pies del cazador estaba muerta casi siempre; su vida había expirado en el curso de la captura, la explosión de una bala disparada contra un punto adecuado había puesto fin a sus funciones vitales; a veces, los colmillos de los perros habían rematado la tarea. En el ámbito de una investigación policial, el culpable entregado a los jueces estaba más o menos vivo, lo que permitía a Francia seguir estando bien considerada en las pesquisas sobre derechos humanos publicadas periódicamente por Amnistía Internacional. El juez —subordinado al
pueblo francés
, al que representaba en general, y al que más concretamente debía subordinarse en el caso de crímenes graves que implicasen un
jurado designado
, lo cual era casi siempre así en los casos de que se ocupaba Jasselin— debía entonces dictaminar sobre la suerte del reo. Diversos convenios internacionales prohibían (e incluso en el caso de que el
pueblo francés
se pronunciase mayoritariamente en este sentido) darle muerte.

Pasado el peaje de Saint-Arnoult-en-Yvelines, propuso a Jed que parasen a tomar un café. El área de servicio de la autopista produjo en Jasselin una sensación ambigua. En ciertos aspectos evocaba claramente la región parisiense: la elección de revistas y de diarios nacionales era muy amplia —se reduciría rápidamente a medida que se internaran en las profundidades de la provincia— y los
souvenirs
principales que ofrecía a los automovilistas eran la Torre Eiffel y el Sacre Coeur con diseños distintos. De otro lado, era difícil pretender que estaban en el
extrarradio
: el paso de la barrera del peaje, así como el límite de la última zona de la Tarjeta Naranja, señalaban simbólicamente el final de las afueras, el comienzo de las
regiones
; por otra parte, ya habían aparecido los primeros
productos regionales
(miel del Gátinais, chicharrones de conejo). En suma, aquella área de servicio se negaba a tomar partido, a Jasselin esto no le gustaba demasiado. Tomó, sin embargo, un
brownie
de chocolate para acompañar su café, y eligieron un sitio entre la multitud de mesas libres.

Era necesario entrar en materia; Jasselin tosió varias veces.

—Le agradezco que haya accedido a acompañarme, ¿sabe? —acometió finalmente—. No tenía ninguna obligación.

—Me parece normal ayudar a la policía —respondió Jed, con seriedad.

—Pues bueno… —sonrió Jasselin, sin conseguir provocar en su interlocutor una reacción análoga—. Me alegro, naturalmente, pero no todos nuestros conciudadanos piensan como usted…

—Yo creo en el mal —continuó Jed, con el mismo tono—. Creo en la culpabilidad y en el castigo.

Jasselin se quedó con la boca abierta; no había previsto en absoluto que la conversación tomase este sesgo.

—¿Cree en la ejemplaridad de las penas? —sugirió, alentándole. Una camarera que pasaba una bayeta por las mesas se acercaba a ellos, lanzándoles miradas torvas. No sólo tenía un aspecto de agotamiento total, de desaliento, sino lleno de animosidad contra el mundo en general, retorcía la bayeta en el cubo exactamente como si en eso se resumiera para ella el mundo: una superficie dudosa recubierta de manchas diversas.

—No lo sé —respondió Jed al cabo de un rato—. La verdad es que nunca me he hecho esa pregunta. Las penas me parecen justas porque son normales y necesarias, porque es normal que el culpable sufra un castigo, porque debe restablecerse el equilibrio, porque es necesario castigar el mal. ¿Por qué? ¿Usted no lo cree? —prosiguió con un poco de agresividad al ver que su interlocutor guardaba silencio—. Sin embargo, es su oficio.

Jasselin recuperó el dominio de sus facultades para explicarle que no, que ése era el trabajo
del juez
, asistido por
un jurado
. Este tío, pensó, sería un jurado implacable. Hay
separación de poderes
, insistió, es una de las bases de nuestra Constitución. Jed movió rápidamente la cabeza para mostrar que había comprendido, pero que le parecía una cuestión de detalle. Jasselin pensó en entablar un debate sobre la pena de muerte, sin un motivo concreto, un poco por el placer de la conversación, pero después desistió; realmente le costaba clasificar a aquel tipo. Se instaló de nuevo el silencio entre ellos.

—Le he acompañado también por otras razones más personales —dijo Jed—. Quiero que encuentren al asesino de Houellebecq y que sufra su castigo. Es muy importante para mí.

—Sin embargo, ustedes no tenían una relación especial…

Jed emitió una especie de gruñido doliente y Jasselin comprendió que había tocado sin querer un punto sensible. Un hombre casi obeso, vestido con un traje gris apagado, pasó a unos metros de ellos con un plato de patatas fritas en la mano. Tenía aspecto de técnico comercial; tenía aspecto de no poder más. Antes de sentarse se llevó una mano al pecho y se quedó inmóvil unos instantes, como si esperase un ataque cardíaco inminente.

—El mundo es mediocre —dijo Jed finalmente—. Y el que ha cometido este crimen ha aumentado la mediocridad del mundo.

XIII

Al llegar a Souppes (era el nombre del pueblo donde el escritor había vivido sus últimos días), Jed y Jasselin hicieron, casi simultáneamente, la reflexión de que nada había cambiado. Por otra parte, no había ninguna razón para que algo cambiase: el pueblo permanecía estático en su perfección rural de destino turístico, permanecería así por los siglos de los siglos, con el discreto añadido de algunos elementos de confort vital como las conexiones de Internet y los aparcamientos; pero sólo podría permanecer así si había allí una especie inteligente para mantenerlo, para protegerlo de la agresión de los elementos, de la voracidad destructora de las plantas.

El pueblo seguía igual de desierto, apacible y como estructuralmente desierto; Jed se dijo que ésa sería la apariencia del mundo después de la explosión de una bomba de neutrones intergaláctica. Los extraterrestres podrían entrar en las calles tranquilas y restauradas de la aldea y regocijarse con su belleza comedida. Si eran extraterrestres dotados de una sensibilidad estética, incluso rudimentaria, comprenderían enseguida la necesidad de un mantenimiento y efectuarían las restauraciones necesarias; era una hipótesis a la vez tranquilizadora y verosímil.

Jasselin aparcó suavemente el Mercedes delante de la casa. Jed se apeó y, atenazado por el frío, recordó de repente su primera visita, al perro que daba brincos y saltos para recibirle, se imaginó la cabeza del animal decapitada, la de su amo también cercenada, tuvo conciencia del horror del crimen y durante unos instantes lamentó haber ido, pero se repuso, deseaba ser útil, toda su vida había deseado ser útil y desde que era rico el deseo se había vuelto aún más fuerte. Ahora tenía la oportunidad de ser útil para algo, era innegable, podía ayudar a la captura y la eliminación de un asesino, podía asimismo ayudar a aquel viejo policía desanimado y sombrío que estaba a su lado en aquel momento, con un aire un tanto inquieto, mientras se encontraba expuesto a la luz invernal, inmóvil, tratando de controlar la respiración.

Habían hecho una labor notable para limpiar el lugar del crimen, se dijo Jasselin entrando en el cuarto de estar, y se imaginó a sus colegas recogiendo uno por uno los fragmentos de carne dispersos. Ya no había siquiera rastros de sangre en la moqueta, sólo algunas manchas claras y gastadas aquí y allá. Aparte de esto la casa tampoco había cambiado nada, reconocía perfectamente la disposición de los muebles. Se sentó en un sofá, obligándose a no mirar a Jed. Había que dejar tranquilo al testigo, respetar su espontaneidad, no poner una barrera a las emociones, a las intuiciones que podía tener, había que ponerse totalmente a su servicio para que a su vez se pusiera al tuyo.

De hecho Jed se había ido hacia una habitación, se disponía a visitar toda la vivienda. Jasselin lamentó no haberse llevado con él a Ferber: tenía sensibilidad, era un
policía con sensibilidad
, habría sabido desenvolverle con un artista, mientras que él era un policía ordinario, entrado en años, apasionadamente unido a su mujer avejentada y a su perrito impotente.

Jed seguía entrando y saliendo de las habitaciones, volvía cada poco a la sala, se sumía en la contemplación de la biblioteca, cuyo contenido le asombraba e impresionaba aún más que durante su primera visita. Después se detuvo delante de Jasselin, que tuvo una especie de sobresalto, se levantó de un brinco.

La actitud de Jed, sin embargo, no tenía nada de inquietante; se mantenía de pie, con las manos cruzadas detrás de la espalda, como un colegial que se dispone a recitar una lección.

—Falta mi cuadro —dijo finalmente.

—¿Su cuadro? ¿Qué cuadro? —preguntó febrilmente Jasselin, percatándose entonces de que tendría que haberlo sabido, que
normalmente
debería haberlo sabido, que ya no estaba totalmente en posesión de sus facultades. Le recorrían unos escalofríos; quizá incubaba una gripe o algo peor.

—El retrato que le hice. El que le había regalado. Ya no está.

Jasselin empleó tiempo en analizar la información, los engranajes de su cerebro giraban al ralentí y se sentía cada vez peor, estaba muerto de cansancio, aquel caso le derrengaba y tardó un tiempo increíble en hacer la pregunta esencial, la única importante:

—¿Era valioso?

—Sí, bastante —respondió Jed.

—¿Cuánto?

Jed reflexionó unos segundos antes de contestar:

—En este momento mi cotización aumenta un poco, no muy rápidamente. En mi opinión, novecientos mil euros.

—¿Qué? ¿Cuánto ha dicho? —gritó casi.

—Novecientos mil euros.

Jasselin volvió a desplomarse en el sofá y se quedó inmóvil, postrado, murmurando por momentos palabras incomprensibles.

—¿Le he ayudado?

—El caso está resuelto. —Su voz traicionaba un desaliento, una tristeza espantosa—. Hay asesinatos incluso por cincuenta mil, diez mil, a veces mil euros. Así que por novecientos mil…

Volvieron a París poco después. Jasselin preguntó a Jed si podía conducir, él no se encontraba muy bien. Pararon en la misma área de servicio que a la ida. Sin motivo visible, una cinta blanca y roja aislaba varias mesas: quizá el viajante de comercio obeso de la vez anterior había sucumbido a un ataque cardíaco, al fin y al cabo. También, esta vez Jed tomó un café: Jasselin quería alcohol, pero allí no vendían. Acabó descubriendo una botella de vino tinto en la tienda de la gasolinera, en la zona de productos regionales; pero no tenían sacacorchos. Fue a los servicios, se encerró en un cubículo; con un golpe seco rompió el gollete de la botella en el reborde de los inodoros y volvió hacia la cafetería con la botella rota en la mano; un poco de vino le había salpicado en la camisa. Todo esto había requerido tiempo, Jed se había levantado, estudiaba con aire de ensueño las ensaladas variadas; optó al final por una de cheddar y pavo y un Sprite. Jasselin se había servido un primer vaso que ingirió de un trago; un poco reanimado, apuró con más parsimonia el segundo. «Me está entrando hambre…», le dijo a Jed. Fue a comprarse un
wrap
de sabores de Provenza, se escanció otro vaso de vino. En el mismo instante, un grupo de preadolescentes entraron en la cafetería hablando en voz muy alta; las chicas estaban sobreexcitadas, lanzaban gritos, su nivel de hormonas debía de estar increíblemente elevado. El grupo estaba probablemente de viaje escolar, debía de haber visitado el Museo del Louvre, Beaubourg, cosas por el estilo. Jasselin sintió un escalofrío pensando que en aquel momento podría haber sido el padre de un preadolescente como aquéllos.

—Dice que el caso está resuelto —dijo Jed—. Pero no han encontrado al asesino…

Jasselin le explicó entonces que el robo de objetos de arte era un ámbito muy específico del que se ocupaba un organismo especializado, la Oficina Central de Lucha contra el Tráfico de Objetos de Arte y Bienes Culturales. Ellos, por supuesto, se encargarían de la investigación, a fin de cuentas se trataba de un asesinato, pero era de la Oficina de la que ahora cabía esperar progresos significativos. Pocas personas sabían dónde encontrar las obras cuando pertenecían a un coleccionista privado, y menos aún tenían los recursos para pagarse un cuadro de un millón de euros; el grupo quedaba restringido quizá a diez mil personas en todo el mundo.

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