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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (31 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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—Y además, por otra parte, ¿es de tu incumbencia? —soltó su padre, agresivamente (Jed tuvo entonces conciencia de que ya no escuchaba, desde hacía algún tiempo, las recriminaciones del viejo). Titubeó, tergiversó antes de responder que sí, en un sentido tenía la sensación de que sí era de su incumbencia.

—De entrada, ser hijo de una suicida no es muy divertido… —añadió.

Su padre acusó el golpe, se encogió y luego contestó con violencia:

—¡Eso no tiene nada que ver!

Que tus padres se hayan suicidado, prosiguió Jed sin tener en cuenta la interrupción, te situaba forzosamente en una tesitura vacilante, incómoda: la de alguien cuyas amarras con la vida carecen de solidez, en cierto modo. Habló un largo rato, con una soltura que retrospectivamente le sorprendería, porque en definitiva el amor que sentía por la vida era dubitativo, pasaba por ser una persona bastante reservada y triste. Pero había comprendido al instante que el único medio de influir en su padre era apelar a su sentido del deber: su padre siempre había sido un hombre cumplidor, en el fondo sólo el trabajo y el deber habían contado realmente en su vida.
«Destruir en uno mismo al sujeto de la moralidad, es expulsarla del mundo, en la medida en que depende de uno»
, se repetía mecánicamente sin comprender de verdad la frase, seducido por su elegancia plástica, al tiempo que aducía argumentos de alcance general: la regresión de la civilización que representaba el recurso generalizado a la eutanasia, la hipocresía y el carácter en el fondo claramente
malo
de sus partidarios más ilustres, la superioridad moral de los cuidados paliativos, etc.

Hacia las cinco, cuando se marchó de la residencia, la luz ya era rasante, teñida de magníficos reflejos dorados. Unos gorriones brincaban entre las hierbas centelleantes de escarcha. Nubes que oscilaban entre el púrpura y el escarlata revestían formas despedazadas, extrañas, en dirección a poniente. Aquel anochecer era imposible negar cierta belleza al mundo. ¿Su padre era sensible a estas cosas? Nunca había manifestado el menor interés por la naturaleza; pero al envejecer, quizá, ¿quién sabe? Él mismo, al visitar a Houellebecq, había comprobado que empezaba a apreciar el campo, que hasta entonces siempre le había sido indiferente. Apretó torpemente el hombro de su padre antes de depositar un beso en sus mejillas ásperas; en aquel preciso momento tuvo la sensación de que había ganado la partida, pero la misma noche, y más aún los días que siguieron, le invadió la duda. No habría servido de nada llamar a su padre ni visitarle de nuevo; al contrario, hubiese sido incluso correr el riesgo de predisponerle. Se lo imaginaba inmóvil sobre la cima de una montaña, dudando de hacia qué lado caer. Era la última decisión importante que debía tomar en la vida, y Jed temía que también esta vez, como hacía antes, cuando topaba con un problema en la obra, optase por
cortar por lo sano
.

Su inquietud fue aumentando a medida que transcurrían los días; ahora, a cada instante esperaba recibir una llamada de la directora de la residencia: «Su padre se ha ido a Zúrich esta mañana a las diez. Le ha dejado una carta.» Por eso, cuando una mujer le anunció por teléfono la muerte de Houellebecq, no comprendió inmediatamente y creyó que se trataba de un error. (Marylin no se había anunciado y él no había reconocido su voz. Ella sólo sabía lo que decían los periódicos, pero había creído conveniente llamarle porque había pensado —con razón, por otra parte— que Jed no los habría leído.) E incluso después de haber colgado él siguió creyendo durante un tiempo que se trataba de un error, porque su relación con Houellebecq para él sólo estaba en sus comienzos, seguía teniendo en la cabeza la idea de que volverían a verse muchas veces y quizá llegaran a ser
amigos
, en la medida en que esta palabra era adecuada para personas como ellos. Cierto era que no se habían visto desde que Jed le llevó el cuadro, a principios de enero, y que ya estaban a fines de noviembre. Cierto era también que él no había vuelto a llamarle ni tomado la iniciativa de concertar un encuentro, pero de todos modos era un hombre que le llevaba veinte años, y para Jed el único privilegio de la edad, el único y exclusivo privilegio de la edad era haberse ganado el derecho de que
te dejen en paz
, y en sus encuentros anteriores con Houellebecq le había parecido que el escritor deseaba ante todo que
le dejasen en paz
, y aun así esperaba que Houellebecq le llamase, porque incluso después de su última entrevista sentía que aún le quedaban por decirle muchas cosas y esperar su respuesta. En cualquier caso no había hecho casi nada desde el comienzo del año: había desempolvado su cámara fotográfica, sin por ello guardar sus pinceles y lienzos, su estado de incertidumbre, en suma, era extremo. Ni siquiera había hecho algo tan fácil como mudarse de casa.

Un poco fatigado el día del entierro, no comprendió gran cosa de la misa. Se había hablado de dolor, pero también de esperanza y de resurrección; en fin, el mensaje había sido confuso. En las alamedas despejadas, de cuadrículas geométricas y gravilla calibrada, del cementerio de Mont-parnasse, las cosas, por el contrario, se habían mostrado con absoluta claridad: la relación con Houellebecq había concluido
por causa de fuerza mayor
. Y las personas reunidas a su alrededor, de las que no conocía a ninguna, parecían compartir esta misma certeza. Y, al pensarlo de nuevo, en aquel momento comprendió de golpe que su padre iba a persistir ineluctablemente en su proyecto letal; que tarde o temprano iba a recibir una llamada de la directora y que las cosas acabarían así, sin conclusión ni explicación, que la última palabra nunca se pronunciaría, que sólo perduraría una pena, una lasitud.

Sin embargo, le quedaba otra cosa por vivir, y unos días más tarde le telefoneó un tipo llamado Ferber. Su voz era suave y agradable, en nada semejante a la que él imaginaba en un policía. Le previno de que no sería él, sino su superior, el comisario Jasselin, quien le recibiría en el Quai des Orfevres.

XI

Al llegar le dijeron que el comisario Jasselin estaba «reunido». Le aguardó en una salita de espera con sillas de plástico verde, hojeando un ejemplar antiguo de
Forces de pólice
, y luego se le ocurrió mirar por la ventana: la vista del Pont Neuf y el Quai de Conti y, más allá, el Pont des Arts era espléndida. En la luz invernal el Sena parecía inmóvil, su superficie era de un gris mate. Un poco a su pesar, tuvo que admitir que la cúpula del Instituto tenía su gracia. Evidentemente, no había justificación posible para dar a un edificio una forma redondeada; desde el punto de vista racional, era simplemente espacio perdido. La modernidad quizá fuese un error, se dijo Jed por vez primera en su vida. Por otra parte, era una pregunta puramente retórica: la modernidad había terminado en Europa occidental desde hacía ya bastante tiempo.

La irrupción de Jasselin le arrancó de sus pensamientos. Parecía tenso, hasta nervioso. De hecho, la mañana le había deparado una nueva decepción: el cotejo del modus operandi del asesino con los archivos de los asesinos múltiples no había dado ningún resultado. En ninguna parte de Europa, ni en Estados Unidos ni en Japón se tenía constancia de un homicida que cortase en tiras a sus víctimas y después las desperdigara por la habitación, era algo absolutamente sin precedentes. «Por una vez, Francia va en cabeza…», había comentado Lartigue, en un intento de distender la atmósfera que lamentablemente había fracasado.

—Lo siento muchísimo —dijo Jasselin—; mi despacho está ocupado en este momento. ¿Le apetece un café? No es malo, acaban de traernos una máquina nueva.

Volvió dos minutos después con dos vasitos que contentan un café excelente, en efecto. Es imposible hacer un trabajo policial serio, le dijo a Jed, sin una máquina de café decente. Luego le pidió que hablara de sus relaciones con la victima. Jed hizo la crónica de su relación: el proyecto de exposición, el texto del catálogo, el retrato que había hecho del escritor… A medida que hablaba sentía que su interlocutor se entristecía y casi se desplomaba en su asiento de plástico.

—Ya veo… En resumen, no eran ustedes especialmente íntimos —concluyó el comisario.

No, no se podía decir tal cosa, asintió Jed; pero no tenía la impresión de que Houellebecq hubiera tenido lo que se puede llamar
íntimos
, al menos en la última parte de su vida.

—Lo sé, lo sé… —Jasselin parecía totalmente descorazonado—. No sé lo que me hace esperar algo más… Creo que he molestado para nada. Bueno, vamos a mi despacho, de todos modos, a tomarle declaración por escrito. Su mesa de trabajo estaba casi completamente cubierta de fotos del escenario del crimen, que quizá por quincuagésima vez había examinado en vano durante gran parle de la mañana. Jed se aproximó con curiosidad, cogió una de las fotos para mirarla. Jasselin contuvo un gesto sorprendido.

—Disculpe… —dijo Jed, avergonzado—. Supongo que no tengo derecho a ver esto.

—Así es, en principio están bajo el secreto de la investigación. Pero mírelas, se lo ruego: si le recuerdan algo…

Jed examinó varias de las ampliaciones que para Jasselin se parecían todas: regueros, laceraciones, un rompecabezas informe.

—Es curioso —dijo finalmente—. Se diría un Pollock pero un Pollock que hubiera trabajado casi en monocromo. Alguna vez lo hizo, por lo demás, pero no a menudo.

—¿Quién es Pollock? Perdone mi incultura.

—Jackson Pollock era un pintor norteamericano de la posguerra. Un expresionista abstracto, uno de los líderes del movimiento. Estaba muy influido por el chamanismo. Murió en 1956.

Jasselin le miró atentamente, con un interés repentino.

—¿Y qué son estas fotos? —preguntó Jed—. Quiero decir, ¿qué representan en realidad?

La reacción de Jed sorprendió a Jasselin por su intensidad. Tuvo el tiempo justo de acercarle una butaca en la que se derrumbó, temblando, sacudido por espasmos. «No se mueva… Tiene que beber algo», dijo. Se precipitó al despacho del equipo de Ferber y volvió de inmediato con una botella de Lagavulin y un vaso. Es imposible realizar un trabajo policial serio sin una reserva de alcohol de buena calidad, estaba convencido, pero esta vez se abstuvo de decirlo. Jed se tragó un vaso entero, a largos tragos, antes de que se calmaran sus temblores. Jasselin se forzó a aguardar, refrenando su excitación.

—Sé que es horrible… —dijo al final—. Es uno de los crímenes más horribles de los que nos hemos tenido que ocupar. ¿Usted cree…? —prosiguió, prudentemente—. ¿Cree que el asesino pudo sentirse influido por Jackson Pollock?

Jed guardó silencio durante unos segundos, moviendo la cabeza con incredulidad, y luego respondió:

—No lo sé…, eso parece, es verdad. Hay bastantes artistas que han utilizado su cuerpo a finales del siglo XX, y algunos defensores del
body art
se han presentado, en efecto, como continuadores de Pollock. Pero el cuerpo de los demás… Sólo los accionistas vieneses franquearon el límite en los años sesenta, pero fue algo muy limitado en el tiempo y ya no tienen ninguna influencia hoy día.

—Sé que puede parecer absurdo… —insistió Jasselin—. Pero en el punto en que estamos… Verá, no debería decirlo, pero la investigación está totalmente atascada, hace ya dos meses que descubrimos el cadáver y seguimos en un punto muerto.

—¿Dónde ocurrió?

—En su casa, en el Loiret.

—Ah, sí, debería haber reconocido la moqueta.

—¿Estuvo en su casa? ¿En Loiret?

Esta vez, el comisario no consiguió contener su excitación. Era la primera persona interrogada que conocía el lugar donde vivía Houellebecq. Ni siquiera su editora lo había visitado: cuando se veían era siempre en París.

—Sí, una vez —respondió calmosamente Jed—. Para darle su cuadro.

Jasselin salió del despacho, llamó a Ferber. En el pasillo, le resumió lo que acababa de saber.

—Es interesante —dijo Ferber— Realmente interesante. Me parece más de lo que hemos averiguado hasta ahora.

—¿Cómo podemos avanzar más? —preguntó Jasselin.

Organizaron una reunión improvisada en su despacho: estaban presentes Aurélie, Lartigue, Michel Khoury. Messier estaba ausente, retenido por una investigación que parecía apasionarle: un adolescente psicótico, una especie de
otaku
que al parecer había encontrado el
modus operandi
de sus asesinatos en Internet (empezamos a desinteresarnos del caso, se dijo tristemente Jasselin, ya empezamos a resignarnos a la eventualidad de un fracaso…). Volaron propuestas en todas direcciones, durante bastante rato, ninguno sabía gran cosa de los medios artísticos, pero fue Ferber el que tuvo la idea decisiva:

—Podríamos volver con él a Loiret. Al lugar del crimen. Quizá vea algo que se nos ha escapado.

Jasselin consultó su reloj: eran las dos y media, ya mucho después de la hora de comer, pero sobre todo hacía tres horas que el testigo esperaba, solo en su despacho.

Cuando Jasselin entró, Jed le lanzó una ojeada distraída. No tenía el menor aspecto de aburrirse: sentado a la mesa del comisario, examinaba atentamente las fotos:

—Verá… —dijo por fin—. Es sólo una imitación bastante mediocre de Pollock. Están las formas, los regueros, pero el conjunto está colocado mecánicamente, no hay ninguna fuerza, ningún impulso vital.

Jasselin titubeó, no era cuestión de atosigarle.

—Es mi mesa… —acabó diciendo, incapaz de encontrar un mejor modo de decirlo.

—¡Ah, perdón! —Jed se levantó de un salto, le dejó el sitio, nada molesto, por otra parte. Entonces el comisario le expuso su idea—. No hay problema —contestó Jed en el acto. Acordaron partir al día siguiente, Jasselin utilizaría su coche personal. Al concertar una cita, los dos advirtieron que vivían a sólo unos centenares de metros uno de otro.

«Un tío curioso…», se dijo Jasselin cuando Jed se fue, y pensó, como hacía con frecuencia en el pasado, en todas esas personas que coexisten en el corazón de una misma dudad sin una razón particular, sin interés ni preocupaciones comunes, y que siguen trayectorias inconmensurables y divergentes que a veces se juntaban (cada vez más raramente) a través del sexo o (cada vez más a menudo) a través del crimen. Pero por primera vez este pensamiento —que le fascinaba al principio de su carrera de policía, que le empujaba a indagar, a saber más al respecto, a ir hasta el fondo de las relaciones humanas— sólo suscitaba en él una lasitud oscura.

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