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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (33 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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—Supongo que puede hacerme una descripción rápida del cuadro…

—Evidentemente; tengo todas las fotos que quiera.

El cuadro sería inmediatamente catalogado en el TREIMA, el fichero de objetos de arte robados, cuya consulta era obligatoria para toda transacción que superase los cincuenta mil euros; y las sanciones en caso de incumplimiento de esta obligación eran onerosas, precisó Jasselin, la reventa de los objetos robados se volvía cada vez más difícil. Por otra parte, disfrazar el robo de crimen ritual había sido una idea ingeniosa, y sin la intervención de Jed seguirían atascados. Pero ahora las cosas tomarían otro sesgo. Tarde o temprano, el cuadro reaparecería en el mercado y no les costaría mucho reconstruir su trayectoria.

—Sin embargo, no parece usted muy satisfecho… —observó Jed.

—Es cierto —convino Jasselin, acabando la botella. Al principio aquel caso se presentaba a una luz especialmente atroz, pero original. Cabía imaginar que se trataba de un crimen pasional, de un arrebato de locura religiosa, de diversas cosas. A fin de cuentas, resultaba bastante deprimente recaer en la motivación delictiva más extendida, la más universal: el dinero. Al año siguiente cumpliría treinta de servicio en la policía. ¿Cuántas veces en toda su carrera se había ocupado de un crimen no motivado por el dinero? Podía contarlas con los dedos de una mano. En un sentido era tranquilizador, demostraba que el mal absoluto era raro en el ser humano. Pero aquella noche, sin saber por qué, este hecho le parecía singularmente triste.

XIV

La caldera había finalmente sobrevivido a Houellebecq, se dijo Jed al volver a su casa, mirando el aparato que le recibió roncando socarronamente, como un animal perverso.

Algunos días más tarde pudo conjeturar que también había sobrevivido a su padre. Era ya el 17 de diciembre, faltaba una semana para Navidad, seguía sin noticias del anciano y se decidió a telefonear a la directora de la residencia para jubilados. Ella le informó de que su padre había partido para Zúrich una semana antes, sin notificar una fecha de regreso concreta. Su voz no delataba una inquietud especial, y Jed tuvo claro de pronto que Zúrich no era la base de operaciones de una asociación que practicaba la eutanasia con los viejos, sino también el lugar de residencia de ricos, y hasta de muy ricos entre los más ricos del mundo. Muchos de sus pensionistas debían de tener familia o relaciones residentes en Zúrich, un viaje a Zúrich de alguno de ellos sólo podía parecerle a ella perfectamente normal. Colgó, desalentado, y reservó un billete para un vuelo de la Swiss Airlines el día siguiente.

Esperando el despegue de su vuelo en la sala de embarque inmensa, siniestra y bastante letal en sí misma del aeropuerto de Roissy 2, se preguntó de repente qué pintaba él en Zúrich. Su padre había muerto, con toda seguridad, hacía ya varios días, sus cenizas debían de flotar ya sobre las aguas del lago de Zúrich. Al informarse en Internet había averiguado que Dignitas (era el nombre de la agrupación eutanásica) había sido denunciada por una asociación ecologista local. En absoluto a causa de sus actividades; por el contrario, los ecologistas en cuestión se alegraban de la existencia de Dignitas, hasta se declaraban
totalmente solidarios con su lucha
; pero la cantidad de cenizas y de osamentas humanas que vertían a las aguas del lago era a su juicio excesiva, y tenía el inconveniente de favorecer a una especie de carpa brasileña, recientemente llegada a Europa, en detrimento de la trucha roja y más en general de los peces autóctonos.

Jed habría podido elegir uno de los palacios instalados en las orillas del lago, el Widder o el Baur au Lac, pero sintió que le costaría soportar un lujo excesivo. Se decantó por un hotel cercano al aeropuerto, grande y funcional, situado en el territorio del municipio de Glattbrugg. Por otra parte, era también bastante caro y parecía muy confortable; pero ¿existían hoteles baratos en Suiza? ¿Hoteles incómodos?

Llegó hacia las diez de la noche, hacía un frío glacial pero su habitación era cómoda y acogedora, a pesar de la fachada siniestra del establecimiento. El restaurante del hotel acababa de cerrar; examinó durante un rato la carta del
room service
y cayó en la cuenta de que no tenía hambre, que hasta se sentía incapaz de ingerir algo. Pensó un momento en ver una película porno, pero se durmió antes de haber conseguido comprender el funcionamiento del
pay per view
.

A la mañana siguiente, al despertar, los alrededores estaban bañados en una bruma blanca. El recepcionista le informó de que los aviones no podían despegar, el aeropuerto estaba paralizado. Jed se dirigió al buffet del desayuno, pero sólo logró engullir un café y la mitad de un bollo de leche. Tras haber estudiado un tiempo su plano —era complicado, la asociación se encontraba también en un barrio de Zúrich, pero un barrio distinto—, desistió y decidió tomar un taxi. El taxista conocía bien la Ifangstrasse; Jed había olvidado apuntar el número, pero le aseguró que se trataba de una calle corta. Le informó de que estaba cerca de la estación de trenes de Schwerzenbach, y además orillaba las vías del tren. A Jed le molestó pensar que el taxista le consideraba probablemente un
candidato al suicidio
. Sin embargo, el hombre —un cincuentón grueso, que hablaba inglés con un cerradísimo acento suizo alemán— le lanzaba por el retrovisor intermitentes miradas jocosas y cómplices que no casaban muy bien con la idea de una
muerte digna
. Lo comprendió cuando el taxi se detuvo al comienzo de la Ifangstrasse, delante de un edificio enorme, neobabilónico, cuya entrada adornaban frescos eróticos muy kitsch, una raída alfombra roja y palmeras en tiestos, y que a todas luces era un burdel. A Jed le tranquilizó profundamente que le hubiera asociado con la idea de un burdel y no con la de un centro que se dedicaba a la eutanasia; pagó, dejándole una buena propina, y aguardó a que el taxista hubiera dado media vuelta para internarse más en la calle. La asociación Dignitas se ufanaba de satisfacer la demanda de cien clientes al día en sus períodos punta. No era en absoluto seguro que el Babylon FKK Relax-Oase pudiera jactarse de una frecuentación comparable, a pesar de que sus horarios de apertura eran más amplios —Dignitas abría esencialmente durante las horas de oficina, con un horario nocturno hasta las nueve los miércoles—, y de que la decoración del burdel había sido dispendiosa, de dudoso gusto, desde luego, pero dispendiosa. Por el contrario, Dignitas —Jed lo advirtió al llegar delante del edificio, unos cincuenta metros más lejos— tenía su sede en un inmueble de hormigón blanco, de una vulgaridad irreprochable, muy Le Corbusier en su estructura de viga-poste que liberaba la fachada y en su carencia de florituras ornamentales, una construcción idéntica, en resumen, a los miles de edificios de hormigón blanco que formaban los arrabales semirresidenciales de todas partes de la superficie del planeta. Sólo había una diferencia, la calidad del hormigón, que resultaba inconfundible: el suizo era incomparablemente superior al polaco, al indonesio o al malgache. Ninguna irregularidad, ninguna fisura deslustraba la fachada, y ello probablemente al cabo de más de veinte años de su construcción. Sin duda su padre lo habría observado, incluso unas horas antes de morir.

Cuando se disponía a llamar, dos hombres vestidos con un chaquetón y un pantalón de algodón salieron transportando un féretro de madera clara —un modelo ligero y barato, seguramente un aglomerado, a decir verdad— que depositaron dentro de una furgoneta Peugeot Partner estacionada delante del inmueble. Sin prestar ninguna atención a Jed, volvieron a subir de inmediato, dejando abiertas las portezuelas de la furgoneta, y bajaron un minuto después portando un segundo féretro, idéntico al anterior, que colocaron a su vez dentro del vehículo. Para facilitar su tarea habían bloqueado el mecanismo de cierre de la puerta. La observación de Jed se confirmaba: el Babylon FKK Relax-Oase distaba mucho de conocer una agitación tan considerable. El valor comercial del sufrimiento y la muerte había llegado a superar al del placer y el sexo, se dijo Jed, y posiblemente por esta misma razón Damien Hirst había arrebatado unos años antes a Jeff su primacía como número uno mundial en el mercado del arte. Es cierto que el cuadro que debía conmemorar este acontecimiento había sido una obra fallida, que Jed ni siquiera había conseguido terminarlo, pero el cuadro seguía siendo imaginable, algún otro podría haberlo realizado; sin duda habría requerido un pintor de más talento. En cambio, le pareció que ningún lienzo sería capaz de expresar la diferencia de dinamismo económico entre aquellas dos empresas situadas a una veintena de metros en la misma acera de una calle vulgar y bastante triste que flanqueaba una vía ferroviaria en el extrarradio este de Zúrich.

En esto introdujeron un tercer ataúd en el furgoneta. Sin esperar al cuarto, Jed entró en el edificio, subió unos escalones hasta un rellano en el cual había tres puertas. Empujó la de la derecha, donde se leía
Wartesaal
, y entró en una sala de espera de paredes color crema y un mobiliario de plástico sin brillo que se parecía un poco, por cierto, al de la sala donde había aguardado en el Quai des Orfevres, salvo en que esta vez allí no había una
vista increíble del Pont des Arts
, y las ventanas sólo daban a un barrio residencial anónimo. Los altavoces colgados en lo alto de las paredes difundían una música ambiental triste, por supuesto, pero a la que se le podía adosar el calificativo de
digna
: probablemente era de Barber.

Las cinco personas reunidas allí eran sin asomo de duda
candidatos al suicidio
, pero era difícil definirlas mejor. Incluso su edad era indefinida, podían andar entre los cincuenta y los setenta años; no muy mayores, por tanto; su padre, cuando había venido, habría sido seguramente el
decano de su promoción
. Uno de los hombres, de bigote blanco y tez rubicunda, era manifiestamente inglés; pero era difícil situar a los demás incluso desde el punto de vista de la nacionalidad. Un hombre demacrado, de físico latino, tez de un amarillo pardusco y mejillas terriblemente hundidas —el único que en realidad daba la impresión de sufrir una enfermedad grave— leía con pasión (había levantado brevemente la cabeza cuando entró Jed y al instante había vuelto a enfrascarse en la lectura) un volumen de las aventuras de
Spirou
en edición española; debía de proceder de algún país sudamericano.

Jed vaciló y por último decidió dirigirse a una mujer de unos sesenta años que se parecía a un ama de casa del Allgau típico, y que daba la impresión de poseer competencias extraordinarias en materia de tejido de punto. Le informó de que había, en efecto, una habitación de recepción; había que salir al rellano, era la puerta de la izquierda.

No había ninguna indicación, Jed empujó la puerta de la izquierda. Una chica decorativa, sin más (se dijo que había indudablemente chicas mucho mejores en Babylon FKK Relax-Oase), aguardaba detrás de su mostrador rellenando laboriosamente las casillas de un crucigrama autodefinido. Jed le explicó lo que quería, y ella pareció asombrada: le respondió que los parientes no acudían allí después del fallecimiento. A veces iban antes, nunca después.
«Sometimes before… Never after…»
, repitió varias veces seguidas, masticando penosamente sus palabras. Aquella retrasada empezaba a irritarle, alzó el tono repitiendo que no había podido venir antes y que estaba absolutamente empeñado en ver a alguien de la dirección, que tenía derecho a consultar el expediente de su padre. La palabra
derecho
pareció impresionarla; la chica descolgó el teléfono con una mala voluntad evidente. Unos minutos más tarde, una mujer de unos cuarenta años, vestida con un traje sastre, hizo su entrada en la habitación. Había consultado el expediente: en efecto, su padre se había presentado la mañana del lunes 10 de diciembre; la operación se había desarrollado «con total normalidad», añadió.

Debió de llegar a Zúrich la noche del domingo, día 9, se dijo Jed. ¿Dónde habría pasado su última noche? ¿Se habría hospedado en el Baur au Lac? Confió en que sí, sin creerlo demasiado. En todo caso era seguro que habría
pagado la cuenta al marcharse
, que no había
dejado nada pendiente
.

Insistió aún más, se volvió implorante. Aseguró que estaba de viaje en el momento en que había ocurrido, ahora quería saber algo más, conocer todos los detalles sobre los últimos instantes de su padre. La mujer, visiblemente irritada, acabó cediendo, le invitó a acompañarla. La siguió por un largo pasillo oscuro, atestado de ficheros metálicos, y entró en su despacho, luminoso y funcional, que daba a una especie de jardín público.

—Aquí tiene el expediente de su padre… —dijo ella, tendiéndole una carpeta delgada. La palabra
expediente
parecía algo exagerada: había una hoja escrita por ambas caras, redactada en suizo alemán.

—No entiendo nada de esto… Tendrían que traducírmelo.

—Pero ¿qué quiere exactamente? —Su calma se agrietaba minuto a minuto—. ¡Le he dicho que todo está en orden!

—Supongo que ha habido un examen médico, ¿no?

—Naturalmente.

Según lo que Jed había podido leer en los reportajes, el examen médico se reducía a tomar la tensión y a formular algunas preguntas vagas, en cierto modo
una entrevista de motivación
, con la salvedad de que todo el mundo superaba este chequeo y el asunto quedaba sistemáticamente solventado en menos de diez minutos.

—Actuamos de perfecta conformidad con la ley suiza —dijo la mujer, cada vez más glacial.

—¿Qué ha sido del cuerpo?

—Como la inmensa mayoría de nuestros clientes, su padre había elegido la incineración. En consecuencia, hemos obedecido sus deseos; después dispersamos sus cenizas en la naturaleza.

Está bien eso, se dijo Jed; ahora su padre servía de alimento a las carpas brasileñas del Zürichsee.

La mujer cogió el expediente, pensando claramente que la entrevista había terminado, y se levantó para guardarlo en su archivo. Jed también se levantó, se acercó a ella y la abofeteó violentamente. Ella emitió una especie de gemido muy apagado, pero no tuvo tiempo de pensar en una réplica. Jed encadenó un virulento gancho en el mentón, seguido de una serie de golpes rápidos con el antebrazo. Mientras ella vacilaba en su sitio, tratando de recuperar la respiración, él retrocedió para tomar impulso y le asestó con todas sus fuerzas una patada a la altura del plexo solar. Esta vez la mujer se derrumbó, y en su caída chocó violentamente contra una arista metálica de la mesa; se oyó un crujido nítido. La columna vertebral debía de haberse golpeado, se dijo Jed. Se inclinó sobre ella: había perdido el conocimiento y respiraba con dificultad, pero respiraba.

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