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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (14 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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—Bueno… —respondió el escritor sin entusiasmo—. De acuerdo.

—¿Hay un día, una semana en que esté especialmente libre?

—No, la verdad. La mayoría del tiempo no hago nada. Llámeme cuando tenga intención de venir. Buenas noches.

A primera hora de la mañana siguiente Jed llamó a Franz, que reaccionó entusiasmado y le propuso que pasara de inmediato por la galería. Estaba exultante, se frotaba literalmente las manos, Jed pocas veces le había visto tan excitado.

—Ahora sí que vamos a trabajar sobre algo firme… Y te garantizo que esto va a ser algo sonado. Ya podemos ocuparnos de buscar un responsable de prensa. Había pensado en Marylin Prigent.

—¿Marylin?

—¿La conoces?

—Sí, es la que se ocupó de mi primera exposición, me acuerdo muy bien de ella.

Curiosamente, al envejecer Marylin había mejorado bastante su imagen. Había adelgazado un poco, se había dejado el pelo muy corto —con un pelo lacio y sin brillo como el suyo era lo único que se podía hacer, dijo ella, finalmente había decidido seguir los consejos de las revistas femeninas—, vestía pantalón y un chaquetón de cuero muy ceñidos, y con ambas prendas tenía un falso aspecto de lesbiana intelectual que eventualmente podía seducir a chicos de temperamento algo pasivo. En realidad, se parecía un poco a Christine Angot, en más simpática, sin embargo. Y además y sobre todo había conseguido deshacerse de aquel resoplido cuasi permanente que la caracterizaba.

—Me ha costado años —dijo—. Me pasaba las vacaciones haciendo curas en todos los centros termales imaginables, pero al final encontraron un tratamiento. Una vez por semana hago inhalaciones de azufre, y da resultado; bueno, hasta ahora no ha vuelto.

Hasta su voz era más fuerte, más clara, y ahora hablaba de su vida sexual con un desparpajo que dejó pasmado a Jed. Cuando Franz la felicitó por su bronceado, ella respondió que acababa de volver de sus vacaciones de invierno en Jamaica. «He follado superbién», añadió, «joder, los tíos son geniales.» Él enarcó las cejas, sorprendido, pero ella, cambiando de tema, había sacado del bolso —un bolso elegante, esta vez, de marca Hermés, de cuero leonado— un grueso cuaderno azul de espiral.

—No, en esto no he cambiado —le dijo a Jed, sonriendo—. Sigo sin tener PDA… Pero me he modernizado, de todos modos. —Sacó un lápiz USB de su chaquetón—. Aquí guardo todos los artículos escaneados de tu expo Michelin. Nos será muy útil.

Franz movió la cabeza y le lanzó una mirada impresionada, incrédula. Ella se recostó en su asiento, se estiró.

—He intentado seguir un poco lo que hacías… —le dijo a Jed; ahora le tuteaba, también esto era nuevo—. Creo que has hecho muy bien en no exponer antes, a la mayoría de los críticos les habría costado entender tu viraje; ni siquiera hablo de Pepita Bourguignon, de todos modos ella nunca ha comprendido nada de tu obra.

Encendió un purito —otra novedad— antes de proseguir.

—Como no has expuesto no han podido pronunciarse. Si ahora les toca hacer una buena crítica no tendrán la sensación de desdecirse. Pero es cierto, y en eso estoy de acuerdo con vosotros, que hay que apuntar enseguida a las revistas anglosajonas; y ahí puede ayudarnos el nombre de Houellebecq. ¿Qué tirada pensáis hacer del catálogo?

—Quinientos ejemplares —dijo Franz.

—No es suficiente; tirad mil. Necesito trescientos sólo para el servicio de prensa. Y autorizaremos la reproducción de extractos, incluso muy amplios, un poco en todas partes; habrá que hablarlo con Houellebecq o Samuelson, su agente, para que no pongan pegas. Franz me ha dicho lo del retrato de Houellebecq. Es una idea realmente buena. Además, en el momento de la expo será cronológicamente tu última obra; es estupendo, estoy convencida de que eso le dará al asunto un gran impacto adicional.

—Qué farolera, esta chica… —comentó Franz cuando ella se fue—. La conocía de oídas, pero nunca había trabajado con ella.

—Ha cambiado mucho —dijo Jed—. O sea, en el plano personal. Profesionalmente, en cambio, nada. De todas formas, es impresionante hasta qué punto la gente corta su vida en dos partes que no se comunican entre sí, que no interactúan en absoluto una con otra. Me parece increíble que lo hagan tan bien.

—Es cierto que tú te has ocupado mucho del trabajo…, del oficio que ejerce la gente —comentó Franz cuando estuvieron acomodados en Chez Claude—. Mucho más que ningún otro artista que conozca.

—¿Qué es lo que define a un hombre? ¿Cuál es la primera pregunta que se le hace a un hombre cuando quieres informarte de su estado? En algunas sociedades le preguntan primero si está casado, si tiene hijos; en las nuestras, se le pregunta en primer lugar su profesión. Lo que define ante todo al hombre occidental es el puesto que ocupa en el proceso de producción, y no su estatuto de reproductor.

Franz apuró a sorbitos su vaso de vino, pensativo.

—Espero que Houellebecq escriba un buen texto —dijo al final—. Jugamos una partida importante, ya sabes. Es muy difícil lograr que acepten una evolución artística tan radical como la tuya. Y aun así creo que las más favorecidas son las artes plásticas. En literatura, en música, es totalmente imposible cambiar de rumbo, te lincharían, te lo aseguro. Por otro lado, si haces siempre lo mismo te acusan de repetirte y de estar en declive, pero si cambias te acusan de ser un entrometido incoherente. Sé que en tu caso tiene sentido haber vuelto a la pintura, al mismo tiempo que a la representación de seres humanos. Sería incapaz de precisar cuál es el sentido, y probablemente tú tampoco podrías, pero sé que no es gratuito. No es más que una intuición, y para que te escriban artículos no basta, hay que producir un discurso teórico cualquiera. Y yo no soy capaz de hacer eso, y tú tampoco.

Los días siguientes trataron de definir un recorrido, un orden de presentación de las obras, y finalmente se atuvieron a la sucesión cronológica pura. Por tanto, el último cuadro era
Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática
, y quedaba un puesto libre para el retrato que iba a realizar de Houellebecq. El fin de semana Jed intentó contactar con el escritor, pero esta vez no descolgó el teléfono y no tenía contestador. Al cabo de varias tentativas a horas distintas, le envió un e-mail; luego un segundo, luego un tercero unos días más tarde, siempre sin respuesta.

Al cabo de dos semanas Jed empezó a preocuparse seriamente, multiplicó los sms y los e-mails. Houellebecq terminó llamándole. Su voz era átona, casi muerta. «Lo siento muchísimo», dijo, «estoy atravesando algunos problemas personales. En fin, puede venir a sacar las fotos.»

IV

El vuelo que partía de Beauvais a las 13.25 para aterrizar en Shannon al día siguiente costaba 4,99 euros, y Jed creyó al principio que se trataba de un error. Mirando mejor en las pantallas de reserva comprobó que había gastos, tasas suplementarias: el precio final ascendía a 28,01 euros, lo que seguía siendo módico.

Un autocar enlazaba la Porte Maillot con el aeropuerto de Beauvais. AI subir al vehículo advirtió que sobre todo lo ocupaban jóvenes, posiblemente estudiantes, que partían de viaje o que volvían de uno; era la época de las vacaciones de febrero. Jubilados también, y algunas mujeres árabes acompañadas de niños pequeños. Allí había, en realidad, prácticamente de todo, salvo miembros de la sociedad activos, productivos. Jed comprobó asimismo que se sentía bastante a gusto en aquel autocar, que le daba sensación de
partir de vacaciones
, mientras que la última vez, en el vuelo de Air France, había tenido la impresión de
desplazarse a causa de su trabajo
.

El autocar sobrepasó los extrarradios difíciles o residenciales que se extienden al norte de París y atravesó rápidamente campos de trigo y de remolachas por una autopista casi desierta. Cuervos dispersos, enormes, surcaban la atmósfera gris. Nadie hablaba alrededor de Jed, hasta los niños estaban tranquilos, y poco a poco le invadió una especie de paz.

Hacía ya diez años, se dijo; diez años en los que había obrado de forma oscura, muy solitaria a la postre. Trabajando solo, sin mostrar nunca sus cuadros a nadie —excepto a Franz, que sabía que por su cuenta organizaba discretas presentaciones privadas de las que nunca le comunicaba el resultado—, sin ir a ninguna inauguración, ningún debate y casi a ninguna exposición, Jed se había dejado deslizar gradualmente, durante los últimos años, fuera del estatuto de artista profesional. Paulatinamente se había transformado, a juicio del mundo y en cierta medida en su propia opinión, en un
pintor de domingo
. Esta exposición iba a reintroducirle bruscamente en el ambiente, en el circuito, y se preguntó si realmente le apetecía hacerlo. No más, sin duda, que lo que te apetece, en un primer impulso, zambullirte en el mar agitado y frío de la costa bretona, aun a sabiendas de que después de unas brazadas resultará delicioso y tonificante el frescor de las olas.

Mientras aguardaba la salida del vuelo en los bancos del pequeño aeropuerto, Jed abrió el librillo de instrucciones de la cámara de fotos que había comprado la víspera en la FNAC. La Nikon D3X que utilizaba normalmente para los negativos preparatorios de sus retratos le había parecido demasiado imponente y profesional. Houellebecq tenía fama de albergar un odio muy arraigado a los fotógrafos; había pensado que sería más conveniente un aparato más lúdico, más familiar.

De entrada, la casa Samsung le felicitaba, no sin cierto énfasis, por haber elegido el modelo ZRT-AV2. Ni a Sony ni a Nikon se les habría ocurrido felicitarle: eran casas demasiado arrogantes, asentadas en su profesionalidad, a no ser que se tratase de la arrogancia característica de los japoneses; las empresas japonesas bien establecidas eran, de todos modos, intragables. Los alemanes intentaban en sus manuales mantener la ficción de una elección razonada, fiel, y leer el libro de instrucciones de un Mercedes seguía siendo un auténtico placer, pero en cuanto a la relación calidad-precio la ficción mágica, la socialdemocracia de los
gremlins
no era realmente fiable. Quedaban los suizos y su política de precios extremos, que podían tentar a algunos. Jed, en determinadas circunstancias, había pensado en comprar un producto suizo, por lo general una cámara Alpa, y en otra ocasión un reloj; la diferencia de precio, de 1 a 5 con respecto a un producto normal, le había desalentado enseguida. Evidentemente, el mejor medio de que un consumidor
flipara
en esta década de 2010 era optar por un producto coreano: en automóviles, Kia y Hyundai, en la electrónica LG y Samsung.

El modelo Samsung ZRT-AV2 combinaba, según la introducción del manual, las más ingeniosas innovaciones tecnológicas —como por ejemplo la detección automática de las sonrisas— con la legendaria facilidad de utilización que justificaba el renombre de la marca.

Tras este pasaje lírico, el resto se volvía más factual y Jed hojeó rápidamente el folleto, buscando sólo las informaciones esenciales. Saltaba a la vista que un optimismo razonado, amplio y federativo había presidido la concepción del producto. Aunque frecuente en los objetos tecnológicos modernos, esta tendencia no era una fatalidad. En lugar de los programas, por ejemplo, «FUEGOS ARTIFICIALES», «PLAYA», «BEBÉ1» y «BEBÉ2» que proponía el aparato en
modo escena
, perfectamente podrían haber puesto «ENTIERRO», «DÍA DE LLUVIA», «VIEJO1» y «VIEJO2».

¿Por qué «BEBÉ1» y «BEBÉ2»?, se preguntó Jed. Al remitirse a la página 37 del manual, comprendió que esta función permitía regular las fechas de nacimiento de dos bebés distintos, con objeto de integrar su edad en los parámetros electrónicos adjuntos a los clichés. La página 38 proporcionaba otras informaciones: el manual aseguraba que estos programas estaban concebidos para restituir la tez «sana y fresca» de los bebés. De hecho, probablemente a sus padres les habría decepcionado que, en sus fotos de cumpleaños, BEBÉ1 y BEBÉ2 apareciesen con la cara arrugada, amarillenta; pero Jed no conocía bebés personalmente; tampoco tendría oportunidad de utilizar el programa «ANIMAL DOMÉSTICO», y apenas el programa «FIESTA»; en resumidas cuentas, aquella cámara quizá no estaba hecha para él.

Una lluvia pertinaz caía sobre Shannon y el taxista era un imbécil malvado.
«Gone for holidays?»
, preguntó, como regocijándose por adelantado de su desilusión.
«No, working»
, respondió Jed, que no quería darle esa alegría, pero el otro, obviamente, no le creyó.
«What kind of job you're doing?»
, inquirió, sobreentendiendo claramente por su entonación que consideraba improbable que le confiasen un trabajo cualquiera.
«Photography»
, respondió Jed. El taxista resopló, admitiendo su derrota.

Tamborileó durante por lo menos dos minutos en su puerta, bajo un chaparrón, hasta que Houellebecq fue a abrirle. El autor de
Las partículas elementales
llevaba un pijama gris de rayas que le daba un vago parecido con un presidiario de folletín televisado; tenía el pelo enmarañado y sucio, la cara roja, casi como si padeciera cuperosis, y hedía un poco. Jed se acordó de que la incapacidad de asearse es uno de los indicios más seguros de la presencia de un estado depresivo.

—Perdóneme por echar la puerta abajo, sé que no está nada bien. Pero estoy impaciente por empezar su retrato… —dijo, y esbozó una sonrisa que confió en que fuera
desarmante. «Sonrisa desarmante»
es una expresión que todavía se encuentra en algunas novelas y que por lo tanto debe de corresponder a una realidad determinada. Pero Jed, por desgracia, no se sentía por su parte lo suficientemente ingenuo para que le pudiera
desarmar
una sonrisa y, sospechaba, Houellebecq tampoco. El autor de
El sentido de la lucha
retrocedió, sin embargo, un metro, justo lo bastante para que Jed se guareciera de la lluvia, sin por ello permitirle el acceso al interior.

—He traído una botella de vino. ¡Una buena botella…! —exclamó Jed con un entusiasmo un poco falso, más o menos como se ofrece caramelos a los niños, al mismo tiempo que la sacaba de su bolsa de viaje. Era un Château Ausone de 1986, que le había costado sus buenos 400 euros: una docena de vuelos París-Shannon en Ryanair.

—¿Una sola botella? —preguntó el autor de
La búsqueda de la felicidad
estirando el cuello hacia la etiqueta. Apestaba un poco, pero menos que un cadáver; en definitiva, las cosas podrían haber sido peores. Después se volvió sin decir palabra, tras haber aferrado la botella; Jed interpretó este comportamiento como una invitación.

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