Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
La hoja plateada brilló; después, atravesó la garganta de Eban. El sintió un escozor y después humedad, mientras la sangre de la arteria carótida se desparramaba por su cuello. Abrió la boca, pero tenía la tráquea rota; gritó en silencio mientras caía de rodillas y se agarraba el cuello. Miró a su atacante con expresión suplicante y sus labios formaron las palabras:
¿Por qué?
Tras el turbante que cubría su rostro, solo eran visibles los ojos feroces, brillantes, del hombre. Su respuesta fue tan fría como el acero que llevaba en la mano: se inclinó y clavó la hoja en el corazón de Eban; después le dio un puntapié al cuerpo sin vida, dejándolo boca abajo en el suelo.
Con el brazo levantado y el puño cerrado, el asesino llamó a los otros y once hombres más, ataviados con turbantes y ropas oscuros, se materializaron, saliendo detrás de las cercanas rocas y muros de piedra.
Haciendo señales y gestos con la mano, dirigió su truculenta tarea. Sin sospecharlo y desarmadas, las víctimas fueron cayendo bajo los puñales y garrotes del equipo de asalto.
El asesino pasó por entre los cuerpos, dándole la vuelta a cada uno para examinar su rostro, mientras el resto de su equipo examinaba la zona. Uno de ellos llegó apresuradamente y dijo encogiéndose de hombros: «No está aquí».
—Está cerca —replicó, sin molestarse en mirar al otro—. Ella dijo que estaba aquí, y la creo.
—Míralo tú mismo; no está aquí, te lo digo yo.
—¿Has mirado en todos los edificios? —preguntó.
—¡Claro!
—Vuelve a inspeccionarlos —hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Encontrad a la mujer —no se molestó en decir su nombre. Su equipo había sido entrenado durante innumerables horas: todos sabían demasiado bien a quién y qué habían ido a buscar—. Encontradla, pero tened mucho cuidado en no hacerle daño. Ella nos conducirá hasta él.
* * *
Un estremecimiento de miedo, a la muerte, atravesó al P. Michael Flannery, pero se las arregló para quitárselo de encima cuando aparcó cerca del teleférico que llevaba a turistas y trabajadores a la meseta en la que estaba situada la fortaleza de Masada.
El teleférico no estaba funcionando y parecía desierto y, aunque las ruinas estuviesen cerradas al público ese día, Flannery sabía que tenía que haber un encargado para transportar a los trabajadores y al personal de seguridad hasta arriba.
—¡Hola! —llamó—. ¿Hay alguien aquí? ¡Por favor, tengo que subir! ¿Hay alguien aquí?
La única respuesta fue el eco de sus palabras que devolvió la pared del acantilado.
Flannery se acercó a la ventanilla de venta de billetes en la oficina del teleférico. En el mostrador había un café a medio consumir que se había dejado alguien y Flannery se asomó por la abertura semicircular de la ventana para tocar la taza. Estaba fría.
Miró a través de la ventanilla la pequeña oficina, pero no vio a nadie. Una ligera brisa pasó las páginas de una revista que había en una de las mesas e hizo que el cordón de las persianas venecianas diese contra el alféizar.
¿Hola?, —dijo, inclinándose hacia la abertura de la ventanilla de venta de billetes. ¿Hay alguien ahí?
Dando por sentado que todo el mundo debía de haber bajado de las ruinas y dado por terminada la jornada, Flannery pensó en regresar a Jerusalén. Pero, en la forma de instarle Azra Haddad a que se reuniese con ella había algo irresistible. Miró el lugar en el que estaba su coche; después dirigió la mirada hacia la meseta, allá arriba. Asintiendo en sentido de aceptación de su situación, atravesó el aparcamiento hasta la base de la misma senda que los judíos zelotes habían utilizado dos mil años antes, cuando capturaron Masada para resistir allí hasta el final.
Cuando Flannery comenzó a subir por la empinada cuesta hacia la fortaleza de Masada, a más de 120 metros sobre la superficie del desierto, se vio asediado por un torrente de emociones y recuerdos: el P. Leonardo Contardi, Via Dei, el Evangelio de Dimas con su extraño símbolo, la trágica muerte de Daniel Mazar.
Flannery se detuvo a descansar a mitad de camino, se sentó sobre una piedra plana y se apoyó en una piedra aún más grande. Cuando cerró los ojos, vio imágenes de personas y acontecimientos que había estado recordando durante el ascenso. Al principio era como soñar despierto, pero, poco a poco, las imágenes cambiaron, transformándose en algo mucho más real, algo que nunca había visto antes.
Flannery estaba solo en un terreno desconocido. No, no solo, porque ahora podía ver a personas a su alrededor, una gran muchedumbre con ropas anticuadas que llenaban lo que parecía una carretera antigua, construida a mano. Oyó a mujeres que sollozaban, a hombres que gritaban de dolor. Sintió una presencia a su lado y, cuando se volvió para ver qué era, vio a un hombre negro, de complexión fuerte, vestido con una túnica sencilla y tosca.
—Tú —musitó Flannery—. Tú estabas en la basílica de san Pedro.
El anciano se limitó a asentir y a hacerle un gesto con una mano, señalándole a Flannery que mirara detrás de él.
Al volverse, Flannery vio a alguien con una coraza de soldado romano que estaba al lado de la carretera, con la mano apoyada en la empuñadura de su sable. Después, Flannery miró hacia arriba y dio un grito ahogado. Allí, a unos metros por encima de él, un hombre estaba clavado y crucificado. Por un instante, Flannery pensó que sería el Salvador, pero entonces miró la carretera y se dio cuenta de que no había tres cruces, tres hombres crucificados, sino decenas, centenares quizá.
—¡Dios del Cielo! —gritó, mirando hacia allá—. ¿Qué es esto?
El sueño,
se dijo
. Estoy teniendo el sueño otra vez.
Trató de despertarse, preguntándose si todavía se encontraría en la habitación del hotel.
«Fe», fue la respuesta, y sintió la mano del hombre negro sobre el hombro. «Míralo con fe».
Flannery levantó la mirada y vio al hombre moribundo que lo miraba a él, y algo pasó entre ellos… esperanza, reconocimiento, amor.
—Dimas bar-Dimas … —susurró Flannery, cerrando los ojos, incapaz de presenciar tanto sufrimiento.
El viento cobró fuerza, la visión se desvaneció y, cuando Flannery abrió de nuevo los ojos, estaba de nuevo en el camino que llevaba a Masada. Se levantó despacio y miró alrededor, buscando algún indicio del hombre negro o de la carretera con muchas cruces.
Oyó la llamada distante de un cuervo.
Nueve años habían pasado desde que Tibro bar-Dimas y Marcela habían dejado Roma. Se habían casado durante el viaje, en Éfeso, donde se conocieron. Les había llevado más tiempo del previsto hacer el viaje en condiciones de seguridad y cuando, al final, llegaron a la ciudad, la situación se había hecho tan caótica que no pudieron cumplir la promesa que hicieran a Dimas.
La gran presión ejercida por los romanos sobre la ciudad había empeorado la situación para los cristianos. Los zelotes, que los consideraban colaboracionistas, habían aumentado sus ataques, asesinando a muchos de sus dirigentes y obligando a la mayoría de los fieles a abandonar Judea. Sin una dirección establecida y con poca seguridad frente a los zelotes y los romanos, Tibro pensó que lo mejor sería retrasar la entrega del manuscrito de su hermano.
Al final, la situación en Jerusalén se hizo cada vez más insostenible para los mismos judíos, cuando Tito Flavio Vespasiano sitió la ciudad. Por eso, Tibro y Marcela se unieron a otros centenares de judíos que siguieron al dirigente zelote y sumo sacerdote Eleazar ben-Yair a la fortaleza de Masada en el desierto. Entre las pocas cosas importantes que pudieron llevarse estaba el Evangelio de Dimas.
Ahora, tres años después de la caída de Jerusalén, los judíos de Masada se las habían arreglado para mantener a raya una fuerza de quince mil soldados romanos, al mando de Flavio Silva, gobernador de Judea. El asedio de Silva duraba ya dos años, pero todavía no había logrado tomar la meseta y asaltar la fortaleza. Sin embargo, había empleado aquellos largos meses en construir una rampa de tierra que había llevado a los romanos lo bastante cerca para lanzar su asalto final. Durante la noche anterior, sus fuerzas lograron incendiar los tejados de madera de la fortaleza; el fuego rugió furioso durante la mayor parte de la noche hasta que se consumió.
Poco después del amanecer, mientras una nube de humo cubría la fortaleza, Tibro estaba tras uno de los parapetos, mirando las torres forradas de hierro que habían traído durante el asedio. Desde el interior de aquellas torres, los romanos empleaban catapultas para lanzar grandes piedras al interior de la fortaleza. El constante machaqueo de las descargas cuando los proyectiles golpeaban las barricadas había enervado a los defensores y, con el último ataque a base de fuego, sabían que su suerte estaba echada.
—Tibro —le llamó alguien y se volvió para ver a Eleazar ben-Yair que subía por una escalera al parapeto.
—Aquí —dijo Tibro, dando la mano y ayudando al hombre mayor a salir de la escalera y acceder a la muralla.
Eleazar se sacudió las manos; después se arregló la ropa mientras caminaba hacia el borde de la muralla y miraba el campamento romano que, durante el asedio, había cobrado el aspecto de una población.
—Nuestro tiempo ha llegado a su fin —dijo el sumo sacerdote—. La pasada noche llegaron lo bastante cerca como para prender fuegos. Mañana habrán escalado la cumbre y los tendremos en la muralla.
Mientras Eleazar hablaba, una roca catapultada derribó una sección grande de madera carbonizada y piedra. Tibro podía oír los gritos de miedo y de alarma de los defensores que estaban en el interior de la fortaleza.
—¿Hay alguna manera de reforzar los muros y frenar su avance? —preguntó Tibro.
Eleazar movió la cabeza.
—No nos queda material ni tenemos más tiempo. He convocado una reunión, Tibro.
—¿De los dirigentes?
—De todos los hombres, mujeres y niños, porque esto concierne a todos.
—Entiendo —dijo Tibro con solemnidad.
Media hora más tarde, aunque continuaba el bombardeo, Eleazar dirigía la palabra a sus seguidores en el gran patio central del complejo.
—Hace mucho tiempo, amigos míos, decidimos no ser nunca siervos de los romanos ni de nadie más, salvo de Dios mismo, que es el verdadero y justo Señor de la humanidad. Ha llegado el momento de que pongamos en práctica esa resolución. Es evidente que Masada será tomada en una jornada. Sin embargo, aunque los romanos abran brecha en nuestras murallas, no pueden abrir brechas ni romper nuestro espíritu.
Algunos de los asistentes dieron su aprobación a voces; otros pidieron a Eleazar que explicara qué debían hacer.
—Primero, destruyamos nuestras pertenencias y nuestro dinero e incendiemos lo que queda de la fortaleza, de manera que los romanos no puedan hacerse con la más mínima riqueza terrena que todavía poseamos. Sin embargo, no destruyamos nuestras provisiones, para que sirvan como prueba de que no nos han sometido por falta de alimentos, sino que preferimos la muerte a la esclavitud.
Hizo una pausa mientras dirigía la mirada a todas y cada una de las casi mil personas presentes.
—Por último, mis fieles amigos, escojamos la muerte, por nuestra propia mano, de manera que ninguna espada romana pueda manchar esta tierra sagrada con sangre judía.
—Pero el suicidio es un pecado, ¿no? —dijo uno.
—Sí, y el pecado definitivo —dijo otro—, porque no hay forma de pedir perdón a Dios.
—Es un pecado —admitió Eleazar—. Pero he ideado la manera de que solo uno de nosotros cometa tal pecado. Serán escogidos diez que ejecutarán a todos los demás. Después, echarán a suertes entre ellos y uno de esos diez ejecutará a los otros nueve, cometiendo solo él el pecado de suicidio.
—Sí, así lo debemos hacer —gritó un hombre, y otros hicieron suyo el grito, hasta que toda la asamblea gritó su asentimiento.
—¿Cuándo lo hacemos? —preguntó alguien.
—En unos minutos —contestó Eleazar—. Ya he buscado a voluntarios de entre nuestros más grandes guerreros y, de ellos, he escogido a diez que serán los instrumentos de nuestra gloria. Utilicemos el tiempo que nos queda para abrazar a nuestros seres queridos y dirigir nuestras oraciones en alabanza a nuestro Señor.
Eleazar dijo los nombres de los diez ejecutores y, mientras cogían sus espadas y se reunían con su líder en el centro del patio, otros fueron a incendiar lo que quedaba de la fortaleza. El resto de la asamblea se reunió en pequeños grupos, dándose besos y emocionados abrazos, cantando la gloria de Dios.
Cuando los ejecutores comenzaron su terrible trabajo, Tibro y Marcela se escabulleron, no para evitar la muerte, sino porque tenían que cumplir su propia misión. Desde hacía muchas semanas sabían que su suerte estaba echada y ya habían preparado una urna de barro, en cuyo interior colocaron el evangelio de Dimas y rellenaron la cavidad con paja; después sellaron la tapa con cera para proteger el manuscrito hasta el día en que lo encontrasen.
Recogieron la urna de sus aposentos y la llevaron a una habitación que habían escogido, situada en la parte más profunda de la fortaleza. Tibro llevaba una pala para cavar un agujero suficientemente grande para la urna.
Incluso a través de los gruesos muros de piedra, podían oírse los terroríficos sonidos procedentes de arriba, los gemidos, gritos y oraciones de los moribundos.
—¡Date prisa! —dijo Marcela—. No debemos dejar que lo encuentren.
Tibro se puso de rodillas para recoger la tierra con la pala de mango corto, mientras el olor acre de la tierra recién removida inundaba su nariz.
—¡Date prisa! —insistió ella— ¡No tenemos mucho tiempo!
—Casi tengo ya una profundidad suficiente —respiraba con dificultad al trabajar más rápido.
Otro grito; este sonó tan próximo que les hizo dar un salto a ambos. Después, un canto fúnebre que denotaba una tristeza infinita:
Que Su gran Nombre sea exaltado y santificado
en el mundo que Él creó según Su voluntad.
—Déjala aquí —dijo Tibro, tirando la pala y acercándose a ella.
—¿Es suficientemente profundo? No debe caer en malas manos —dijo Marcela, entregándosela.
—Tiene que serlo. No nos queda tiempo.
Que Su gran Nombre sea bendito por siempre jamás.
Que Su gran Nombre sea bendito por siempre jamás.
Arriba, el canto del
Kadish
fue debilitándose cada vez más a medida que las voces iban apagándose una a una.