Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
—En los últimos siglos han ocurrido algunas cosas asombrosas en la Santa Sede. Visiones que se han comunicado, así como muchas que no. ¿Quién puede decir que no hayas sido bendecido con un acontecimiento de este tipo?
—Pero, ¿qué significa? —preguntó Flannery—. Un hombre negro con un vestido de tejido basto, acercándoseme… llegando a mi alma de un modo que no soy capaz de explicar… ¿Qué puede significar?
Wester sacudió la cabeza.
—No lo sé, aunque estoy seguro de que aquí, en medio de dos mil años de historia sagrada, hay una respuesta. Si hubieses sido escogido para ver la visión con alguna finalidad santa, no me cabe la menor duda de que descubrirás la razón.
—Tengo otra pregunta —dijo Flannery, dejando su taza—. Y esta es más concreta. Una vez, hace mucho tiempo, vi esto en alguna parte —mostró a Wester un trozo de papel en el que había dibujado el símbolo que estaba al principio del Evangelio de Dimas bar-Dimas —. Recientemente, he vuelto a verlo.
Wester miró el símbolo y, por un momento, Flannery creyó ver un destello en los ojos del anciano clérigo.
—¿Dónde estaba?
—No recuerdo dónde lo vi por primera vez —cuidándose de no mencionar el manuscrito de Masada, Flannery continuó—: Sin embargo, alguien me lo mostró recientemente, en Israel, y recordé que lo había visto antes. Creo que se llama Via Dei.
En un susurro, el anciano sacerdote contestó.
—Así es, Via Dei.
—Entonces, ¿usted ha oído hablar de él?
—Creo que sí.
—¿Sabe algo al respecto? ¿Hay referencias a él en los archivos?
Wester se rascó el pecho un momento; después asintió.
—Déjame ver qué puedo encontrar.
Flannery tamborileó con sus dedos en la mesa mientras veía alejarse al anciano. Wester no era muy alto y su larga sotana le cubría los pies, creando la ilusión de que se deslizaba, en vez de andar sobre el suelo de mármol. Flannery conocía al sacerdote irlandés desde que llegó a Roma; se puso en contacto con él porque le interesaban mucho los archivos y se hicieron amigos a causa de su común origen irlandés… y algo más. Algo de lo que se dio cuenta el padre Wester y sobre lo que advirtió a Flannery mucho antes que cualquier otra persona.
—Ten mucho cuidado, chico —le había dicho a Flannery no mucho después de conocerlo—. No dejes que tu afición a los espíritus, a los licores, se interponga en tu amor al Espíritu Santo… al Señor.
Wester le había confiado que también él tenía demonios contra los que luchar y, en parte, su suave advertencia evitó lo que podría haber sido un desastre para el joven sacerdote. Flannery siempre le estaría agradecido por ello.
Cuando Wester volvió, llevaba un manuscrito encuadernado en piel. Lo abrió sobre la mesa y se lo puso delante a Flannery, que vio que estaba escrito con mano clara y legible. Parecía que no tenía más de unos cien años.
—Esto no está publicado —dijo Flannery, mirando a Wester.
—Cierto, no está publicado. No es un libro católico, sino que lo escribió, o lo canalizó —de ahí el autor que figura— la famosa psíquica y fundadora de la Sociedad Teosòfica, Helena Petrovna Blavatsky, más conocida como Madame Blavatsky. Estaba trabajando en él a su muerte, en 1891.
—¿Cómo nos hicimos con él? —preguntó Flannery cuando empezó a pasar páginas y a examinar el escrito.
—¿Quién puede decirlo? —replicó Wester encogiéndose de hombros. Su boca dibujó una sonrisa—. Quizá un espía católico entre los teósofos. Sin embargo, acabó aquí y me atrevo a decir que es el único ejemplar, porque no está en sus catorce volúmenes de sus obras completas.
—¿Lo ha leído?
—Claro. Como tú, había visto el símbolo una o dos veces en mi juventud y, cuando tropecé con este manuscrito, me pudo la curiosidad y lo leí entero. Por fortuna está en inglés, aunque un poco difícil de interpretar en ciertos pasajes. La lengua materna de Madame Blavatsky era el ruso, pero ella se trasladó a Inglaterra de joven. Solo el último capítulo se refiere a Via Dei.
Wester se inclinó hacia delante y hojeó rápidamente las páginas del delgado manuscrito hasta que encontró la que buscaba. El pasaje incluía un símbolo dibujado a mano casi idéntico al que Flannery le había mostrado.
—Ese es —dijo, tocando el símbolo—. Es el único lugar en el que lo he visto dibujado. Quizá sea la única referencia escrita y, en el mejor de los casos, de autoridad dudosa. Pero te dejaré que saques tus propias conclusiones. Tómate todo el tiempo que necesites —retrocedió desde la mesa—. Puedes trabajar aquí mismo, no te molestarán. —Gracias.
Durante las dos horas siguientes, Flannery estudió minuciosamente el manuscrito; leyó primero el capítulo final sobre Via Dei y después empezó el libro por la página 1. Otros clérigos entraban y salían, pero él no los veía. Unas puertas distantes se abrían y cerraban, con un eco que resonaba por la cámara como un toque de timbal, pero él no las oía. La hora de la comida llegó y pasó, pero él no sentía hambre cuando llegó de nuevo al pasaje por el que había empezado aquel mismo día:
Via Dei, que significa la Senda de Dios y suele llamársela la Vía de Dios, es una de las organizaciones más antiguas del catolicismo. Sus orígenes se pierden en la historia antigua. Algunos dicen que tenía raíces en la religión druida y sobrevivió a la conversión al cristianismo. Otros dicen que era una sociedad militar formada por los cruzados y utilizada como su autoridad para matar, sin escrúpulos, a musulmanes y a otros no creyentes. Algunos llevan su origen hasta los contemporáneos de Jesús, en particular un tal Gayo de Éfeso, quien llevaba su linaje espiritual hasta Dimas, el llamado Buen Ladrón, crucificado al lado del Salvador.
Muchos estudiosos atribuyen a Via Dei la conservación viva de los misterios más profundos del cristianismo durante las Edades Oscuras, cuando los auténticos creyentes fueron sistemáticamente condenados a muerte como herejes por su propia iglesia. Desde la Reforma, sin embargo, se dice que Via Dei es una sociedad muy secreta encargada de preservar la pureza católica destruyendo todo grupo o individuo considerado una amenaza para la Madre Iglesia. Algunos consideran que el símbolo de Via Dei: una pirámide y una cruz, cubiertas por un círculo, ha sido influido por los francmasones y los rosacrucianos, y otros que ha sido una fuente en la que han bebido ambas sociedades.
Aunque a Flannery no le sorprendió encontrar una referencia a Via Dei como sociedad secreta desde la Edad Media, sí le asombró que Blavatsky hubiera establecido una conexión directa entre el presunto fundador del grupo y Dimas, el Buen Ladrón, padre del autor del manuscrito de Masada. En el Nuevo Testamento aparecen varios hombres con el nombre de Gayo y, aunque ninguno aparece nombrado específicamente como Gayo de Éfeso, todos menos uno estaban relacionados con el apóstol Pablo, que dedicó gran parte de su ministerio a predicar en Éfeso.
Flannery examinó el símbolo de Via Dei, tal como lo dibujara
madame
Blavatsky, observando las semejanzas y las muy mínimas diferencias de él con el manuscrito de Dimas. La principal variante estaba en la parte superior, en la que la luna creciente con los extremos en contacto aparecía, en cambio, como una circunferencia perfectamente simétrica y la estrella de cinco puntas del vértice superior de la pirámide se parecía menos a una estrella y era como finos rayos de luz, que le daban cierto aspecto masónico, pero la semejanza era indiscutible.
Cuando Flannery bosquejaba laboriosamente el símbolo en su bloc de notas, una voz alegre se inmiscuyó en su ensoñación. —¿Así que piensas pasar aquí la noche? —¿Qué? —preguntó Flannery, levantando la vista del manuscrito.
—Son las diez en punto —le dijo el padre Sean Wester, mientras daba la vuelta a la mesa y entraba en la línea de visión de Flannery.
—¿Las diez?, ¿de la noche?
El anciano sacerdote se echó a reír.
—Sí, chaval, dos horas antes de la medianoche. Llevas aquí todo el día; no has cenado.
—Supongo que me distraje.
—Me parece que sí.
—Padre Wester, ¿conoce algún escrito católico que confirme o refute lo escrito aquí?
—Déjalo estar, muchacho.
—¿Qué?
—Hay cosas que es mejor dejarlas como están. Sé poco de Via Dei, pero lo que sé me dice que lo deje en los archivos.
—Entonces, ¿hay escritos católicos sobre la materia?
—Te he dado todo lo que sé —dijo Wester, pero, mientras lo decía, Flannery pudo ver en sus ojos que no decía la verdad.
—No me está diciendo la verdad, ¿no es así? Al menos, no toda la verdad.
—Michael, te lo digo como a mi hijo —dijo el sacerdote, con voz cariñosa—. Abandona esta investigación.
En sus habitaciones del Vaticano, Michael Flannery se calentó un pastel en el microondas y lo comió despacio, seguido por un vaso de zumo de naranja. No era tanto como una cena, pero, en realidad, no tenía hambre. En los dos últimos días habían ocurrido demasiadas cosas, desde la aparición en la basílica de San Pedro hasta su conversación con el padre Wester y el descubrimiento del manuscrito Blavatsky.
Había una cosa que Flannery sabía con seguridad. La sociedad Via Dei o, al menos, su símbolo, era anterior a las cruzadas. Era anterior, incluso, a los evangelios conocidos, porque lo había visto expuesto con toda claridad en el manuscrito de Masada. No sabía qué era, pero sabía lo que no era: un símbolo creado por algún caballero errante para justificar el asesinato de los musulmanes.
Fuera cual fuese la sociedad que representara, esa sociedad todavía existía. Flannery lo sabía por algo que no le había comentado al padre Wester ni siquiera a los arqueólogos en Israel: las circunstancias en las que había visto el símbolo por primera vez. Durante sus primeros años en el Vaticano, un compañero sacerdote había tratado de convencerlo para que se uniese a un grupo llamado Via Dei. Los intentos habían sido tan secretos que, cuando le pidió más información, le dijo que no podía decirle nada más.
—Debes confiar en nosotros —le dijo el sacerdote.
Le sugirieron que la pertenencia a Via Dei era una garantía para ascender en la jerarquía católica. ¿Quería tareas importantes en el Vaticano? ¿Aspiraba a la púrpura? ¿Querría llegar algún día a ser cardenal? La pertenencia a Via Dei no le garantizaba el cumplimiento de esos objetivos, pero, sin duda, aumentaba sus oportunidades.
Flannery ni aceptó ni rechazó la oferta, esperando a ver qué ocurría. Pasó aquello, no ocurrió nada y casi se había olvidado de aquello cuando vio de nuevo el símbolo, en esta ocasión impreso con toda claridad en un documento de dos mil años de antigüedad.
El sacerdote trató de quitarse de la cabeza todo pensamiento relativo a Via Dei mientras se desnudaba y se metía en la cama. Durante un rato, se movió nervioso, antes de dormirse. No obstante, fue un sueño agitado, lleno de imágenes de Jerusalén, el manuscrito y el extraño hombre negro que se le había aparecido durante la misa. Sin embargo, cuando soñaba con ese hombre, la imagen se transformó en un rostro más familiar, aunque Flannery no lo había visto en unos veinte años.
—¡El padre Leonardo Contardi! —exclamó, erguido en la cama y despertándose en ese momento.
Dijo el nombre de nuevo, esta vez en un susurro, cuando recordó de manera más completa al hombre que le había mencionado por primera vez Via Dei cuando ambos eran seminaristas aquí, en Roma. Había perdido el contacto con el sacerdote no mucho después, cuando a Contardi le asignaron una misión en Oriente Medio.
Una cosa es segura, se dijo Flannery cuando volvió a acostarse y cerró los ojos. «Mañana tengo que buscar al padre Leonardo y descubrir lo que sabe sobre Via Dei y su símbolo».
A
Michael Flannery le llevó dos semanas encontrar la pista de Leonardo Contardi. Lo último que había oído era que el joven y entusiasta sacerdote había dejado Roma para prestar servicio en un monasterio de Israel. Sin embargo, como Flannery había descubierto ahora, el Monasterio de la Vía del Señor se había cerrado unos años después y Contardi fue destinado a una aldea de las tierras calientes del Amazonas, en Ecuador. Allí, viviendo con la tribu huaoraní, el sacerdote perdió primero su salud y después su estabilidad emocional. Solo tres meses antes, lo habían enviado de vuelta a Roma, a la Residencia San Giovanni para Sacerdotes. Había vuelto a casa para morir.
Cuando condujeron a Flannery a una pequeña habitación privada de la residencia, no podía creer que la demacrada y descompuesta figura tendida en la cama fuese el mismo hombre que una vez pudo ganarle con tanta facilidad en el frontón. Solo habían pasado veinte años desde que habían estudiado, se habían relajado y reído juntos. Como Flannery, Contardi solo tenía cuarenta y tantos años, aunque parecía varios decenios mayor.
—Leonardo —susurró Flannery, tomando la mano del debilitado sacerdote entre las suyas. La mano carecía de fuerza—. Me hubiese gustado que me anunciaras tu regreso a Roma.
Contardi miró al visitante, sin que sus ojos grises y legañosos dieran muestra alguna de reconocimiento. Con una voz sorprendentemente fuerte, dijo en inglés:
—Lentejas.
—¿Perdón?
—Sopa de lentejas; es todo lo que nos sirven aquí: sopa de lentejas —su voz era un poco aguda, pero clara; tenía los ojos muy abiertos, con lo que parecía una nota de entusiasmo. Su antiguo acento italiano marcado se había suavizado notablemente, como resultado, sin duda, de los años que había pasado fuera, en compañía de hombres de muchas nacionalidades.