Read El manuscrito Masada Online
Authors: Robert Vaughan Paul Block
Tags: #Intriga, Religión, Aventuras
Gestas, en su agonía, le dirigió también, jadeante, su despectiva petición:
—Dices que eres el Mesías. Entonces, ¡sálvate a ti mismo! ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros también!
Dimas de Galilea, que había guardado silencio desde el momento en el que lo izaron en la cruz de la derecha, miró a Gestas y le preguntó:
—¿No tienes temor de Dios? Nosotros estamos recibiendo el mismo castigo que el Mesías, pero nosotros somos culpables de nuestros crímenes, mientras que él es inocente.
Bar-Dimas había estado mirando, sintiendo en su corazón el dolor de su padre, rezando por él. Ahora, había oído a su padre aludir a Jesús como el Mesías y miró alrededor, esperando ver a su hermano, pero Tibro no estaba a la vista. En realidad, no había visto a su hermano desde que se habían separado enfadados ese mismo día.
Dimas, el padre, miró a su hijo y le dirigió una sonrisa. Después, haciendo una mueca, trató de volverse hacia Jesús:
—Acuérdate de mí, Jesús de Nazaret, cuando estés en tu gloria —dijo arrepentido. Jesús miró a Dimas.
—Yo te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
C
uando Simón comenzó el largo viaje de regreso a Cirene, no podía borrar de su mente los acontecimientos de Jerusalén. No eran solo los brutales azotes y ejecución de un hombre bueno y amable que tanto lo habían conmovido, sino la extraña sensación que tuvo bajo la mirada de Jesús cuando cargó sobre sí la cruz. Era como si le hubiese mostrado el futuro, no solo el suyo, sino el de la humanidad. En lo que solo debió de ser un instante, había visto cosas asombrosas que ahora no podía comprender. ¿Quién era él para tener esa notable visión? El no era de la raza ni de la religión de Jesús, ¿por qué le había afectado tanto?
Recordó las palabras del Rabí aquella noche ante la hoguera: «¿No somos todos de la raza humana?», y el aspecto que había tomado su piel, tan negra como la de Simón. Por supuesto, esto podía haber sido una jugarreta de la luz, porque las sombras habían ido ganando terreno en el jardín de Getsemaní.
—Simón —dijo una voz, interrumpiendo sus cavilaciones mientras avanzaba solo por la solitaria calzada.
Se detuvo y miró a su alrededor, con la vaga esperanza de que su amigo Dimas bar-Dimas viniese en busca de él.
—¿Sí? —contestó, pero no vio a nadie, por lo que se encogió de hombros y siguió andando por el duro camino.
—Simón.
Simón se dio la vuelta y de nuevo no vio a nadie. Sin embargo, en esta ocasión, cuando se volvió, pudo ver a alguien que le cerraba el paso. Por un momento, no reconoció al hombre. Después, con un grito ahogado, se dio cuenta de que estaba viendo a Jesús.
—¡No, no puede ser! —Simón cayó de rodillas, musitando el nombre del Rabí.
—Levántate, Simón —dijo Jesús—. ¿No te dije que iríamos juntos de nuevo?
—Señor mío, perdona mis dudas —susurró Simón, temeroso de mirarlo.
—En mis tribulaciones, utilizaste tu túnica para enjugar la sangre de mis ojos. Mira ahora esa prenda, Simón.
Simón había agarrado firmemente el trozo de tela rasgado durante la crucifixión, descubriendo más tarde que todavía lo tenía fuertemente asido en el puño. Estaba tan empapado de sangre que pensó tirarlo. Pero algo le había impulsado a conservarlo, como si no quisiera separarse de Jesús. Esa mañana, lo había metido en su equipaje; ahora abrió este y lo sacó.
—Ábrelo —dijo Jesús— y fíjate en el signo.
La tela medía unos diez centímetros cuadrados y estaba tiesa por la sangre seca cuando Simón la desdobló. Miró la tela y después dirigió una mirada interrogante a Jesús, que se limitaba a sonreír. Cuando Simón miró la tela por detrás, sus ojos se ensancharon asombrados, porque la parduzca sangre incrustada estaba tomando un tono rojizo y humedeciéndose de nuevo. Empezó a caer de la tela al suelo, a los pies de Simón, dejando el tejido de un blanco lustroso, un blanco más brillante de lo que había sido la tela el día en que la tejieron.
No cayó toda la sangre. Parte de lo que había sido una forma caprichosa aparecía ahora en forma de un símbolo extraño, desconocido. El extremo superior parecía una luna creciente, tumbada, con los picos hacia arriba y tocándose estos en el extremo. Centrada en el círculo que formaba la luna, había una estrella de cinco puntas; cada una de las dos puntas inferiores se prolongaba en una especie de rayo de luz y formaba una pirámide con la línea horizontal de la base. Conectando la base con el círculo en creciente se veía una cruz en forma de «T», muy parecida a la que soportó a Jesús en el Gólgota.
—¿Qué… qué es esto tan asombroso?
—Trevia Dei: las tres grandes vías hacia Dios, que son una —dijo Jesús—. Es un símbolo de los diferentes caminos que tomarán los hombres en busca de su Padre.
—No comprendo.
Alargando la mano, Jesús tocó el antebrazo de Simón y después su corazón. Simón notó una sensación de cosquilleo y después se encontró rodeado por una burbuja de luz. Todos sus sentidos se intensificaron: los colores se hicieron más vivos; los olores, más dulces; los sonidos, más resonantes; incluso la dura tierra se tornó deliciosa bajo sus pies.
Mirando aún la imagen de la tela, vio que el Trevia Dei se transformaba en tres símbolos separados que ascendían lentamente en el aire, alejándose cada uno de los demás. El símbolo superior se giró y formó una luna en creciente y la estrella. La pirámide se duplicó, cruzándose sobre sí misma y formando una estrella de seis puntas. Por último, la pieza horizontal de la cruz descendió, formando una cruz con cuatro brazos.
De repente, Simón se vio transportado a un tiempo y un lugar nuevos y, aunque la experiencia no se parecía en nada a lo que él pudiera concebir, no estaba asustado ni desconcertado. Desde una distante posición estratégica, vio una brillante bola azul suspendida en un negro vacío y supo, sin comprender cómo, que esta esfera era el hogar del hombre.
Al ampliarse su visión, pudo contemplar maravillosas máquinas aladas surcando el cielo como cuadrigas, ciudades resplandecientes con luces que nunca parpadeaban, edificios más altos que la Torre de Babel. Pero también vio a hombres y mujeres de piel tan oscura como la suya encadenados y apiñados en barcos de tráfico de esclavos, a miles de judíos llevados para ser masacrados en campos de muerte, a millones de hombres y mujeres de todas las razas y naciones muertos por terribles máquinas de guerra.
Por último, él mismo entró a formar parte de la imagen, no solo viéndola, sino sintiéndose físicamente presente en un gran templo, aunque diferente de cualquier estructura que hubiese visto nunca. Estaba de pie en una cámara enorme con un techo abovedado tan alto y ancho que sólo podía preguntarse qué le impedía caer al suelo.
Las paredes parecían recubiertas de oro, con increíbles estatuas y pinturas de Dios y de sus ángeles. Había imágenes de la cruz por todas partes y, en cada cruz, un hombre crucificado que parecía Jesús en espíritu, si no precisamente en la forma.
El templo estaba lleno de cientos de personas que se mantenían de pie en grupos ordenados en torno al santuario, muchas de las cuales llevaban opulentos ropajes rojos y la que estaba en el altar vestía completamente de blanco. Simón oyó el tenue murmullo de hombres y mujeres en oración y sintió un suave movimiento de aire que llevaba el aroma del incienso.
Parecía que nadie se percataba de la presencia de Simón, con su ropa de viajero cubierta de polvo, solo, en una de las naves que conducían al altar. Después, se dio cuenta de que alguien lo miraba, un hombre aislado entre la asamblea. Simón se volvió hacia el hombre, cuyo porte y curiosa vestimenta negra con un cuello blanco rígido eran mucho más sencillos que los de los demás. Este hombre tenía algo que salvaba el largo período de tiempo entre ellos y sus ojos se fundieron en un mutuo reconocimiento.
Simón alargó su mano y este hombre de elegante sencillez repitió el gesto. Después, cuando Simón dio un primer paso hacia él, la imagen comenzó a difuminarse, la gran catedral abovedada brillando como niebla desapareció, hasta que, de nuevo, Simón se encontró en el camino de Jerusalén.
Simón miró la tela que tenía en las manos. La estrella y el creciente, la estrella de David y la cruz habían vuelto a unirse en el símbolo de color rojo sangre que Jesús había llamado Trevia Dei.
—¿Has visto? —preguntó Jesús.
—Sí, Señor —respondió Simón—. No sé por qué he sido escogido para ver unas cosas tan asombrosas, pero las he visto y nunca las olvidaré.
—En su momento, verás y entenderás más, porque el Trevia Dei te lo enseñará —le dijo Jesús—. Es un signo para el viaje del hombre hacia Dios. Te he escogido, Simón, para que seas el guardián de este signo hasta que ya no seas capaz de serlo. Entonces, tendrás que buscar a alguien que sea digno, quien, a su vez, buscará a otro que lo pasará a otro y así durante cincuenta generaciones… hasta el momento en el que el Trevia Dei tenga que ser revelado.
—Sí —replicó Simón, mirando de nuevo el maravilloso símbolo sobre la tela—. Lo haré como dices, Señor mío, siempre…
Se levantó un leve susurro de viento y Simón levantó la vista, descubriendo que de nuevo estaba solo. Durante un instante, pensó que todo había sido un sueño, pero vio en sus manos la tela con el Trevia Dei y se desvanecieron todas sus dudas. Cayó en el suelo, haciendo una oración de acción de gracias por haber sido elegido y otra de súplica para ser digno de tan gran confianza.
E
l padre Michael Flannery estaba de pie, en medio de la asamblea reunida en la gran nave, a más de medio camino de la salida de la misma, observando el espectáculo y la grandiosidad de la misa de pontifical. Era una función casi tan antigua como la misma cristiandad a la que Flannery había asistido muchas veces, pero nunca dejaba de conmoverlo porque, en tales ocasiones, cobraban vida hasta las mismas piedras de la basílica de San Pedro.
A Flannery no le costaba imaginarse las vestiduras púrpura de los cardenales como la sangre de la Iglesia, como la sangre de Cristo. Eran el vino del sacramento.
«Esta es mi sangre de la nueva alianza que se derrama por vosotros».
El nuevo papa, vestido de blanco, que llevaba en la sede de san Pedro solo un año, era el Corpus Christi, el cuerpo de la Iglesia.
«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros».
Flannery hizo un esfuerzo para oír las palabras del Santo Padre.«¡Oh Cristo resucitado!, origen de una vitalidad nueva, capaz de ablandar hasta los corazones más endurecidos y de renovar el valor de quienes han perdido su rumbo, Señor y Redentor de la raza humana, ilumina y guía a los pacificadores. ¡Oh, vencedor de la muerte!, da fortaleza a quienes establecen la justicia y la paz en el mundo, especialmente en Tierra Santa, donde las esperanzas de una coexistencia pacífica siguen comprometidas por espíritus desorientados que recurren a la fuerza y la violencia».
Fuerza y violencia
, pensó Flannery. Las bombas de los terroristas y los helicópteros de ataque israelíes quizá sean diferentes por su método de la fuerza y la violencia perpetradas en Tierra Santa hace dos mil años, pero no hay diferencia en el odio que han generado, como tampoco hay diferencia alguna en cuanto a las muertes provocadas por unos corazones endurecidos. Y lo que repugnaba al espíritu de Flannery era que los acontecimientos más vitriólicos se debían a la intolerancia religiosa.
Mientras Flannery reflexionaba sobre estas cosas, se percató de un brillante resplandor dorado en la cercana nave lateral. Al principio, le pareció una ilusión producida por la luz, la interacción de rayos divergentes de la luz solar. Miró alrededor buscando el origen, pero no vio nada y, cuando se volvió hacia el resplandor, había desaparecido. En su lugar estaba un hombre, un hombre negro de complexión fuerte, vestido con una ropa sencilla y basta.
No era una aparición, sino un ser humano de carne y hueso que miraba asombrado la catedral. Y no era la clase de asombro que Flannery había visto en muchos peregrinos que llegaban por vez primera al Vaticano, sino el de una persona que estaba viendo más de lo que su experiencia vital le había preparado para contemplar. Y el hombre tenía algo más, algo que trascendía su expresión de sobrecogimiento… una paz que superaba toda comprensión. Flannery se sintió atraído por él como nunca se había sentido atraído por otro ser humano; era una poderosa conexión que parecía surgir de sus mismas almas.