Read El manipulador Online

Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (69 page)

BOOK: El manipulador
9.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No puede ser, Desmond. Me temo que los del Ministerio de Asuntos Exteriores están tomando el asunto en sus manos. Después de todo, ellos corren con todos los gastos, de conformidad con el Ministerio del Interior. La Alta Comisión de Nassau se ha puesto de acuerdo con la Policía de las Bahamas para que éstos les presten el apoyo forense necesario. Estoy seguro de que serán buenos.

—¿Y la autopsia? ¿También se encargarán ellos?

—No —contestó el comisario jefe en tono tranquilizador—. Enviaremos a Ian West a Nassau para que él se encargue. El cadáver se encuentra aún en la isla. Tan pronto como le hayas echado una ojeada, embárcalo para Nassau en una caja para fiambres. Ian irá veinticuatro horas más tarde. Cuando él llegue a Nassau, deberás tenerle el cadáver preparado para que se ponga a trabajar.

Hannah emitió un gruñido. Era evidente que se había apaciguado. A fin de cuentas, con el doctor Ian West tendría uno de los mejores especialistas en patología forense del mundo.

—¿Por qué no puede ir directamente Ian a ese lugar llamado Sunshine y hacer la autopsia
in situ
? —preguntó el superintendente Hannah.

—No hay depósito judicial de cadáveres allí —le explicó, paciente, el comisario jefe.

—En ese caso, ¿dónde demonios se encuentra el cadáver ahora?

—Eso es algo que ignoro.

—¡Maldita sea! —exclamó Hannah—. Ya estará medio descompuesto para cuando yo llegue.

El superintendente no podía saber que el cuerpo de Sir Marston no estaba medio descompuesto, sino sólido como una roca. El doctor West no podría haber hundido su bisturí en él.

—Quiero que se haga allí el análisis balístico —dijo Hannah—. Si encuentro las balas o los casquillos de los proyectiles, quiero que Alan se encargue de ellos. Los proyectiles sirven a veces para aclararlo todo.

—Está bien —asintió el comisario jefe—, explica a los de la Alta Comisión que los necesitamos aquí y que los envíen por valija diplomática. Y ahora, ¿por qué no aprovechas para desayunar como Dios manda? El coche que vendrá a recogerte estará aquí a las nueve. Tu inspector jefe de detectives llevará el maletín de homicidios. Te encontrarás con él en el automóvil.

—¿Y qué pasa con los de la Prensa? —preguntó Hannah cuando se disponía a salir del despacho.

—Armarán la de Dios es Cristo, me temo. Aún no ha salido el asunto en los periódicos. La noticia no llegó hasta primeras horas de la madrugada. Pero todas las agencias de noticias están ocupándose del caso. Sólo Dios sabe cómo diablos han logrado enterarse tan pronto. Puede que en el aeropuerto se encuentren algunos de esos reptiles, tratando de ir en el mismo vuelo que tú.

Unos minutos antes de que diesen las nueve, Desmond Hannah se presentaba con su equipaje en el patio interior del edificio, donde un «Rover», con un sargento uniformado al volante, le estaba esperando. Hannah echó una mirada a su alrededor para ver si se encontraba allí Harry Wetherall, el inspector con quien había trabajado hacía unos tres años. No lo vio por ninguna parte. Al poco rato, un hombre de rostro sonrosado, y que tendría unos treinta años de edad, apareció a todo correr. Llevaba el maletín de homicidios, una maletita que contendría toda una variedad de tapones, vendas, cápsulas, ampollas, bolsitas de plástico, rascadores, botellitas, pinzas y sondas, que componen los instrumentos básicos de ese oficio que consiste en descubrir, manipular y conservar indicios.

—¿Mr. Hannah? —preguntó el joven.

—¿Quién es usted?

—El detective inspector Parker, señor.

—¿Dónde está Wetherall?

—Me temo que enfermo, señor. Gripe asiática o algo por el estilo. El oficial de servicio me pidió que le sustituyese. Siempre tengo mi pasaporte dispuesto en un cajón de mi escritorio, por si las moscas. Es algo realmente estupendo poder trabajar con usted, señor.

«¡Maldito Wetherall!» pensó Hannah, maldiciendo de paso sus ojos, que veían aquello.

Hicieron el viaje a Heathrow manteniendo un prolongado silencio. Finalmente, sólo Hannah conservó el silencio. El inspector Parker («Puede llamarme Peter, de verdad».) se puso a hacer gala de sus conocimientos sobre la zona del Caribe. Había estado allí dos veces con el Club Méditerranée.

—¿Ha estado alguna vez en el Caribe, señor? —preguntó Parker.

—No —contestó Hannah, que se sumió de nuevo en el silencio.

En el aeropuerto de Heathrow les estaban esperando. El maletín de homicidios no pasó por el aparato de rayos X, donde hubiese causado un vivo interés. En vez de tener que someterse a las formalidades habituales, un oficial les acompañó por los controles de pasaporte y aduana y les condujo directamente a la sala de espera de primera clase.

Los de la Prensa ya habían sido alertados, en efecto, aunque Hannah no advirtió la presencia de los periodistas hasta que no se halló a bordo del avión. Dos agencias de noticias con dinero para gastar habían persuadido a algunos pasajeros para que les cediesen sus asientos y viajasen en otro vuelo posterior. Varios se afanaban por conseguir plaza en los dos aviones que despegaban de Miami por la mañana, mientras que sus oficinas ya estaban contratando, por si acaso, aviones de alquiler para hacer el trayecto de Miami a Sunshine. La «BBC TV», la «Independent TV News» y la «British Satellite Broadcasting» se hallaban organizando sus equipos de cámaras para enviarlos a las islas Barclay, mientras mandaban de avanzadilla a sus reporteros. En aquel tumulto se encontraban también los equipos de reporteros y fotógrafos de los cinco principales periódicos del país.

En la sala de espera, Mr. Hannah fue abordado por un joven jadeante y con pinta de recluta, que se presentó a sí mismo, como enviado del Ministerio de Asuntos Exteriores, al que pertenecía. Llevaba una carpeta voluminosa.

—Hemos recopilado algunos datos esenciales para su información —dijo el joven a Hannah, mientras le entregaba la carpeta—. Algo de geografía, economía y población de las islas Barclay; en fin, ese tipo de cosas. Y, por supuesto, también un informe sobre los entretelones de la actual situación política en las islas.

A Hannah le dio un vuelco el corazón. Un decente asesinato doméstico solía resolverse por sí mismo en pocos días. Pero si el asunto era de índole
política

En ese momento les llegó el aviso de embarque.

Después de despegar, el irrefrenable Parker encargó champaña a la azafata y se puso a responder preguntas sobre sí mismo con gran placer. Tenía veintinueve años, muy joven para ser ya un detective inspector, y estaba casado con una mujer llamada Elaine que trabajaba como agente de la propiedad inmobiliaria. Vivían en la nueva y elegante zona residencial de Dockland, pegados al Canary Wharf. Su pasión era un automóvil deportivo «Morgan 4x4», aunque Elaine conducía un «Ford Escort GTI».

—Descapotable, por supuesto —puntualizó Parker.

—Por supuesto —murmuró Hannah.

«Y yo, con una cucaracha diminuta —pensó—. ¿Así que dobles ingresos y ningún niño? ¡Menudo pájaro de altos vuelos!»

Parker había pasado directamente del instituto a una Universidad recién fundada, en la que se graduó. Había iniciado sus estudios en PFE (políticas, filosofía y económicas), pasándose luego a leyes. Al salir de la Universidad había ingresado directamente en la Policía metropolitana, y, después del aprendizaje previo obligatorio, había trabajado durante un año en las zonas residenciales de las afueras de Londres antes de asistir a los cursillos especiales de la Academia de Policía de Bramshill. De allí, había estado, durante cuatro años, en la Commisioner’s Force Planning Unit.

Se encontraban ya sobrevolando County Cork cuando Hannah cerró la carpeta del Ministerio de Asuntos Exteriores y preguntó amablemente:

—¿Y en cuántas investigaciones de homicidios ha participado hasta la fecha?

—Bien, ésta será la primera, de momento. Por eso me alegré tanto de haber estado disponible esta mañana. No obstante, durante mis horas libres me dedico a estudiar criminología. Opino que es muy importante poder entender la mentalidad del criminal.

Desmond Hannah volvió el rostro para mirar por la ventanilla, mientras sentía que se hundía en la más absoluta miseria. Tenía un gobernador muerto, unas elecciones pendientes en las islas, un equipo forense de las Bahamas y, para colmo, un detective inspector bisoño que pretendía entender la mentalidad de los criminales. Después del almuerzo se quedó adormilado durante todo el trayecto hasta Nassau. También intentó olvidar la presencia de los periodistas. Al menos hasta Nassau.

Quizá la noticia que la «Associated Press» había dado la noche anterior con tanta prontitud llegara demasiado tarde a Londres y los periódicos británicos, con sus cinco horas de desventaja, no tuvieron la oportunidad de difundirla, pero sí llegó justo a tiempo para que los redactores del
Miami Herald
la incluyeran en su periódico antes de que pasara a impresión.

A las siete de la mañana, Sam McCready se encontraba cómodamente sentado en el balcón de la habitación del hotel, saboreando esa primera taza de café que solía tomar antes del desayuno mientras contemplaba el azulado mar, cuando percibió el ruido familiar que el
Miami Herald
producía a! ser deslizado por debajo de la puerta.

Cruzó la habitación en un par de zancadas, recogió el periódico del suelo y volvió al balcón. La noticia de la «Associated Press» aparecía en la parte inferior de la primera plana, de la que habían retirado una historia acerca de una langosta que había batido todos los récords, con el fin de dejarle espacio. La noticia reproducía textualmente el comunicado de la «Associated Press» referente a los informes no confirmados. En los titulares se decía escuetamente:

¿ASESINADO UN GOBERNADOR BRITÁNICO?

McCready leyó y releyó la noticia varias veces.

—¡Qué asunto tan desagradable! —murmuró.

Entonces fue al cuarto de baño para afeitarse, ducharse y arreglarse. A las nueve de la mañana despedía a su taxi delante del Consulado británico. Entró en él y se presentó a sí mismo… como Mr. Frank Dillon, del Ministerio de Asuntos Exteriores. Tuvo que esperar una media hora al cónsul, el cual le recibió en seguida. A las diez había obtenido aquello por lo que había ido: una línea de seguridad telefónica con la Embajada británica en Washington. Habló durante veinte minutos con el jefe de la delegación del Servicio Secreto de Inteligencia británico, el SIS, un compañero al que conocía de los días que habían pasado juntos en Londres, y con el cual había estado la semana anterior en el seminario de la CÍA.

—Pienso que podría darme un salto hasta allí —sugirió McCready.

—No se trata precisamente de un asunto que nos concierna, ¿no te parece? —sugirió el jefe de la delegación del SIS.

—Es probable que no, pero quizá merezca la pena echarle un vistazo. Necesitaré algunos fondos, y también un comunicador.

—Lo arreglaré con el cónsul. ¿Puedes ponerme con él?

Una hora después, McCready salía del Consulado con un buen fajo de dólares, por el que había firmado un recibo, y con un maletín en el que llevaba un teléfono portátil y un codificador, que le permitirían efectuar llamadas de seguridad al Consulado en Miami, sabiendo que serían transmitidas de inmediato a Washington.

Volvió al «Hotel Sonesta Beach», hizo las maletas, pagó su cuenta y llamó a una compañía de alquiler de aviones para que le tuviesen uno preparado en el aeropuerto. Los de la compañía le confirmaron la salida para las dos de la tarde en un vuelo que le llevaría a Sunshine en noventa minutos.

Eddie Favaro también se había levantado temprano esa mañana. Acababa de decidir que sólo había un lugar por el que podría comenzar: los patrones que alquilaban embarcaciones para ir de pesca y a quienes encontraría en los muelles. Donde quiera que Julio Gómez hubiese disfrutado las vacaciones, era seguro que una gran parte de las mismas tenía que haberla pasado en ese lugar.

Al no disponer de un medio de transporte propio, se dio un paseo hasta los muelles. No quedaban lejos. En casi todas las paredes y árboles que vio a su paso había carteles instando a los isleños a votar por alguno de los dos candidatos. Los rostros de ambos hombres, uno de ellos un mestizo de aspecto elegante y distinguido, el otro un hombre alto, corpulento y jovial, le contemplaban con expresión inquisidora desde los carteles de propaganda.

A muchos de ellos, alguien les había dado la vuelta para dejar a los candidatos cabeza abajo o les habían desfigurado el rostro, sin que nadie pudiese decir si la broma había sido gastada por chiquillos o por los simpatizantes del partido contrario. En todos los carteles se advertía el trabajo de impresores profesionales. En la fachada de una tienda situada cerca de los muelles vio un mensaje de tipo bien distinto, pintado con caracteres toscos. Rezaba:

QUEREMOS UN REFERÉNDUM

Cuando pasó por delante de la tienda, un jeep negro, con cuatro personas dentro, pasó por su lado a gran velocidad.

El jeep se detuvo entre chirridos de frenos. Los cuatro hombres, que se distinguían por una expresión ruda en sus rostros, llevaban camisas de múltiples colores y gafas de sol oscuras, que les ocultaban los ojos. Las cuatro cabezas negras se quedaron vueltas hacia la consigna pintada en la pared y luego giraron en dirección a Favaro como si éste fuese el responsable de aquello.

Favaro se encogió de hombros, como si dijese: «Eso nada tiene que ver conmigo.» Los cuatro rostros impasibles le siguieron con la mirada hasta que dio la vuelta a la esquina. Escuchó alejarse al jeep, cuyo conductor había acelerado a fondo, haciendo rascar el embrague.

En el muelle de los pescadores se encontró con varios grupos de personas que estaban discutiendo la misma noticia que había tenido ocupados a los que vio en el vestíbulo del hotel. Interrumpió a uno de los grupos para preguntar quiénes alquilaban sus embarcaciones a los turistas que iban de pesca. Uno de los hombres le indicó el final del muelle, donde vio a un pescador atareado en su bote.

Favaro cruzó el muelle y comenzó sus pesquisas. Mostró una fotografía de Julio Gómez al pescador. El hombre asintió con la cabeza.

—Por supuesto —dijo—, estuvo aquí la semana pasada. Pero fue a pescar con Jimmy Dobbs. Allí está la barca de Jimmy, la
Gulf Lady
.

No encontró a nadie en ella. Se sentó en un noray y se puso a esperar. Al igual que todos los policías, Favaro sabía que debería armarse de paciencia. Recopilar información en cuestión de segundos era algo que se quedaba para los telefilmes policíacos. En la vida real, se pasaban la mayor parte del tiempo esperando. Jimmy Dobbs apareció a las diez de la mañana.

BOOK: El manipulador
9.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Awakening by Jenna Elizabeth Johnson
Point Blank by Hart, Kaily
El odio a la música by Pascal Quignard
Dark Melody by Christine Feehan
Elena Undone by Nicole Conn
The Dream Catcher by Marie Laval
SHAFTED: an erotic thriller by Hayden, Rachael
Safe With Me by Amy Hatvany