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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (68 page)

BOOK: El manipulador
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Por último, Haverstock optó por telefonear a la Alta Comisión de Nassau y explicarles de palabra lo sucedido. A los veinte minutos, el primer secretario, hecho una furia, le telefoneaba para confirmar la noticia, escuchó las explicaciones del teniente y le ordenó en tono crispado que cerrase el palacio de la gobernación a cal y canto y permaneciese firme en su puesto, custodiando la plaza, hasta que le llegasen refuerzos de Nassau o de Londres. A continuación, el primer secretario envió por radio un mensaje codificado, clasificado como
Top Secret
, al Ministerio de Asuntos Exteriores en Londres. Eran las seis de la tarde y la noche había caído en la zona del Caribe. A las once de la noche, hora de Londres, llegó el mensaje a manos del oficial que hacía la guardia nocturna. Éste llamó por teléfono a un alto oficial del Departamento de Asuntos del Caribe, a su domicilio particular en Chobham, y la maquinaria se puso en marcha.

En Sunshine, la noticia se extendió en menos de dos horas por todo Port Plaisance, y un radioaficionado, en su habitual transmisión nocturna, se la comunicó a un amigo en Washington, con quien compartía el entusiasmo por la radio. El radioaficionado de la capital estadounidense, siendo como era un ciudadano interesado en el bienestar público, telefoneó a los de la «Associated Press», los cuales se mostraron algo escépticos, aunque acabaron por transmitir la noticia, que empezaba con las siguientes palabras:

El gobernador del Territorio Dependiente británico del Caribe, conocido como las islas Barclay, ha sido presuntamente muerto a tiros esta tarde por una persona desconocida, según informes confidenciales, no confirmados, que nos han llegado de ese grupo de islas…

El comunicado, escrito por un subdirector de redacción que hacía la guardia nocturna y que había consultado un mapa a gran escala con ayuda de una potente lupa, se explayaba a continuación en enjundiosas explicaciones sobre dónde se encontraban esas islas y cuáles eran sus peculiaridades.

En Londres, los de la agencia de noticias «Reuter» se enteraron de la historia gracias a un teletipo enviado por sus rivales, y trataron de obtener una confirmación del Ministerio de Asuntos Exteriores, llamando a sus dependencias a esas altas horas de la madrugada. Poco antes del amanecer, el Ministerio de Asuntos Exteriores británico reconocía haber recibido un mensaje a tal efecto y anunciaba que ya se estaban dando los pasos necesarios.

Esos pasos necesarios consistían en sacar de su cama a un número considerable de personas repartidas en distintos distritos londinenses y en localidades cercanas a la capital. Los satélites controlados por la Oficina Nacional de Reconocimiento de Estados Unidos advirtieron que se estaba produciendo un intenso tráfico de las comunicaciones radiofónicas entre Londres y su Alta Comisión de Nassau, y las obedientes máquinas transmitieron esa información a la Agencia Nacional de Seguridad en Fort Meade. Éstos, por su parte, informaron a la CÍA, donde ya se sabía la noticia, debido a que habían leído el comunicado de la «Associated Press». Una tecnología valorada en unos mil millones de dólares se puso a trabajar febrilmente durante tres horas después de que un radioaficionado, con un equipo de fabricación casera, transmitiera la noticia desde una cabaña situada en la falda del monte Spyglass, a otro radioaficionado que se encontraba en Chevy Chase.

En Londres, el Ministerio de Asuntos Exteriores alertó al del Interior, y los que allí estaban de guardia llamaron y despertaron a Sir Peter Imbert, comisionado de la Policía metropolitana, pidiéndole que enviase de inmediato a un detective jefe. El comisionado, a su vez, despertó a Simón Crawshaw, de la División de Operaciones Especiales, el cual se puso en contacto con el comisario jefe de la Brigada Superior de Investigación Criminal.

El comisario jefe telefoneó a la Oficina de Reserva, que permanece de guardia las veinticuatro horas del día.

—¿Quién está de servicio? —preguntó.

El sargento de guardia de la Oficina de Reserva consultó su lista en New Scotland Yard. La Oficina de Reserva de Scotland Yard es una pequeña dependencia cuyo único deber es mantener en todo momento actualizada una lista en la que figuran los jefes de detectives que se encuentran disponibles cuando son requeridos a la mayor brevedad posible en el caso de que surja la urgente necesidad de prestar asistencia a la Policía fuera del área metropolitana. La lista la encabeza el detective que tiene la obligación de presentarse a la hora de ser requerido. El siguiente que aparece en ella es el oficial que ha de apersonarse dentro de un plazo de seis horas, y el tercero es aquel que dispone de un plazo de veinticuatro horas para acudir al requerimiento.

—El superintendente jefe de detectives Craddock, señor— contestó el sargento de guardia.

Pero en seguida el sargento advirtió una nota escrita al margen de la lista y añadió:

—¡Oh, no, señor, lo siento! Tiene que comparecer ante el Tribunal Superior de Justicia de Old Bailey, a las once de la mañana para prestar declaración.

—¿Quién es el siguiente? —vociferó el comisario jefe desde su casa en West Drayton, localidad situada en las inmediaciones del aeropuerto de Heathrow.

—Hannah, señor.

—¿Y quién es su detective inspector?

—Wetherhall, señor.

—Diga a Mr. Hannah que me telefonee a mi casa. De inmediato —ordenó el comisario jefe.

Poco después de las cuatro de la madrugada de una mañana desagradable y oscura de diciembre, el teléfono colocado sobre una mesilla de noche en una casa de Croydon sonaba, despertando al superintendente jefe de detectives Desmond Hannah. Escuchó lo que el sargento de guardia de la Oficina de Reserva tenía que comunicarle y, siguiendo las instrucciones recibidas, marcó un número telefónico de West Drayton.

—¿Bill? Aquí Hannah. ¿Qué ocurre?

Escuchó durante cinco minutos, y preguntó:

—Dime, Bill, ¿dónde demonios se encuentra la isla de Sunshine?

A lo lejos, en la isla, el doctor Caractacus Jones, una vez examinado el cuerpo del gobernador, había dictaminado la muerte. La noche había envuelto el jardín en sus tinieblas, por lo que el médico se veía obligado a trabajar a la luz de unas antorchas. No se trataba de que pudiese hacer gran cosa. Era un médico de medicina general y no un especialista en patología forense. Cuidaba lo mejor que podía de la salud general de los habitantes de la isla, y disponía de un modesto equipo quirúrgico con el que prestaba los primeros auxilios en caso de heridas y contusiones. Durante su vida había ayudado a traer más niños al mundo de lo que era capaz de recordar y había practicado un número diez veces superior de extracciones de anzuelos. En su calidad de médico estaba habilitado para extender un certificado de defunción, y en su calidad de juez instructor y de Primera Instancia podía extender el certificado para el entierro. Pero jamás había practicado la autopsia a un gobernador, y no tenía la más mínima intención de comenzar a hacerlo.

Las heridas y las enfermedades graves que requerían operaciones difíciles eran tratadas siempre en Nassau, donde disponían de un flamante y moderno hospital, dotado con todo el equipo necesario para realizar operaciones y autopsias. El doctor Caractacus Jones tampoco disponía de un depósito de cadáveres.

Cuando el reconocimiento médico ya terminaba, el teniente Haverstock volvió del despacho privado del difunto gobernador.

—Nuestra gente en Nassau informa que Scotland Yard nos envía a un alto oficial de su Departamento —anunció, solemne el inspector—. Hasta su llegada tenemos que dejar todo tal como estaba.

El inspector jefe Jones había apostado a un alguacil delante de la puerta de entrada para que dispersase a los curiosos, que habían empezado a aparecer ante la fachada principal del palacio de la gobernación. El inspector había registrado el jardín y descubierto la puerta de hierro por la que debía de haber entrado el asesino y por la que, al parecer, se habría dado a la fuga. El asesino, en su huida, había cerrado la puerta lo que explicaba por qué el teniente Haverstock no se había percatado de ese detalle. El inspector jefe había dejado apostado allí también a un segundo alguacil, con la orden estricta de que alejase de esa puerta a cualquiera que pretendiera acercarse. Podría contener huellas dactilares, que luego el hombre enviado por Scotland Yard necesitaría.

Afuera, en la oscuridad, el alguacil se sentó sobre la hierba, con la espalda recostada contra el muro, y pronto quedó sumido en profundo sueño.

Entretanto, dentro del jardín, el inspector jefe Jones anunciaba:

—Todo ha de quedar tal como está. El cuerpo no ha de ser movido.

—Pero, muchacho, no seas imbécil —le dijo su tío—. Se descompondrá. De hecho, ya se está descomponiendo.

Su tío tenía razón. Debido al calor reinante en la zona del Caribe, los muertos suelen ser enterrados dentro de las veinticuatro horas siguientes a su defunción. La alternativa a esto es indecible. Un enjambre de moscas zumbaba ya sobre el pecho y los ojos del cadáver. Los tres hombres se pusieron a considerar el problema. Jefferson se encontraba en esos momentos atendiendo a Lady Moberley.

—No habrá más remedio que llevarlo a la fábrica de hielo —dijo finalmente el doctor Caractacus Jones—. No nos queda otra elección.

Los otros convinieron en que el médico tenía razón. La fábrica de hielo, a la que alimentaba el generador municipal, se encontraba al final de los muelles. El teniente Haverstock levantó al difunto por los hombros, y el inspector jefe Jones, por los pies. Con algunas dificultades, los dos lograron manejar aquel cuerpo, que aún estaba flácido; lo subieron por las escaleras, pasaron luego por el salón, desde donde lo llevaron a través del despacho hasta sacarlo al vestíbulo principal. Lady Moberley asomó la cabeza por el umbral de la puerta de su dormitorio, miró por encima de la balaustrada cuando conducían el cadáver de su marido por el vestíbulo, emitió una serie de «¡Oh…, oh…, oh…, oh!», y se retiró de nuevo a sus habitaciones privadas.

Ya en el vestíbulo, cayeron en la cuenta de que no podían ir cargados con el cadáver de Sir Marston durante todo el trayecto hasta los muelles. Por unos momentos tuvieron en consideración la posibilidad de meterlo en el maletero del «Jaguar», pero la rechazaron por considerar que era demasiado pequeño, y no resultaba muy decoroso.

Por último hallaron la solución en el «Land Rover» de la Policía. Hicieron lugar en la parte trasera del vehículo y allí colocaron el cadáver del gobernador. Incluso habiéndole puesto con los hombros descansando contra la parte posterior de los asientos delanteros, las piernas del difunto sobresalían por encima del portón trasero. El doctor Jones empujó al difunto por los pies, hasta lograr que las piernas quedaran recogidas dentro, y cerró el portón. El cuerpo de Sir Marston Moberley se desplomó entonces, cayéndose hacia delante de cabeza, como alguien que regresara de alguna fiesta demasiado prolongada durante la cual se hubiesen consumido grandes cantidades de alcohol.

Con el inspector jefe Jones al volante y el teniente Haverstock junto a él, el «Land Rover» se dirigió hacia el final de los muelles, seguido por la inmensa mayoría de la población de Port Plaisance. Una vez allí, en medio de una gran ceremonia, Sir Marston fue introducido en una de las cámaras de la fábrica de hielo, donde la temperatura se mantenía siempre muy por debajo de los cero grados centígrados.

El que había sido último gobernador de Su Majestad en las islas Barclay pasó su primera noche en el otro mundo cómodamente acostado entre un gordo pez espada y un exquisito atún de negras aletas. A la mañana siguiente, las expresiones de los tres tendrían mucho en común.

El amanecer, como es lógico, se produjo cinco horas antes en Londres que en Sunshine. A las siete de la mañana, cuando los primeros dedos rosados de la aurora que anunciaba el nuevo día acariciaban los tejados de la abadía de Westminster, el superintendente jefe de detectives Desmond Hannah se reunía a puerta cerrada con el comisario jefe Braiwaite en el despacho que este ultimo tenía en las dependencias del New Scotland Yard.

—Saldrá antes de las doce en el vuelo regular de la «British Airways» que parte de Heathrow para Nassau —dijo el comisario jefe—. Ya le tenemos reservados los billetes en primera clase. En el avión no quedaban plazas libres, por lo que hemos tenido que dejar a una pareja en tierra.

—¿Y los del equipo? —preguntó Hannah—. ¿Irán en primera o en clase turista?

—¡Ah, los del equipo, claro! Pues bien, Desmond, el equipo le será facilitado en Nassau. Los del Ministerio de Asuntos Exteriores se están encargando de solucionar eso.

Desmond Hannah empezó a sospechar que allí había gato encerrado. Era un hombre de cincuenta y un años de edad, un perseguidor de ladrones de la vieja escuela, que se había labrado una carrera subiendo en el escalafón peldaño tras peldaño, habiendo comenzado de
bobby
, como es lo habitual, comprobando puertas y cerraduras por las calles de Londres, ayudando a las ancianas a cruzar la calzada y orientando a los turistas, hasta haber alcanzado el rango de superintendente jefe de detectives. Todavía le quedaba un año para el retiro de la Policía, y su destino, al igual que muchos otros compañeros, sería el de aceptar un cargo menos agobiante como agente de seguridad en alguna empresa privada.

Sabía que jamás llegaría a comisario jefe, mucho menos dadas sus condiciones actuales, ya que hacía cuatro años había sido trasladado a la Sección de Homicidios, en la Brigada Superior de Investigación Criminal de la División de Operaciones Especiales, una especie de pozo conocido como el «cementerio de los elefantes». Uno entraba allí hecho un toro fornido y salía convertido en un montón de huesos.

No obstante, al superintendente jefe de detectives Hannah le gustaba el trabajo bien hecho. Para cualquier misión, sobre todo si ésta se desarrollaba al otro lado del océano, el jefe de una brigada de detectives especializados en homicidios espera que se le otorgue un equipo de refuerzo integrado por al menos cuatro personas: un oficial encargado de la escena del crimen o SOCO con un rango no inferior al de sargento; un sargento responsable de los contactos con el laboratorio de criminología; un fotógrafo y un especialista en huellas dactilares. El aspecto forense podía ser de importancia crucial, como lo era, en efectivo, en la mayor parte de los casos.

—Quiero que sean de aquí, Bill.

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