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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (33 page)

BOOK: El manipulador
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Roth también se había puesto de pie.

—Sam, ¿puedo hablar contigo un momento? En privado. Afuera. —Se dirigió a la puerta.

Orlov volvió a tomar asiento y se quedó mirando el suelo con expresión desconsolada. McCready se levantó y siguió a Roth. Daltry y Gaunt permanecieron sentados frente a sus mesas, mientras contemplaban la escena con los ojos muy abiertos. El joven agente de la CÍA que operaba la grabadora la desconectó. Roth no dejó de caminar hasta que no salió al descampado que había detrás del edificio. Entonces se volvió hacia McCready.

—¡Sam! ¿Qué demonios te crees que estás haciendo?

McCready se encogió de hombros.

—Sólo intento establecer la buena fe de Orlov —contestó—. Por eso estoy aquí.

—Vamos a aclarar las cosas de una vez por todas —replicó Roth con acritud—. Tú no estás aquí
en absoluto
para establecer la buena fe del
Trovador
. Eso se ha hecho ya. En Estados Unidos. Una y otra vez. Estamos satisfechos, el hombre es auténtico, se esfuerza todo lo posible por recordar. Tú estás aquí, por cortesía del director de la CÍA, para compartir el material del
Trovador
. Eso es todo.

McCready se quedó mirando con expresión soñadora los ondulantes campos de trigo que se extendían al otro lado de la alambrada de la base.

—¿Y cuánto crees que vale ese material en realidad, Joe?

—Mucho. Como él ha dicho, se trata de pormenores sobre los desplazamientos de tropas soviéticas, el armamento que utilizan, las redes de espionaje, la planificación…

—Todo lo cual puede ser cambiado con gran rapidez y facilidad —murmuró Sam—. En el caso de que sepan que él iba a contártelas.

—Y lo de Afganistán —insistió Roth.

McCready guardó silencio. No podía contar a su colega de la CÍA lo que
Recuerdo
le había dicho en el bar hacía tan sólo veinticuatro horas, pero aún podía escuchar en su mente aquella voz que murmuraba a su lado:

—Sam, ese hombre de Moscú, ese Gorbachov, sabéis muy poco de él todavía. Pero yo lo conozco. Cuando estuvo aquí para visitar a Mrs. Thatcher, antes de que lo nombrasen Secretario General del Partido, cuando sólo era otro miembro más del Politburó, yo fui el encargado de velar por su seguridad. Hablamos largo y tendido. Es un hombre poco común, muy abierto, franco. Me habló acerca de la
perestroika
, y del
glasnot
. ¿Y sabes lo que eso significará, amigo mío? Pues que dentro de dos años, en 1988 o quizás en el 89, todos esos detalles militares no tendrán ya la menor importancia. Él no se está preparando para atacar a través de la meseta central de Alemania. Está dispuesto a transformar toda la economía y la sociedad soviéticas. Fracasará, por supuesto, pero lo intentará. Retirará sus tropas de Afganistán, y de Europa Central. Todo lo que Orlov está contando a los norteamericanos será sólo material de archivo dentro de dos años. Pero la Gran Mentira, cuando llegue su hora, será muy importante. Durante una década, amigo mío. Espera que la Gran Mentira llegue. El resto no es más que un sacrificio de índole menor calculado por la KGB. Mis antiguos colegas saben jugar muy bien al ajedrez.

—¿Y las redes de agentes de Sudamérica? —inquirió Roth—. ¡Maldita sea, Sam! Los compañeros de México, Chile y Perú están encantados. Han apresado a un montón de agentes soviéticos.

—Todos gente reclutada en esos mismos países, simples agentes auxiliares —replicó McCready—. No hay ni un solo ruso de nacimiento entre ellos. Redes envejecidas, casi descubiertas, con agentes anquilosados, soplones de baja estofa. Todos ellos reemplazables.

Roth se le quedó mirando con expresión de incredulidad.

—¡Dios mío! —exclamó—. Piensas que es un impostor, ¿verdad? Crees que se trata de un agente doble. ¿Por qué, Sam? ¿No tendrás una fuente de información, un agente del que nada sabemos?

—En absoluto —repuso McCready categórico.

No le hacía ninguna gracia mentir a Roth, pero las órdenes eran las órdenes. De hecho, la CÍA había recibido siempre el material proporcionado por
Recuerdo
, pero en forma solapada y atribuyéndoselo a siete fuentes distintas.

—Lo único que quería era apretarle un poco las clavijas. Tengo la impresión de que trata de ocultar algo. Tú no eres tonto, Joe. Creo que en el fondo de tu corazón tienes el mismo presentimiento que yo.

El dardo dio en el blanco. Eso era exactamente lo que Roth pensaba. Hizo un gesto de asentimiento.

—De acuerdo, Sam. Vamos a tratarle con dureza. A fin de cuentas, no ha venido a pasar unas vacaciones. Y el tipo es duro. Volvamos adentro.

Reanudaron el interrogatorio a las doce menos cuarto. McCready volvió a abordar el tema de los agentes soviéticos en Gran Bretaña.

—Ya les he revelado la identidad de uno de ellos —dijo Orlov—. Si es que pueden dar con él en base a esos datos. El agente al que llamaban
Juno
. El que tenía su cuenta en el Banco Midland, de Croydon Street.

—Ya lo hemos localizado —replicó McCready con voz serena—. Se llama…, mejor dicho, se llamaba Anthony Milton-­Rice.

—Pues bien, ahí lo tienen ustedes —dijo Orlov.

—¿Qué quieres decir con eso de «se llamaba»? —intervino Roth.

—Está muerto.

—Yo no lo sabía —dijo Orlov—. Aquello fue hace varios años.

—Ése es otro de mis problemas —dijo Sam McCready en tono pesaroso—. El hombre no murió hace varios años, sino ayer por la mañana. Asesinado, liquidado justo una hora antes de que pudiésemos establecer un equipo de vigilancia a su alrededor.

Entonces se produjo un silencio embarazoso. De nuevo, Roth se puso de pie; se sentía ultrajado. Dos minutos después, los dos hombres se hallaban otra vez en el descampado de la parte de atrás del edificio.

—¿Pero qué coño piensas que estás haciendo, Sam? —estalló Roth—. Podrías habérmelo dicho.

—Quería ver cómo reaccionaba Orlov —replicó Sam con brusquedad—. Pensé que si te lo decía, tú mismo le darías la noticia. ¿Te has fijado en su reacción?

—No, yo miraba hacia ti.

—Pues no la hubo —dijo McCready—. Yo imaginaba que se sorprendería de lo lindo. Que se preocuparía al menos. Que pensaría en las posibles implicaciones.

—Tiene nervios de acero —dijo Roth—. Es todo un profesional. Si él no quiere entrever algo, no advertirás nada. Ah, otra cosa, ¿es cierto eso de que el hombre ha muerto o sólo era un truco?

—Él está bien muerto, Joe. Fue apuñalado por un miembro de una banda de adolescentes enfurecidos cuando se dirigía a su trabajo. Nosotros lo llamamos «arrebatos de ira»; vosotros, «estallidos de salvajismo». Lo cual nos plantea un problema, ¿no es así?

—¿Quizás una filtración en el extremo británico?

McCready sacudió la cabeza con gesto de escepticismo.

—No hubo tiempo. Y se necesita bastante para preparar un asesinato como ése. No conocimos la identidad real del hombre hasta la noche anterior, tras veinticuatro horas de pesquisas policiales. Lo asesinaron ayer por la mañana. No hubo tiempo. Dime una cosa, ¿qué ocurre en realidad con el material de
Trovador
?

—Primero pasa a Calvin Bailey, directamente y en persona. Luego, a los analistas. Y, por último, a los consumidores.

—¿Cuándo os comunicó Orlov lo del espía en nuestro Ministerio de Defensa?

Roth se lo explicó.

—Cinco días —murmuró McCready—. Cinco días antes de que nos llegase. Tiempo suficiente…

—¡Eh tú! —protestó Roth—, a ver si te paras un momento…

—Lo que nos da tres posibilidades —continuó McCready—. Se trata de una singular coincidencia, y en nuestra profesión no podemos permitirnos el lujo de creer demasiado en las coincidencias o hay una filtración entre tu persona y el operador del teletipo o había estado planificado con anterioridad. Quiero decir, que el asesinato había sido preparado para un día y a una hora determinados. De repente, un cierto número de horas antes de esa fecha anticipada, al coronel Orlov se le refresca la memoria. Y de ese modo, antes de que nuestros chicos puedan ponerle la mano encima, el agente denunciado está muerto.

—No creo que tengamos una filtración en la Agencia —se apresuró a replicar Roth—, y tampoco creo que Orlov sea un farsante.

—Entonces, ¿por qué no lo ha confesado todo? Volvamos con él —propuso cordial Sam.

Cuando regresaron, Orlov se encontraba alicaído. Era evidente que se sentía conmocionado por la noticia de que el espía británico denunciado por él había sido luego liquidado de un modo tan conveniente. Cambiando de tono, McCready le habló con gran cortesía.

—Coronel Orlov, usted es un extranjero en un país extranjero. Le atormentarán las dudas acerca de su futuro. Y por eso querrá reservarse cierta información, como un seguro de vida. Podemos entenderlo. Yo también lo haría si estuviese en Moscú. Todos necesitamos asegurarnos. Pero el caso es que Joe me ha informado que el prestigio del que usted goza en la Agencia es tan alto que ya no necesita ningún seguro. Ahora, ¿hay algunos otros nombres reales que pueda comunicarnos?

Se produjo un silencio sepulcral en la habitación. Poco a poco, Orlov movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Hubo un suspiro general entre los presentes.

—Peter —dijo Roth en tono persuasivo—, éste es el momento de hablar.

—Remyants —murmuró Piotr Orlov—, Gennadi Remyants.

La exasperación de Roth fue casi palpable.

—Ya conocemos a Remyants —replico, mirando a McCready—. Es el representante de
Aeroflot
en Washington. Ésa es su cobertura. El FBI lo descubrió y le hizo cambiar de bando hace dos años. Desde entonces trabaja para noso…

—Estás equivocado —lo interrumpió Orlov, alzando la mirada—. Remyants
no
es un agente doble. En Moscú habían preparado lo de su deserción. Su detención por el FBI era algo calculado. Su cambio de bando no fue más que una farsa. Todo lo que confesó había sido cuidadosamente preparado en Moscú. Costará millones a Estados Unidos reparar en su día los daños causados. Remyants es comandante de la KGB y miembro del Directorio de Ilegales. Dirige cuatro redes de espionaje diferentes en el territorio estadounidense y conoce la identidad de todos los agentes que las integran.

Roth emitió un silbido.

—Si eso es cierto, estamos ante un auténtico filón.
Si
es cierto, claro está.

—Pues sólo hay un medio para poder dilucidarlo —sugirió McCready—. Detén a Remyants, atibórrale de pentotal y a ver qué sale de ahí. Por lo demás, creo que es hora del almuerzo.

—Acabas de tener dos buenas ideas en menos de diez segundos —reconoció Roth—. Muchachos, no tengo más remedio que ir a Londres para telefonear a Langley. Nos tomaremos un descanso de veinticuatro horas.

Joe Roth consiguió línea directa con Calvin Bailey a las ocho de la noche —hora de Londres—, las tres de la tarde en Washington. Roth se encontraba a varios metros de profundidad, en el gabinete de mensajes cifrados, el cual se hallaba en los sótanos del edificio de la Embajada de Estados Unidos, en Grosvenor Square; Bailey se encontraba en su despacho en Langley. Los dos hablaban con lentitud, pronunciando todas las palabras con claridad, ya que sus voces tenían que ser procesadas con los métodos tecnológicos de la criptografía digital para que pudiesen atravesar con seguridad el océano Atlántico.

—He pasado la mañana con los británicos en Alconbury —dijo Roth—. Ha sido su primera reunión con
el Trovador
.

—¿Y cómo ha ido?

—Muy mal.

—¿No me estarás tomando el pelo? ¡Desagradecidos hijos de puta! ¿Y qué ha salido mal?

—Escúchame, Calvin, quien se ocupó del interrogatorio fue Sam McCready. Y ya sabes que no es ni antinorteamericano ni estúpido. Él opina que
el Trovador
no es más que un farsante, un agente doble.

—Pues bien, que se vaya a hacer puñetas. ¿Le has hablado de las muchas pruebas que ha pasado
el Trovador
?, ¿de que estamos satisfechos de los resultados obtenidos y consideramos que dice la verdad?

—Sí, con todo lujo de detalles. Pero se aferra a su punto de vista.

—¿Te ha dado pruebas concretas que justifiquen esas absurdas fantasías?

—No. Se limitó a decirme que eran el resultado del análisis al que los británicos han sometido la mercancía entregada por
el Trovador
.

—Pero qué demonios, eso es cosa de locos. La mercancía que
el Trovador
nos ha estado suministrando durante más de seis semanas ha sido algo fabulosa. En fin, ¿de qué se queja Mr. McCready?

—Hemos hablado de tres temas distintos. Sobre las informaciones de carácter militar del
Trovador
dice que Moscú bien podría cambiarlo todo, cuanto más si están enterados de qué es lo que
el Trovador
nos está contando, algo que han de saber al dedillo si ellos son los que nos lo han enviado.

—¡Y una mierda! Sigue.

—Cuando abordé lo de Afganistán, guardó silencio. Pero conozco a Sam. Se comportó como si supiese algo que yo ignoro, y que él no me puede decir. Todo cuanto pude sacarle fueron suposiciones. Me dio a entender que los británicos están convencidos de que los soviéticos se retirarán de Afganistán en un futuro no muy lejano. Y que si eso ocurre, todo lo que
el Trovador
nos ha contado acerca de la guerra en Afganistán quedará para engrosar los archivos. ¿Disponemos de algún análisis similar?

—Joe, no hay la mínima evidencia de que los rusos tengan la intención de abandonar Kabul, ni ahora ni en un futuro más o menos cercano. ¿Y qué más no satisfacía a Mr. McCready?

—Me dijo que, en su opinión, esas redes soviéticas que han sido desmanteladas en la América Central y en Sudamérica no eran más que redes envejecidas y casi descubiertas, tales fueron sus palabras, y que estaban compuestas por agentes auxiliares reclutados en esos mismos países, sin que hubiese ni un solo ruso de nacimiento entre ellos.

—Fíjate, Joe,
el Trovador
ha puesto al descubierto una docena de redes dirigidas por Moscú en cuatro países situados al sur de Estados Unidos. Por supuesto que los agentes habían sido reclutados entre la población local. Ya han sido debidamente interrogados, no con muy buenos modales, debo reconocerlo. Claro que todos estaban fuera del ámbito de las Embajadas soviéticas. Pero veinte diplomáticos rusos han caído en desgracia y han sido devueltos a su país.
El Trovador
ha echado por tierra años de trabajo de la KGB en este continente. McCready no dice más que idioteces sin sentido.

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