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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (65 page)

BOOK: El manipulador
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—Pero hoy no, hombre —le respondió con amabilidad—, nunca los viernes.

Gómez se quedó contemplando el campo de hierba. Frente al único hangar metálico de que el aeropuerto disponía se encontraba un aeroplano «Navajo Chief», que estaba siendo revisado por un hombre blanco vestido con una camiseta y unos pantalones de drill. Gómez fue hacia él.

—¿Volará usted hoy? —le preguntó.

—Pues sí —respondió el piloto, un tipo norteamericano.

—¿Se puede alquilar?

—En modo alguno —contestó el piloto—. Es un avión privado. Pertenece a mi patrón.

—¿A dónde se dirige? —inquirió Gómez—. ¿A Nassau, por casualidad?

—Pues no. A Key West.

El corazón le dio un vuelco. Desde Key West podría coger uno de los numerosos vuelos regulares para Miami.

—¿Hay alguna posibilidad de que yo pueda hablar con su patrón?

—¿Con el señor Klinger? Estará aquí dentro de una hora.

—Le esperaré —dijo Gómez.

Encontró un lugar sombreado, junto a una de las paredes del hangar, y se sentó en el suelo. Alguien que permanecía oculto entre unos matorrales salió de su escondrijo, sacó una moto de entre la maleza y se alejó por la carretera de la costa.

Sir Marston Moberley echó una ojeada a su reloj de pulsera, se levantó de la mesa donde le habían servido el desayuno, en el jardín vallado detrás de la Government House, y se dirigió hacia la escalinata que le conduciría a la terraza y luego a su despacho. Aquella tediosa delegación hacía rato que le esperaba.

Gran Bretaña mantiene muy pocas de sus antiguas colonias en el Caribe. La época colonial hace tiempo que ha pasado. En la actualidad, aún le quedan cinco, encantadores testigos de esplendores pasados. Pero ya no se llaman colonias —un término por completo inaceptable—, sino que son denominadas como Territorios Dependientes. Uno de ellos, las islas Caimanes, más conocido por las numerosas y muy discretas facilidades bancarias que conceden al capital extranjero. En un referéndum celebrado en las tres islas Caimanes, en el que se les ofrecía la independencia de Londres, los votantes se pronunciaron por abrumadora mayoría en favor de continuar siendo británicos. Desde entonces han prosperado como el verde laurel, en contraste con lo ocurrido a algunos de sus vecinos.

Otro grupo es el del archipiélago formado por las islas Vírgenes, que ahora son un paraíso para los aficionados a los deportes náuticos y para los que se dedican a la pesca. La tercera, incluso más oscura, es la pequeña isla de Anguilla, cuyos habitantes realizaron la única revolución que se conoce en la historia colonial con el propósito de seguir siendo británicos y no verse amalgamados a la fuerza junto con sus islas vecinas, de cuyo Primer Ministro sustentaban las más enérgicas y bien fundamentadas sospechas.

Todavía más oscuras son las islas Turks y Caicos, donde la vida sigue su somnoliento curso bajo las palmeras y el pabellón nacional británico, sin que se vea perturbada por narcotraficantes, fuerzas de la Policía Secreta, golpes de Estado o bandidaje electoralista. En todos esos cuatro territorios dependientes, Londres gobierna con mano blanda y justa, siendo su misión principal, al menos en el caso de los tres últimos mencionados, la de reponer a finales de año el déficit que, invariablemente, arroja su estado presupuestario. A cambio de ello, la población local parece contenta con ver cómo se iza y se recoge el pabellón británico dos veces al día y con tener el escudo de la reina Isabel en sus billetes de Banco y en los cascos de la Policía.

En el invierno de 1989, el quinto y último grupo estaba constituido por el archipiélago de las Barclays, ocho pequeñas islas situadas en el extremo occidental del Banco de la Gran Bahama, al oeste de la isla Andros, del archipiélago de las Bahamas, al noreste de Cuba y al sur del archipiélago de Florida Keys, en el estrecho de Florida.

Por qué las islas Barclays no fueron integradas dentro de las Bahamas cuando el archipiélago obtuvo su independencia es algo que muy pocas personas pueden recordar. Años después, un bromista del Ministerio de Asuntos Exteriores sugirió que lo más probable era que las hubiesen pasado por alto, y quizá tuviera razón. Ese archipiélago no tenía más de veinte mil habitantes, que se concentraban en dos de las ocho islas, mientras que las otras permanecían deshabitadas. La isla principal, y sede del Gobierno, disfrutaba del bello nombre de Sunshine y la pesca en sus aguas era soberbia.

No se trataba de islas ricas. La industria era inexistente y sus ingresos, no mucho más grandes. Casi todos esos ingresos provenían de los salarios de la gente joven que abandonaba sus islas para convertirse en camareros, camareras de la limpieza y botones en los hoteles de buen tono de cualquier parte del mundo, donde pasaban a ser los sirvientes predilectos de los turistas europeos y estadounidenses por su natural alegre y bondadoso y radiantes sonrisas.

Otra parte de los ingresos la conseguían del turismo, atendido con nociones muy rudimentarias de esa clase de negocio; de la llegada ocasional de algún aficionado a la pesca, dispuesto a hacer el largo peregrinaje a través de Nassau; de los aranceles por concepto de aterrizaje en su territorio; de la venta de sus muy oscuros estampados y de las langostas y los mariscos que les compraban las tripulaciones de los yates que se perdían por aquellas aguas. Esos modestos ingresos les permitían la importación de ciertas comodidades básicas que el mar no depara, pero sí el buque de carga que atracaba allí todas las semanas.

El generoso océano les proveía la mayor parte de su alimentación, la cual completaban con los frutos de los bosques y de los huertos que se extendían a lo largo de las laderas de los dos montes que adornan el paisaje de la isla Sunshine: el Spyglass y el Sawbones.

Pero entonces, a comienzos de 1989, algún funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores llegó a la conclusión de que las islas Barclays estaban maduras para la independencia. El primer «anteproyecto consultivo» se convirtió en «proyecto para debate», que, a su vez, acabó convirtiéndose en programa político. Aquel año, el Consejo de Ministros británico se veía agobiado por un altísimo déficit comercial en su balanza de pagos, a lo que se añadían unos sondeos de la opinión pública claramente insatisfactorios y una gran inquietud ante la diversidad de opiniones acerca de la política exterior europea a seguir. La bagatela de un oscuro grupo de islas que iban a recobrar su independencia en el Caribe pasó inadvertida y sin debate alguno.

No obstante, el entonces gobernador de las islas planteó ciertas objeciones, por lo que fue convenientemente destituido y remplazado por Sir Marston Moberley. Un hombre alto, fatuo y vano, que se vanagloriaba de su parecido con el difunto actor George Sanders, y que había sido enviado a Sunshine con una única y concreta misión, la cual le fue meticulosamente expuesta por un subsecretario principal del Departamento de Asuntos del Caribe: las islas Barclays debían aceptar su independencia. Se les invitaba a presentar candidatos para el cargo de Primer Ministro y se fijaría una fecha para las elecciones generales. Después de que el primero de los Primer Ministro hubiera sido elegido democráticamente, se establecería un intervalo decente (de unos tres meses), que se acordaría con él y su gabinete, tras el cual se les concedería la independencia total, sin que hubiese lugar a oponer ningún tipo de reparos. Sir Marston tenía que velar por el exacto cumplimiento de ese proyecto, que liberaría a Gran Bretaña de una carga más para su real Hacienda. Él y Lady Moberley habían llegado a Sunshine en el mes de julio pasado. Sir Marston aceptó de buen grado los deberes que le imponían.

Ya se habían presentado dos candidatos potenciales para el cargo del futuro Primer Ministro. Mr. Marcus Johnson, un acaudalado hombre de negocios de la localidad, y filántropo por naturaleza, el cual, tras haber amasado una cuantiosa fortuna en tierras de Centroamérica, había regresado a las islas que le vieron nacer donde ahora había fijado su residencia en una preciosa finca situada en la otra ladera del monte Sawbones; el hombre había constituido la Alianza por la Prosperidad de las Barclays, y prometía contribuir al desarrollo económico de las islas y llevar el bienestar al pueblo. El otro candidato, un hombre de modales mucho más rudos, pero claramente populista, Mr. Horatio Livingstone, que vivía en las tierras bajas de la localidad de Shantytown, de la que poseía la parte más provechosa, había fundado el Frente Independentista de las Barclays. Pero para las elecciones sólo faltaban tres semanas, pues habían sido fijadas para el quince de enero del año entrante. Sir Marston se sentía francamente complacido de ver cómo se desarrollaba esa vigorosa campaña electoral, en la que ambos candidatos luchaban por obtener el apoyo de los isleños, sin escatimar discursos, panfletos y carteles, que eran pegados en todo muro y en cada árbol.

Sin embargo, había una pequeña nota discordante en aquel armonioso conjunto, y que actuaba como una espina clavada en el corazón de Sir Marston, arruinándole el encanto de su bien preparada campaña: el CCC o Comité de Ciudadanos Consternados, dirigido por el tedioso reverendo Walter Drake, pastor de la iglesia baptista de la localidad. Y era precisamente a una delegación del CCC a la que Sir Marston había accedido recibir ese mismo día, a las nueve de la mañana.

Se habían presentado ocho miembros del Comité. En cuanto al vicario anglicano, un inglés pálido, desvalido e ineficaz, Sir Marston sabía que podía llegar a un acuerdo con él. Otros seis eran personalidades ilustres que representaban a las fuerzas vivas de la localidad: el médico, dos tenderos, un hacendado, el propietario de un bar y el dueño de una casa de huéspedes llamado Mr. Macdonald. Todos ellos se distinguían por su avanzada edad y por lo rudimentario de su educación. No podían medirse con él en su facilidad de palabra en inglés o en la fuerza persuasiva de sus argumentaciones. Por cada uno de ellos podía encontrar otros doce que estuviesen a favor de la independencia.

A Mr. Marcus Johnson, el candidato de la «prosperidad», le respaldarían el gerente del aeropuerto, los propietarios de las tierras colindantes con el embarcadero (Johnson había prometido remplazarlo por una floreciente dársena para embarcaciones menores internacionales) y la inmensa mayoría de la comunidad compuesta por los hombres de negocios, los cuales se enriquecerían aún más con el futuro desarrollo. A Livingstone le guardaban las espaldas las huestes del proletariado, los desposeídos de la tierra, a quienes había prometido un aumento milagroso de su nivel de vida, basado en la nacionalización de bienes y propiedades.

El problema radicaba en el dirigente de la Delegación, el reverendo Walter Drake, un hombrachón que más parecía un gigantesco toro negro, vestido de negro y que en ese momento se estaba enjugando el sudor que le corría por el rostro. Era un orador compulsivo, lúcido y de voz estentórea, que había gozado de una cierta educación en Estados Unidos. En la solapa llevaba el pequeño distintivo del pez, que le caracterizaba como cristiano renacido. Sir Marston no dejaba de plantearse la ociosa pregunta de cuál habría sido el estado previo del que había renacido, pero jamás se le ocurrió preguntárselo. El reverendo Drake depositó una pila de documentos sobre el escritorio del gobernador.

Sir Marston se había asegurado de que no hubiera asientos suficientes para todos en su despacho, de modo que tuviesen que permanecer de pie. Él mismo no se sentó. Eso haría que la reunión no se alargara. Sir Marston contempló la pila de documentos.

—Eso que ve aquí, gobernador —bramó el reverendo Drake—, es una instancia. Sí, señor, una instancia. Firmada por más de un millar de nuestros ciudadanos. Queremos que esta instancia vaya a Londres y sea colocada sobre el escritorio de Mrs. Thatcher. O en el de la Reina si es preciso. Creemos que esas damas nos escucharán, incluso aunque usted no lo quiera.

Sir Marston lanzó un suspiro. El asunto prometía ser mucho más —el gobernador buscó su adjetivo favorito— …tedioso de lo que se había imaginado.

—Ya veo —dijo—, ¿y se solicita en esa instancia?

—Pues que se lleve a cabo un referéndum, tal como el que el pueblo británico celebró para decidir sobre el Mercado Común. Exigimos un referéndum.
No queremos
ser forzados a aceptar la independencia.
Queremos
seguir siendo lo que somos, lo que siempre hemos sido. No queremos ser gobernados por Mr. Johnson o por Mr. Livingstone. Apelamos a Londres.

Lejos de allí, un taxi llegaba a la pista de aterrizaje y de él se apeaba Mr. Barney Klinger. Era un hombre bajo y gordinflón, que vivía en una espléndida mansión señorial de estilo español, enclavada en una gran finca situada en la localidad de Coral Gables, en Miami. La corista que le acompañaba no era ni baja ni regordeta, sino un monumento de mujer que podría quitar el hipo a cualquiera y lo bastante joven como para poder ser su hija. Mr. Klinger poseía una casita de campo en la falda del monte Spyglass, que solía utilizar de cuando en cuando para pasar unas discretas vacaciones alejado de Mrs. Klinger. Tenía la intención de volar hasta Key West, donde metería a su amiguita en un vuelo regular para Miami, mientras él continuaría el viaje de vuelta a casa en su propio avión, ostentosamente solo, cual agotado hombre de negocios que regresa de un viaje emprendido por razones de trabajo y en el que tuvo que discutir con algún aburrido cliente los aburridos términos de un viejo contrato. Mrs. Klinger estaría esperándole en el aeropuerto de Miami, donde se reuniría con él y advertiría que llegaba solo. Jamás se era lo bastante precavido en la vida. Mrs. Klinger conocía a más de un pícaro abogado. Julio Gómez se puso de pie y se le acercó.

—¿Mr. Klinger?

A éste el corazón le dio un vuelco. ¿Un detective privado?

—¿Qué quiere saber?

—Mire, tengo un problema, señor. Estaba pasando mis vacaciones aquí y de pronto recibí una llamada de mi mujer. Nuestro hijo ha sufrido un accidente. Tengo que volver, necesito volver. Hoy no hay vuelos. Ninguno. Ni siquiera un avión de alquiler. Entonces me he preguntado si usted podría llevarme a Key West. Le quedaría eternamente agradecido.

Klinger titubeó. El hombre, de todos modos, podía ser un detective privado, contratado por Mrs. Klinger. El desconocido entregó su maletín a un mozo, que se puso de inmediato a cargar el equipaje de Mr. Klinger en la bodega del «Navajo Chief».

—Bien —balbuceó Klinger—, no sé si…

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