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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (67 page)

BOOK: El manipulador
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La Policía local envió los restos del chaleco a Miami, donde los del laboratorio forense establecieron que había pertenecido a un «Navajo Chief», propiedad de Barney Klinger, y que en las partes chamuscadas no había indicios de gasolina, pero sí de un explosivo de plástico. El asunto se convirtió en una investigación para el Departamento de Homicidios. Lo primero que hicieron los de Homicidios fue investigar los asuntos comerciales de Mr. Klinger. Y lo que descubrieron les hizo suponer que aquel caso iba a resultar probablemente insoluble. A fin de cuentas, ellos no tenían jurisdicción alguna en el territorio británico de Sunshine.

El martes por la mañana, Sam McCready se estiró en su hamaca, junto a la piscina del «Hotel Sonesta Beach», de Key Biscayne, se incorporó para tomarse su segundo café del desayuno, que le habían servido en una mesita que tenía al lado, y abrió un ejemplar del
Miami Herald
.

Sin que le moviera ningún interés en particular, hojeó el periódico para buscar las noticias internacionales —muy pocas, por cierto—, y se dedicó a leer los asuntos locales. La segunda noticia de importancia concernía a las últimas revelaciones sobre la desaparición de un avión ligero, que se había hundido en el mar al sudeste de Key West, en la mañana del pasado viernes.

Los sabuesos del
Miami Herald
habían logrado descubrir no sólo que el avión debía de haber sido destruido por una bomba colocada en su interior, sino que su propietario, Mr. Barney Klinger, era conocido como el indiscutible rey del comercio ilícito montado en torno al robo y «blanqueo» de piezas de recambio para aviones en el sur de Florida.

Aparte del tráfico de drogas, ese ámbito tan poco conocido de la conducta ilegal humana es, quizás, uno de los más lucrativos que existen. La Florida es una región plagada de aviones: aparatos de líneas regulares, aeronaves de carga y toda una flotilla de aeroplanos particulares. En ella están asentadas también algunas de las mayores compañías del mundo (legalmente registradas) de las que se dedican a satisfacer la constante demanda de piezas de recambio, nuevas o reparadas. Las compañías «AVIOL» e «Instrument Locator Service» son proveedoras de piezas de recambio a escala mundial.

La «industria» clandestina se especializa en encargar el robo de tales piezas, con el fin de vendérselas luego a otros vendedores que no se interesarán por su procedencia (generalmente del Tercer Mundo), o de algo que resulta incluso más peligroso: del abastecimiento de piezas de recambio cuya esperanza de vida ha expirado ya, pues están compuestas, a su vez, por otras piezas reparadas y cuyo servicio operativo ha caducado. En lo que respecta a este último engaño fraudulento, se prescinde de cualquier papeleo. Si se tiene en cuenta que algunas piezas de recambio llegan a costar hasta un cuarto de millón de dólares cada una, se comprenderá que los beneficios que un traficante sin escrúpulos obtiene pueden ser inmensos. Después de su muerte, Barney Klinger fue desenmascarado como uno de esos traficantes. Se especulaba con la idea de que alguien hubiera deseado hacer desaparecer a Mr. Klinger de la escena.

—En la mitad de su vida… —murmuró McCready, que pasó la hoja para leer el pronóstico meteorológico.

El tiempo sería soleado.

Ese mismo martes, por la mañana, el teniente Broderick mandaba llamar a Eddie Favaro. La expresión de su rostro era más sombría aún.

—Escucha, Eddie, antes de que procedamos a celebrar el acto conmemorativo en el que rendiremos todos los honores a Julio, tendremos que tener en consideración un nuevo y desconcertante factor. ¿Qué demonios hacía Julio viajando en el mismo avión de un delincuente como Klinger?

—Intentaba volver a casa —dijo Favaro.

—¿Era eso realmente lo que trataba de hacer? ¿A qué se dedicaba por allí?

—Pescaba.

—¿De verdad? ¿Cómo se explica que estuviese pasando en la isla Sunshine una semanita de vacaciones precisamente junto con Klinger? ¿No tendrían acaso algunos negocios que discutir?

—Clay, escúchame bien. Te equivocas. Si hay en este mundo una persona que no es corrupta, ése era Julio Gómez. No pienso creer lo que insinúas. Intentaba volver a casa. Vio un avión y pidió que le llevaran; eso es todo.

—Espero que tengas razón —replicó solemnemente Broderick—. ¿Por qué quería volver a casa dos días antes de que se le terminasen las vacaciones?

—Eso es lo que me intriga —admitió Favaro—. Le gustaba la pesca más que nada en el mundo, se pasaba todo el año soñando con ella. Jamás hubiera renunciado a dos días de pesca si no hubiese tenido alguna razón importante. Quiero ir a esa isla y averiguar el porqué.

—Hay tres razones para que no lo hagas —le espetó el teniente—. Este Departamento está agobiado de trabajo, te necesitamos aquí, y cualquier bomba que hayan puesto, si es que se trata de una bomba, la colocarían con la intención de liquidar a Klinger. Las muertes de la chica y de Julio fueron accidentales. Lo siento, Eddie, pero el Comité de Asuntos Internos desea investigar la situación financiera de Julio. Eso es algo que no podemos evitar. Si es verdad que no había visto en su vida a Klinger antes de ese viernes, se tratará sólo de un trágico accidente.

—Me siento obligado a hacerlo —insistió Favaro—. Quiero hacerlo, Clay. Necesito hacerlo ahora mismo.

—Sí, ya sé que te sientes obligado. Y también sé que no puedo negártelo. Pero actuarás por tu propia cuenta y riesgo, Eddie. Aquello es territorio británico, y no tenemos autorización para operar allí. Y quiero que dejes tu arma aquí.

Favaro le entregó su pistola automática de reglamento y salió del despacho. A las tres de la tarde aterrizaba en el aeropuerto de Sunshine. Pagó el importe del avión de cuatro plazas que había alquilado y lo siguió con la vista mientras despegaba y ponía rumbo a Miami. Luego consiguió que uno de los empleados del aeropuerto le acercase en su coche hasta Port Plaisance. No sabiendo a qué otro sitio podía ir, se alojó en el «Hotel Quarter Deck».

Sir Marston Moberley se encontraba en su vallado jardín, sentado en una cómoda hamaca y saboreando whisky con soda. Se dedicaba al ritual favorito del día. El jardín, situado detrás del palacio de la gobernación, no era particularmente grande, pero resultaba bastante íntimo. Una capa de césped cubría la mayor parte del jardín, en el que las buganvillas y las jacarandas adornaban con sus brillantes colores los muros. Éstos, que flanqueaban el jardín por tres costados —el cuarto lo ocupaba la casa—, tenían unos dos metros y medio de altura y terminaban en un borde plagado de afilados vidrios empotrados en el cemento. En uno de ellos había una vieja puerta de hierro, de más de dos metros de altura, pero que estaba en desuso desde hacía mucho tiempo. Detrás de la puerta, un angosto sendero conducía hasta el corazón mismo de Port Plaisance. Esa entrada había sido clausurada hacía ya algunos años, y, por la parte exterior, tenía dos aldabas de hierro semicirculares unidas por un candado cuyas dimensiones eran las de un plato de postre. Una capa de herrumbre había fusionado candado y aldabas.

Sir Marston estaba disfrutando del frescor de la tarde. Su ayudante se encontraba en alguna parte de sus habitaciones particulares, al otro extremo de la casa; su esposa se hallaba realizando una de sus habituales visitas al hospital de la localidad; Jefferson, su jefe de cocina, ayudante de cámara y mayordomo al mismo tiempo, estaría preparando la cena en las dependencias de la servidumbre. Sir Marston saboreó su whisky con gran satisfacción y casi le da un colapso cuando sus oídos se vieron martirizados a causa del ruido producido por unos hierros chirriantes. El gobernador volvió la cabeza. Y aún tuvo tiempo de decir:

—¿Pero qué diablos ocurre…? ¡Eh, deténgase…!

El estruendo del primer disparo le dejó paralizado y atontado. La bala le atravesó un pliegue de la manga de su camisa de algodón. Fue a estrellarse a sus espaldas, contra la pared de coral de la casa, rebotó y cayó en el sendero, retorcida y deformada. La segunda le acertó de lleno en el corazón.

CAPÍTULO II

Pese al par de detonaciones que se oyeron en el jardín, dentro de la casa no hubo reacción inmediata. Tan sólo dos personas se encontraban en la mansión del gobernador a esas horas de la tarde.

Jefferson, que se hallaba en la parte reservada a la servidumbre preparando un ponche de frutas —Lady Moberley era abstemia—, declararía después que el ruido que hacía la batidora llenaba la cocina y que debía de estar en marcha cuando se efectuaron los disparos.

El ayudante del gobernador, el teniente Jeremy Haverstock, un joven subalterno de mejillas aterciopeladas y que había pertenecido al Regimiento de Dragones de Su Majestad, se encontraba en su cuarto, situado al otro extremo del palacio de la gobernación, con las ventanas cerradas y el aire acondicionado puesto al máximo. Según sus declaraciones, también tenía encendida la radio y estaba escuchando un programa musical de Radio Nassau. Tampoco había oído nada.

Poco rato después, cuando Jefferson salió al jardín para consultar con Sir Marston algunas cuestiones concernientes a la preparación de unas chuletas de cordero, era evidente que el asesino había salido por la puerta de hierro, dándose a la fuga. Jefferson llegó al rellano de la escalinata que conducía al jardín y vio a su patrón tumbado de espaldas en el suelo y con los brazos extendidos, tal como se había quedado cuando la segunda bala dio con él en tierra; una mancha negruzca le cubría la pechera de su camisa de algodón azul marino.

En principio, Jefferson pensó que su patrón habría sufrido un desvanecimiento, por lo que corrió en su ayuda. Pero al ver con más claridad el agujero que tenía en el pecho, retrocedió espantado, sin podérselo creer, y luego salió a la carrera, presa del pánico, para ir en busca del teniente Haverstock. El joven oficial del Ejército llegó segundos más tarde, vistiendo todavía unos pantalones cortos de deporte.

El teniente Haverstock no fue presa del pánico. Examinó el cadáver sin tocarlo, dictaminó que Sir Marston estaba muerto y se sentó en la hamaca del difunto gobernador para reflexionar sobre lo que debería de hacer.

Un oficial de alto rango escribió una vez acerca de su subalterno Haverstock que «era maravillosamente bien criado, aunque no fuese terriblemente brillante», como si se tratase de un caballo del Ejército en vez de un oficial de Caballería. Pero es que los oficiales, en Caballería, tienden a tener sus propios conceptos acerca de las prioridades en una escala de valores; un buen caballo resulta irremplazable; un subalterno, no.

El teniente Haverstock permaneció sentado en la hamaca, a unos cuantos pasos del cuerpo, y se puso a reflexionar sobre el asunto, mientras Jefferson, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba la terraza desde el rellano de la escalera. Tras mucho meditar, el subalterno decidió que:
a
) tenía a un gobernador muerto en sus manos;
b
) alguien le había disparado, dándose luego a la fuga y
c
) debía informar del caso a sus superiores. Pero había un problema: el gobernador
era
la más alta autoridad, o lo había sido al menos. Llegado a ese punto, Lady Moberley volvió a casa.

Jefferson oyó el ruido producido por los neumáticos de la limusina oficial, un «Jaguar», al rechinar sobre la capa de grava del camino particular que conducía hasta la entrada de la casa y salió a la carrera al vestíbulo para interceptarla. La forma de darle la noticia fue perfectamente lúcida, aunque no se distinguiera por su gran tacto. Le salió al encuentro en el salón y le dijo:

—¡Ay, señora, han disparado contra el gobernador! Está muerto.

Lady Moberley se precipitó hacia la terraza para ver qué había ocurrido y se topó con el teniente Haverstock cuando éste subía las escaleras. El teniente acompañó a la dama hasta el dormitorio y trató de consolarla mientras ella se tumbaba en la cama. Lady Moberley parecía más perpleja que desconsolada, como si le inquietase el miedo a que el Ministerio de Asuntos Exteriores estuviese gastándole una jugarreta a su esposo para arruinar su carrera.

Una vez hubo conseguido calmarla un poco, el teniente Haverstock envió a Jefferson en busca del único médico que había en la isla, el cual daba la coincidencia de que también era el único juez de primera instancia de Sunshine y el único encargado, por lo tanto, de la instrucción sumarial. Le dijo que se hiciese acompañar por el inspector jefe Jones. Dio instrucciones precisas al atribulado mayordomo para que no diera ningún tipo de explicaciones, sino que se limitase a pedir a los dos hombres que acudieran con urgencia al palacio de la gobernación.

Las recomendaciones del teniente cayeron en saco roto. El pobre Jefferson comunicó la noticia al inspector jefe en presencia de tres atónitos alguaciles, y al doctor Caractacus Jones en presencia de su casera. Como un reguero de pólvora corrió la noticia, que empezó a propagarse rápidamente justo en el mismo momento en que el tío y el sobrino salían corriendo hacia el palacio del gobernador.

Mientras Jefferson cumplía tales diligencias, el teniente Haverstock reflexionaba acerca de qué manera comunicar lo sucedido a Londres. La residencia del gobernador nunca había sido equipada con los más modernos y seguros sistemas de comunicación. Jamás se pensó que eso fuera necesario. Además de la línea telefónica pública, el gobernador utilizaba también otro accesorio para transmitir sus mensajes, que siempre habían llegado a Londres a través de un organismo mucho más sólido: la Alta Comisión Británica de Nassau, en las Bahamas. Para tales efectos utilizaba un anticuado sistema C-2. Se encontraba sobre una mesita adyacente al escritorio, en el despacho privado del gobernador.

A simple vista parecía un aparato de télex ordinario, de ese tipo tan conocido y temido por todos los corresponsales del mundo entero. La conexión con Nassau se establecía tecleando el mensaje en el código habitual y asegurándose de que sería reconocido al otro extremo de la línea. El télex podía ser conmutado para que operase en modo criptográfico mediante una segunda caja que había al lado del aparato. Cualquier mensaje enviado aparecería entonces «en limpio» sobre el papel que el emisor tenía ante sus ojos, y sería decodificado de manera automática en la terminal de Nassau. Pero, entre esos dos puntos, el mensaje estaría codificado.

El problema era que para operar con el codificador había que insertar en la caja un disco acanalado que variaba según el día del mes. Esos discos se guardaban en la caja fuerte del gobernador, que ahora estaba cerrada. Miss Myrtle, secretaria privada del difunto, conocía la combinación de la caja fuerte, pero se encontraba visitando a sus padres, que vivían en Tórtola, en las islas Vírgenes. Durante su ausencia, el gobernador acostumbraba a enviar sus propios mensajes. Así que también él conocía la combinación de la caja fuerte; pero el teniente Haverstock, no.

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