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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (32 page)

BOOK: El manipulador
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Al elegir Alconbury, Calvin Bailey había hecho una buena elección. La base era la sede del escuadrón de combate 527, llamado el «Escuadrón Agresor», de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, cuyos pilotos tripulaban los caza-bombarderos «F-5» con una misión muy específica en su vida. Eran llamados los
Agresores
porque los «F-5» tienen una configuración similar a la de los «Mig-29» rusos y porque desempeñaban el papel de atacantes soviéticos en los simulacros de combate aéreo que realizaban contra sus compañeros estadounidenses y británicos. Los pilotos estudiaban con asiduidad todas las tácticas soviéticas de combate aéreo y las practicaban introduciéndose tanto en su papel, que incluso sólo hablaban en ruso cuando tenían que comunicarse entre ellos en el aire. Los proyectiles y los misiles que utilizaban estaban preparados para dar en el blanco o errar el tiro tan sólo desde un punto de vista «electrónico», pero el resto del material que utilizaban, como las insignias y los uniformes, era de fabricación rusa, incluidas la jerga y el tipo de maniobras.

Cuando Roth, Orlov, Kroll y el resto de los que componían el grupo bajaron del «Grumman», todos llevaban los uniformes de los pilotos del «Escuadrón Agresor». Cruzaron la pista de aterrizaje sin que nadie se fijase en ellos y pronto se hallaron instalados en el lugar que les había sido asignado, un edificio aislado que servía de almacén y que estaba separado del resto de las edificaciones de la base, pero que había sido equipado con dormitorios, baños y cocina, con sala de conferencia y una habitación provista de todos los equipos de grabación electrónicos que necesitaban para llevar a cabo los interrogatorios al coronel Orlov. Roth se entrevistó con el comandante de la base y acordó con él que permitiría la entrada a la base al grupo británico a la mañana siguiente. Y a continuación, algo afectados por el viaje en avión, el grupo estadounidense decidió retirarse a dormir algo.

El teléfono en el despacho de McCready sonó a las tres de la tarde y Edwards le pidió verse de nuevo.

—Nuestra solicitud ha sido aprobada y concedida —dijo Edwards—. Nos reservaremos la opinión de que
Recuerdo
dice la verdad y que los norteamericanos están tratando con un agente doble. O sea, que nuestro problema consiste en que no podremos enterarnos todavía de las intenciones que el coronel Orlov pueda tener, cualesquiera que éstas sean. Según parece, de momento el material que entrega es excelente, lo que dificultaría que nuestros primos llegasen a creernos, sobre todo cuando el jefe está completamente de acuerdo en la necesidad de no revelar la existencia de
Recuerdo
, cuya identidad ha de permanecer en secreto. Y bien, ¿cómo sugieres que deberíamos de proceder?

—Deja que lo coja por mi cuenta —dijo McCready—. Tenemos derecho a interrogarlo directamente. Le podríamos hacer algunas preguntas. Joe Roth es el encargado del caso y conozco muy bien a Joe. No tiene un pelo de tonto. Quizá pueda acorralar a Orlov, ponerlo entre la espada y la pared, apretarle bien las tuercas antes de que Roth grite: ¡
Basta
! Tal vez siembre algunas dudas en ellos y consiga que nuestros primos empiecen a acariciar la idea de que a lo mejor ese hombre no es lo que representa.

—Conforme —dijo Edwards—. Te encargarás de él. —Edwards dio a entender que era decisión suya; pero, en realidad, el mismo jefe había sugerido durante el almuerzo que McCready podría encargarse de interrogar a Orlov.

McCready se levantó temprano a la mañana siguiente para ir en coche a la base de Alconbury. Denis Gaunt conducía. Edwards había logrado que se aceptase la propuesta de McCready de que Gaunt asistiera a los interrogatorios. En el asiento de atrás iba una dama del MI-5. El Servicio de Seguridad había reclamado con carácter de urgencia su derecho a tener a alguien de su personal en la reunión con el ruso, ya que de las preguntas que se le hicieran, una parte importante cubriría el ámbito específico de la actuación de los agentes soviéticos que operaban en suelo británico y en contra de Gran Bretaña, lo que caía dentro de la jurisdicción del Servicio de Seguridad. Alice Daltry tendría algo más de treinta años, era bonita y brillante en su trabajo. Parecía sentirse algo intimidada ante McCready, por el que sentía un profundo respeto. En ese hermético mundo en el que imperaba el principio de no saber más de lo necesario se había corrido la voz, sin embargo, de lo sucedido con el general Pankratin el año anterior.

El automóvil llevaba teléfono de seguridad. Similar al teléfono común de un automóvil, era un poco más grande y podía ser utilizado en clave para comunicarse con Londres, pues la conversación se codificaba y descodificaba de forma automática. Y es que de la conversación con Orlov podrían surgir algunos puntos que fuese necesario consultar con Londres.

Durante casi todo el trayecto, McCready guardó silencio y se limitó a mirar a través del parabrisas y contemplar el paisaje campestre que se extendía ante sus ojos a esas primeras horas de la mañana veraniega, sorprendiéndose una vez más de la belleza de Inglaterra en esa época del año.

En su mente iba repasando las cosas que
Recuerdo
le había dicho. Según lo que el ruso le había contado en Londres, éste había colaborado años antes, aunque de forma marginal, en los primeros pasos preparatorios de una gran operación de desinformación, de la cual Orlov no podía ser más que el fruto final. Aquella operación había recibido entonces el nombre en clave de «Proyecto Potemkin».

«Un título irónico —pensó McCready—, uno de esos rasgos de humor macabro que siempre tiene la KGB». No cabía la menor duda de que ese nombre no había sido elegido en recuerdo del acorazado
Potemkin
, ni tampoco del mariscal Potemkin, cuyo apellido había dado nombre al barco de guerra. Pero sí en conmemoración de las famosas «Aldeas de Potemkin».

En tiempos pasados, la emperatriz Catalina
la Grande
, representante de las tiranías despóticas e inhumanas que la tan sufrida Rusia ha tenido que soportar siempre, fue en cierta ocasión a visitar la recientemente conquistada provincia de Crimea. Por miedo a que la soberana contemplara el triste espectáculo de aquellas masas famélicas y tiritantes, apelotonadas en sus destartaladas chozas que poco podían protegerlas del frío, su primer ministro, Potemkin, envió carpinteros, albañiles y pintores para que fuesen por delante de la ruta imperial y construyesen y pintasen bellas fachadas de limpias y sólidas casitas de campo, con alegres campesinos sonrientes en sus ventanas. La anciana y miope emperatriz se divirtió al contemplar aquellas escenas de dicha bucólica y regresó a su palacio. Después, los obreros desmantelaron las fachadas y dejaron de nuevo al descubierto las miserables aldehuelas que había detrás. Aquella superchería recibió el nombre de «Aldeas de Potemkin».

—El objetivo es la CÍA —le había dicho
Recuerdo
.

Pero no sabía cuál era ni cómo se iba a llevar a efecto. El proyecto no había sido controlado por su departamento, al que sólo se dirigieron para solicitar una asistencia complementaria.

—De todos modos, ése tiene que ser Potemkin que ha venido a culminar la operación —le había dicho el ruso—. Y la prueba la tendremos en dos partes. Primera, ninguna información aportada por Orlov ocasionará un daño grande e irreversible a los intereses soviéticos. Y, segundo, ya verás cómo se producirá una enorme pérdida de moral en el seno de la CÍA.

«De momento, la segunda profecía no se ha cumplido», se dijo McCready. Habiéndose recobrado del innegable revés que habían sufrido con el caso Urchenko el año anterior, sus amigos norteamericanos estaban pasando ahora por un período de euforia, debido en buena parte al nuevo tesoro que habían encontrado. Así que McCready decidió concentrarse en el primer supuesto.

McCready mostró un documento de identidad (no expedido a su nombre verdadero) en la puerta de entrada de la base aérea y preguntó por Joe Roth a través de cierta extensión telefónica.

Pocos minutos después Roth se presentaba en un jeep de las Fuerzas Aéreas.

—¡Sam, qué alegría verte de nuevo!

—Lo mismo te digo, Joe. Desapareciste como si te hubieses largado de repente de vacaciones.

—Sam, lo siento. No tuve elección, ni oportunidad de explicarme. Era una cuestión de coger al tipo y salir corriendo con él o de rechazarlo.

—Está bien, no te preocupes —se apresuró a decir McCready—, todo ha sido explicado. Y las cosas han quedado aclaradas. Deja que te presente a mis dos compañeros.

Roth entró en el automóvil y saludó a Gaunt y a Daltry con sendos apretones de manos. Se sentía relajado y efusivo. No pensaba en problemas y estaba contento de que los británicos compartiesen con los estadounidenses esa bolsa de caramelos. Aclaró lo de los permisos de entrada para el grupo británico con el oficial de guardia y a continuación cruzaron la base en el automóvil en dirección al edificio aislado en el que se había instalado el equipo de la CÍA.

Al igual que ocurre con muchas edificaciones destinadas a ofrecer un servicio, el viejo almacén no tenía valor arquitectónico alguno, pero era eminentemente funcional. Un único corredor lo atravesaba de parte a parte y a todo lo largo del mismo, a izquierda y derecha, se veían las puertas de los dormitorios, el comedor, las cocinas, los lavabos y las salas de conferencias. Doce policías militares de las Fuerzas Aéreas estaban apostados alrededor del edificio, todos armados y, como McCready pudo advertir, pendientes sólo de la vigilancia de ese único objetivo.

Roth les condujo hasta una habitación situada en el centro del edificio. Las ventanas estaban cerradas y tapadas; la única iluminación era eléctrica. Unas mullidas poltronas formaban un cómodo grupo en el centro de la habitación; adosadas a las paredes había mesas y sillas para el personal encargado de levantar actas y tomar notas.

Con gesto afable, Roth indicó al grupo de agentes británicos que tomara asiento en las poltronas y pidió a uno de los suyos que les sirviese café.

—En fin, chicos, voy a traer al
Trovador
—dijo—, a menos de que antes queráis descansar un poco.

McCready denegó con la cabeza.

—También podríamos descansar con él, Joe.

Cuando Roth salió del aposento, McCready hizo señas a Gaunt y a Daltry para que se sentaran en las sillas junto a la pared. El mensaje era:
Oíd y escuchad, pero no intervengáis
. Joe Roth había dejado la puerta abierta. Del corredor le llegó a McCready la machacona melodía de
Bridge Over Troubled Waters
. La canción se detuvo cuando alguien apagó el tocadiscos. Instantes después Roth regresaba acompañado por un hombrecillo rechoncho y de mirada torva, que llevaba zapatillas de deporte, pantalones holgados y un jersey de polo.

—Sam, permíteme que te presente al coronel Piotr Orlov. Peter, éste es Sam McCready.

El ruso contempló a McCready con mirada inexpresiva. Había oído hablar de él. La gran mayoría de los agentes de alta graduación de la KGB había oído hablar de Sam McCready. Sin embargo no hizo el menor signo de que lo conociera de oídas. McCready cruzó de un par de zancadas la alfombra que había en el centro de la habitación y le tendió la mano.

—Mi querido coronel Orlov. Es un placer conocerle —dijo McCready, con una calurosa sonrisa.

Les sirvieron el café y tomaron asiento. McCready y Orlov lo hicieron frente a frente, y Roth a un lado. Sobre una de las mesas junto a la pared un magnetófono empezó a funcionar. No había ningún micrófono en la mesita del café. Sólo hubiese servido de distracción. De todos modos, la grabadora no dejaría nada sin registrar.

McCready comenzó a hablar en tono afable, con expresiones lisonjeras, y así continuó durante la primera hora. Las respuestas de Orlov brotaban con fluidez y facilidad. Pasada la primera hora, McCready se veía cada vez más confuso, o al menos, lo aparentaba.

—Todo está muy bien, es un material maravilloso —dijo—. Pero tengo un pequeño problema; bien, en realidad estoy convencido de que a todos nos ocurre lo mismo. Lo que usted nos ha dado son sólo nombres en clave. Tenemos a un tal agente
Ánade
en alguna dependencia del Ministerio de Asuntos Exteriores; a otro agente llamado
Cernícalo
, que puede ser un oficial de la Armada o un civil que trabaja para la Armada. Y como usted puede darse cuenta, coronel, nada de lo que usted dice nos sirve para detectar a una persona, y mucho menos para detenerla.

—Mr. McCready, como ya he explicado varias veces aquí, y en Estados Unidos, mi período de trabajo en el Directorio de Ilegales se remonta a cuatro años atrás. Y yo estaba especializado en Centroamérica y Sudamérica. No tenía acceso a los expedientes de los agentes que operaban en Europa Occidental, Gran Bretaña o Estados Unidos. Esos agentes estaban rodeados de una extraordinaria protección, como seguirán ahora, con toda seguridad.

—¡Ah, sí, por supuesto, tonto de mí! —exclamó McCready—. Pero yo me refería al tiempo que usted pasó en Planificación. Por lo que sabemos, ello implica la preparación de biografías ficticias, de «leyendas» para las personas que van a ser infiltradas o simplemente reclutadas. Así como los sistemas para organizar los contactos, pasar la información… y pagar a los agentes. Y eso incluye los Bancos que han de utilizarse, las sumas pagadas, los períodos durante los que se efectuaron los pagos, los costos de mantenimiento, etcétera. Y según parece, todo eso, coronel…, usted lo ha olvidado.

—La época en que estuve en Planificación fue anterior a la que pasé en el Directorio de Ilegales —replicó Orlov—. Y de aquello hace más de ocho años. Las cuentas bancarias son numeradas, imposibles de recordar.

En esa ocasión se advertía un cierto nerviosismo en la voz del coronel. El hombre comenzaba a enfurecerse. Roth había empezado a fruncir el ceño:

—O quizá con un sólo número —murmuró McCready como si estuviese pensando en voz alta—. O incluso no haya más que un Banco.

—¡Sam! —exclamó Roth de repente, inclinándose hacia delante—. ¿Qué estás insinuando?

—Simplemente intento comprobar si algo de lo que el coronel Orlov nos ha contado estas seis últimas semanas va a significar un daño grande e irreparable para los intereses de la Unión Soviética.

—¿Pero de qué demonios habla? —gritó Orlov, poniéndose de pie y ya enfadado—. Durante días enteros he estado ofreciendo detalles sobre la planificación militar soviética, los desplazamientos de tropas, las armas, los estados de alerta y la idiosincrasia de una multitud de personas. Detalles sobre la guerra de Afganistán. Redes de espionaje en Centroamérica y en Sudamérica las cuales ya han sido desmanteladas. Y ahora usted viene y me trata como a un… como a un criminal.

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