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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (27 page)

BOOK: El manipulador
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Al sur del Támesis, en la penúltima planta de la
Century House
, Timothy Edwards, delegado del jefe, recibió una llamada de Curzon Street, pero pudo negar que el SIS hubiese tenido algo que ver con eso. Cuando colgó el teléfono, presionó el botón del interfono que tenía sobre su escritorio.

—¡Haga el favor de decir a Sam McCready que suba inmediatamente a verme! —vociferó.

A mediodía, el general ruso, acompañado del coronel del Servicio de Inteligencia militar, se reunía en la Embajada soviética, en Kensington Palace Gardens, con el agregado militar soviético, que se hacía pasar por general de División de Infantería, aun cuando tenía el mismo rango en el Servicio de Inteligencia militar. Ninguno de los tres oficiales sabía que el comandante Kuchenko era, en realidad, el coronel Orlov, de la KGB; conocimiento éste que sólo le estaba reservado a un número muy reducido de oficiales de alta graduación pertenecientes a la Junta de Jefes de Estado Mayor en Moscú. De hecho, los tres hombres se hubieran sentido aliviados si lo hubiesen sabido, ya que pocas cosas hay en este mundo que complazcan más a los soldados y oficiales del Ejército soviético que ver a los de la KGB quedar en ridículo. Los oficiales reunidos en la Embajada de Londres creían haber perdido a un comandante del Servicio de Inteligencia militar, y se sentían extraordinariamente desdichados ante la esperada reacción por parte de Moscú.

En Cheltenham, en el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno británico, el centro de escucha de la nación, se observó un súbito y frenético incremento de las comunicaciones radiofónicas entre la Embajada rusa y Moscú; comunicaciones en las que estaban utilizando los códigos diplomático y militar. Los especialistas de Cheltenham se apresuraron a informar de este hecho.

A la hora del almuerzo, el embajador soviético, Leonid Zamiatin, hizo llegar su más enérgica protesta al Foreign Office, alegando que había habido un secuestro, y exigiendo el acceso inmediato al lugar donde estaba retenido, en contra de su voluntad, el comandante Kuchenko. La protesta dirigida al Foreign Office actuó de rebote y, en seguida, tuvo repercusiones adversas en todas las Agencias de Inteligencia, las cuales se apresuraron a levantar al unísono sus manos inmaculadas, replicando a coro:

—Pero si nosotros no lo tenemos.

Mucho antes del mediodía, la cólera de los soviéticos era ya equiparable al desconcierto de los británicos. El método utilizado por Kuchenko (los ingleses seguían llamándole así) para pasarse al enemigo había sido del todo inusitado, por expresarlo de un modo elegante. Los que desertaban no lo hacían como si fuesen al bar a tomarse una cerveza; antes se procuraban un refugio, que, por regla general, tenían previsto con mucha anticipación. Si Kuchenko hubiese ido a presentarse a una Comisaría, el hecho ya se habría sabido, pues la Policía del Condado de Wiltshire hubiese informado a Londres de inmediato. Y ya que todas las Agencias británicas proclamaban su inocencia, quedaba la posibilidad de que el culpable se encontrase en cualquiera de las otras Agencias que operaban en suelo británico.

La posición de Bill Carver, el director de la delegación de la CÍA en Londres, era harto difícil de sostener, por no decir imposible. Roth se había visto forzado a ponerse en contacto con Langley desde la base aérea con el fin de obtener el permiso para poder utilizar un avión de las Fuerzas Armadas estadounidenses, y Langley había informado a Carver. El norteamericano sabía muy bien las reglas del acuerdo angloamericano en este sentido: sería considerado una grave ofensa de los norteamericanos el hecho de que sacaran ilegalmente a un ruso de Inglaterra en las mismas narices de los británicos, sin decirles nada de lo que estaban haciendo. Pero a Carver le habían advertido que atrasara su respuesta hasta que el avión del MATS hubiese salido del espacio aéreo británico. Así que se refugió en el truco de estar inaccesible durante toda la mañana, y luego solicitó una entrevista urgente con Timothy Edwards para las tres de la tarde, la cual le fue concedida de inmediato.

Carver llegó con retraso a la cita: a unas tres manzanas de la
Century House
había estacionado su automóvil y se había quedado en él hasta que le informaron por el teléfono del vehículo de que el avión había despegado de la base. Cuando saludó a Edwards eran ya las tres y diez, y el jet estadounidense había sobrevolado el canal de Bristol al sur de Irlanda, y no se detendría hasta llegar a Maryland.

En el momento de verse frente a Edwards, Carver había recibido ya un exhaustivo informe de Roth, que un mensajero de la USAF le había llevado desde la base de Heyford a Londres. Roth le había explicado que el tal Kuchenko-Orlov no le había dejado más alternativa que aceptarlo sin más o dejar que se fuera y que Orlov estaba dispuesto a entregarse sólo a los norteamericanos.

Carver usó estos mismos argumentos para tratar de convencer a su interlocutor y restar importancia a la ofensa que eso podría significar para los británicos. Edwards había comprobado la información con McCready, y sabía quién era Orlov; el banco de datos norteamericano que Roth había consultado a eso de las siete de la mañana se había nutrido en primer lugar de los informes facilitados por el SIS británico. Personalmente, Edwards sabía muy bien que él hubiese actuado igual que Roth, aprovechando la ocasión y no dejando escapar la presa; pero, de todos modos, adoptó una actitud fría y reservada. Una vez recibió el informe de Carver, se apresuró a informar a los Ministerios de Defensa y de Asuntos Exteriores y al Servicio de Seguridad. Kuchenko (no vio la necesidad de decirle a todos que el verdadero nombre era Orlov, al menos de momento) se encontraba en el ámbito de soberanía de Estados Unidos, y fuera del alcance de cualquier control británico.

Una hora después, Mr. Zamyatin llegaba al Foreign Office, en King Charles Street, y era conducido de inmediato al despacho del propio ministro. Aun cuando se había propuesto aparentar que recibía las explicaciones con gran escepticismo, en su interior estaba preparado para creer lo que Sir Geoffrey le dijera, pues sabía que era un verdadero hombre de honor. Simulando que se encontraba aún hondamente ultrajado, regreso a la Embajada soviética y pasó su informe a Moscú. La delegación militar soviética emprendió el vuelo de vuelta a casa a altas horas de la noche, hondamente preocupados ante la perspectiva de los interminables interrogatorios que les tendrían preparados.

Por otra parte, en Moscú había estallado ya la gran batalla entre la KGB, que acusaba al GRU de no ejercer la suficiente vigilancia, y el GRU, que acusaba a la KGB de tener oficiales traidores en su plantilla. La esposa del coronel Orlov, profundamente perturbada por la noticia y que hizo angustiosas protestas de su inocencia, fue sometida a extensos interrogatorios, al igual que los compañeros de trabajo del coronel, sus amigos y sus contactos.

En Washington, el director de la Agencia Central de Inteligencia recibió una airada llamada por parte del secretario de Estado, el cual, a su vez, había recibido un afligido telegrama de Sir Geoffrey Howe por la forma de tratar ese asunto. Cuando el director de la CÍA colgó el teléfono, alzó la vista por encima de su escritorio y se quedó mirando fijamente a dos hombres sentados frente a él, el subdirector del departamento de Operaciones y el jefe del departamento de Proyectos Especiales, Calvin Bailey. Fue a este último a quien se dirigió.

—Su joven Mr. Roth. La ha armado buena esta vez. ¿Y usted me asegura que actuó por cuenta propia?

—Así es. Pero, por lo que he podido saber, el ruso no le dio tiempo para utilizar los canales oficiales. Le puso en la disyuntiva de tomarlo o dejarlo.

Bailey era un hombre delgado y austero, no muy dado a entablar fuertes amistades personales dentro de la Agencia. La gente lo encontraba frío y reservado. Pero era muy bueno en su trabajo.

—Les hemos gastado una bonita mala pasada a los británicos. ¿Habría corrido usted el mismo riesgo? —preguntó el director de la CÍA.

—Lo ignoro —respondió Bailey—. Y no podremos saberlo hasta que hablemos con Orlov. Hasta que conversemos de verdad con él.

El director de la CÍA asintió con la cabeza. En el mundo del espionaje, al igual que en cualquier otro, la norma es muy simple. Si uno emprende un negocio arriesgado del que luego saca ricos dividendos, se convierte en un tipo listo, destinado a ocupar los más altos cargos. Pero si el negocio falla, siempre está la jubilación anticipada. El director de la CÍA quería que Bailey se comprometiera.

—¿Se hace usted responsable de Roth?, ¿tanto en lo bueno como en lo malo?

—Sí —respondió Bailey—, me hago responsable. A fin de cuentas la suerte está echada. Ahora hay que averiguar qué hemos conseguido.

Cuando el avión de transporte de las Fuerzas Aéreas estadounidenses aterrizó en la base de Andrews, poco después de las seis de la tarde, hora de Washington, cinco limusinas de la Agencia estaban esperando en la pista de aterrizaje. Antes de que el personal de servicio hubiese tenido tiempo de desembarcar, los dos hombres, a quienes ninguno de los militares había reconocido ni volvería a ver en su vida, habían sido escoltados hasta fuera del avión para ser introducidos sin demora en las limusinas de ventanillas oscuras que esperaban en las inmediaciones. Bailey se encontró cara a cara con Orlov, le saludó fríamente con una ligera inclinación de cabeza y vio cómo lo conducían hasta el segundo coche. Entonces se volvió hacia, Roth.

—Te lo doy, Joe. Llévatelo y arráncale sus secretos.

—Pero si yo no soy un interrogador —replicó Roth—. Esa no es mi especialidad.

Bailey se encogió de hombros.

—Tú lo conseguiste. Te pertenece. Es posible que se encuentre más relajado contigo. Tendrás todo el respaldo técnico que necesites: traductores, analistas, especialistas en cualquier campo que ese hombre aborde… Y el detector de mentiras, por supuesto, empieza con el aparato. Llévate a tu hombre al rancho. Te están esperando. Y otra cosa, Joe, quiero saberlo todo, tal como vaya saliendo, al momento; sólo para mis ojos, y en persona, ¿de acuerdo?

Roth hizo un gesto de asentimiento.

Diecisiete horas antes, cuando se estaba apoderando de un chándal blanco en un dormitorio en Inglaterra, el coronel Piotr Orlov, alias Pavel Kuchenko, era todavía un honorable oficial soviético, con hogar, esposa, brillante carrera y patria. Y ya sólo era un fardo, un simple paquete que se cargaba en el asiento trasero de un sedán en un país extranjero, destinado a ser exprimido hasta la última gota y condenado a sentir irremediablemente, tal como le ocurría a todos, las primeras puntadas de remordimiento, de duda y, quizás, hasta de pánico. Roth se inclinó para meterse en el automóvil, al lado del ruso.

—Una última cosa, Joe. Si Orlov, al que desde ahora daremos el nombre de «
el Trovador
», resulta ser un cero a la izquierda, el Director está dispuesto a hacerme picadillo. Pero treinta segundos antes, yo te habré hecho picadillo a ti. ¡Buena suerte!

El rancho era, y sigue siendo, una de las casas anónimas de la CÍA, una granja auténtica del sur de Virginia de las que se dedican a la cría de caballos. No demasiado lejos de Washington, pero bien oculta en la profundidad de los bosques, cercada y vallada, con un acceso único por un camino particular, y custodiada por un equipo de jóvenes muy atléticos, que habían aprobado con sobresaliente los cursos de entrenamiento en Quantico sobre combate cuerpo a cuerpo y uso de armas.

A Orlov le designaron una cómoda habitación, pintada de alegres colores, con cuarto de baño y todos los requisitos habituales de un buen hotel: televisión, vídeo, tocadiscos, asientos cómodos y una mesa para comer. Allí le sirvieron la cena, su primera comida en Estados Unidos, y Joe Roth cenó con él. Durante el viaje en el avión, los dos hombres habían acordado que se llamarían por sus nombres, Peter y Joe, cuando se vieran. Y ahora todo parecía indicar que su acuerdo iba a ser duradero.

—Las cosas no van a ser fáciles siempre, Peter —dijo Roth, mientras observaba cómo se las arreglaba el ruso con una hamburguesa enorme.

Puede ser que Roth estuviera pensando en los cristales a prueba de balas en unas ventanas que no podían abrirse, en los espejos unidireccionales que había en todas las habitaciones y en las grabadoras que registraban cada palabra pronunciada en esa casa. El ruso hizo un gesto de asentimiento.

—Mañana empezaremos, Peter. Tenemos que conversar, que hablar de verdad. Primero te someterás a una prueba del detector de mentiras. Si la pasas, tendrás que contarme… muchas cosas. Todo, en realidad. Cualquier cosa que sospeches. Una y otra vez.

Orlov dejó el tenedor y sonrió.

—Joe, no olvides que somos personas que hemos pasado nuestra vida en este mundo tan extraño. No necesitas… —titubeó en busca de la frase adecuada— …andarte con rodeos. Tengo que justificar el riesgo que has corrido por mí al sacarme de Inglaterra. Darte lo que vosotros llamáis «el precio de la novia», ¿no?

Roth se echó a reír.

—Sí, Peter, eso es lo que necesitamos ahora. El «precio de la novia».

En Londres, el Servicio Secreto de Inteligencia británico no se había quedado de brazos cruzados. Timothy Edwarss se enteró del nombre del oficial desaparecido —Pavel Kuchenko— gracias al Ministerio de Defensa. Y su propio banco de datos le reveló que ése era el nombre de cobertura del coronel Piotr Orlov, miembro del Tercer Directorio de la KGB. Fue entonces cuando citó a Sam McCready en su despacho.

—He apretado las tuercas a nuestros primos estadounidenses lo más fuerte que he podido. Les he dicho que estamos profundamente ofendidos, que eso representa un ultraje a cualquier nivel, en fin, todo ese tipo de cosas. Bill Carver siente una gran preocupación, se mortifica; ve peligrar su propia posición. En todo caso, está dispuesto a ejercer presión sobre Langley para que nos pasen una buena cantidad de información, conforme la vayan recibiendo. Quiero formar un pequeño grupo que se encargue de analizar la mercancía de Orlov cuando nos llegue. Me gustaría que te hicieses cargo de ello… bajo mi dirección.

—Te lo agradezco —dijo
el Manipulador
—, pero yo iría mucho más lejos: les pediría el acceso a la fuente. Podría ser que Orlov conociese cosas que son específicamente para nosotros. Esas cosas no les interesan a los de Langley. Quiero acceso a la fuente, acceso personal.

—Eso va a resultar difícil —replicó Edwards, reflexionando. Casi seguro que ya lo tienen bien escondido en algún lugar de Virginia. Pero puedo preguntarles.

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