Cada hebra de sus pensamientos le conducía a un interrogante que ponía en entredicho su propio cometido:
¿Compensaba la apertura de la Puerta Oscura?
¿Cuántas víctimas inocentes habían caído fruto de su periódica existencia?
Quizá se trataba de un poder excesivo en manos de mortales. Surgió en su interior una íntima rebelión contra aquel precio que había que pagar a cambio de la vinculación con el Mundo de los Muertos.
Marcel, suspirando, reanudó su atención sobre la tumba que tenía delante:
«Agnes Perigueux», comunicaba la aséptica inscripción sobre la piedra, para continuar con los típicos datos biográficos referentes al lugar de nacimiento y al de la muerte, con sus respectivas fechas.
El forense compartía con aquella mujer el secreto de lo último que había hecho con su cuerpo: quemarlo. Aunque nadie conocía aquel hecho, en el interior del ataúd enterrado solo había cenizas. Marcel recuperó de su memoria unas escenas muy crudas, en las que se veía a sí mismo cumpliendo el ritual antivampírico. Porque, al contrario que su pareja, Agnes Perigueux sí había sido mordida y desangrada por Gautier. Al menos, su aparente muerte era tan reciente cuando Marcel se
encargó
de su cadáver, que todavía no había empezado a despertar como vampiresa, así que cumplir con la ceremonia no había sido tan arduo como hacerlo con el propio Gautier, que hasta el último hálito de su n$1-$2uerte intentó protegerse. El instinto de supervivencia de las criaturas malignas es poderoso.
Solo cuando hubo terminado definitivamente con ambos, con el vampiro y su última víctima, Marcel Laville pudo relajar su tensión y recuperarse de sus heridas, meses atrás. Agnes podría ya, al menos, descansar en paz. De todos modos, aún había compañeros del Instituto Anatómico Forense que cuchicheaban al paso de Marcel, pues a pesar de la exquisita discreción con la que Marcel actuaba, determinadas irregularidades no se habían podido camuflar por completo. Por lo menos el forense sí había contado con la indudable ventaja de ser el director de aquel centro, lo que le había permitido no tener que dar explicaciones a nadie. Siempre y cuando aquellas irregularidades no trascendiesen, claro.
—Los lugares hablan, tienen memoria —la maltrecha voz de la Vieja Daphne se repetía junto a él, en susurros de tinte ruinoso—. Solo hay que prestar atención. Sobre todo tú, que eres el Viajero. Esta es la casa de los Goubert. Míralo todo, pero no toques nada.
La mano de la vidente, con sus dedos artríticos, señalaba diferentes rincones.
Pascal se encontró con su imagen delgada duplicada en un enorme espejo modernista, de marco retorcido, colocado frente a la mesa de comedor de aquella casa desconocida a la que le habían llevado sin demasiadas explicaciones. Suspiró, aunque la distancia impidió que su aliento empañara la superficie de cristal ante la que aún permanecía, titubeando sobre sus próximos movimientos. La pitonisa tampoco decía nada más, se había apartado tras su última instrucción para dejarlo libre en aquella estancia amplia que, de momento, se mantenía muda para él. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? En silencio, Pascal se apartó el flequillo de la frente para encararse con el reflejo de sus propios ojos grises.
«Los lugares hablan», afirmaba ella. «Presta atención».
Pascal frunció el ceño. ¿Para eso le habían llevado hasta allí?
¿Cómo se prestaba atención a un espacio, a un rincón, al interior anodino de un edificio? ¿Cómo se accedía a la memoria de los lugares, cómo lograr que compartieran su reciente pasado con él? En apariencia, eso era lo que Daphne pretendía que ocurriera. Dio unos pasos mientras sobrevolaba con su mano la pulida superficie de la mesa de caoba rectangular, sorteando en su avance vago los respaldos de algunas sillas situadas alrededor del mueble. Eran cerca de las ocho de la tarde, la noche se filtraba a través de las ventanas de la habitación.
Nada, no sentía nada.
Sobre el suelo, una gruesa alfombra persa mostraba una extensa mancha oscura. Pascal tragó saliva, sentía la garganta seca. De vuelta a sus titubeos de aprendiz de Viajero, una sensación incómoda que reactivó sus recuerdos.
Varios meses habían transcurrido desde su milagroso retorno del Mundo de los Muertos acompañado por una impactada Michelle, un frenético regreso marcado por una cuenta atrás que habían apurado. Solo Daphne, fiel embajadora en el mundo de los vivos, había podido aguardarlos allí, en el ambiente sombrío del desván de los Marceaux. Pero había sido mejor así; aquel austero recibimiento, a pesar de las sentidas ausencias de los otros amigos, había permitido sin embargo la discreción necesaria para que Pascal y Michelle fuesen incorporados a sus respectivas vidas sin llamar la atención. Ya habría tiempo para todo lo demás.
Tres meses habían pasado desde la que, posiblemente, fuese la noche más larga que soportarían jamás. Meses de descanso durante los cuales Pascal se había mantenido al margen de su secreta condición por estricta prescripción médica de Marcel Laville. Debía recuperarse física y psicológicamente de la experiencia vivida, al igual que Michelle y, en realidad, todo el grupo de amigos implicados.
Ventilación, aire, paz. Rescatar la normalidad. Esa había sido la consigna del forense y de Daphne, que se había obedecido de modo riguroso. Vida familiar, clases en el
lycée
y salir con amigos. Incluso la incógnita sentimental con Michelle se había postergado, para sufrimiento de Pascal, y ni siquiera habían vuelto a pisar el desván donde se había ubicado la Puerta Oscura.
Pero ahora, de improviso, Daphne había solicitado su ayuda quebrando aquel lapso sereno, aquel oasis que los resguardaba con una opaca cortina de vulgaridad. El período de descanso había finalizado. Pascal volvía a primera línea. Aunque la petición de la bruja, eso sí, resultaba muy novedosa: «Los lugares hablan».
¿Atender a una habitación, escucharla? Ignoraba que la condición de Viajero acarrease aquella potestad. Y que un lugar tuviera algo que decir.
Se oyó un portazo que hizo vibrar las ventanas, y Pascal, arrancado con brusquedad de su abstracción, se sobresaltó. A continuación, unas voces tensas le alcanzaron desde la entrada de la casa, palabras que pronto adquirieron el tono discordante de los gritos. Los Goubert acababan de llegar a su hogar, y no de muy buen humor. El chico se volvió hacia la bruja, incómodo ante la proximidad de una discusión doméstica de la que no buscaba ser testigo. Pero Daphne mostraba un gesto tranquilo, como si nada hubiera interrumpido la calma de aquella tarde.
Pascal no se atrevió a abrir la boca, y eso que el encuentro con los recién llegados era inminente. Prefirió que fuese Daphne la que tomara la iniciativa, así que se limitó a detener su paseo por la estancia y ocupar una discreta posición junto a una pared lateral cubierta de cuadros.
A los pocos segundos, una mujer joven y atractiva atravesaba como un torbellino la puerta del salón, chillando y sollozando al mismo tiempo. Vestía traje de noche, y la vacilante trayectoria de sus pasos delató la abundante presencia de alcohol en su cuerpo. Para nueva sorpresa del Viajero, ella no pareció reparar en la presencia de la vidente, a la que casi atropello en su recorrido en tromba, ni, poco después, en la suya propia, y eso que las pupilas de ambos se habían encontrado durante un instante.
«¿Es que somos invisibles?», se planteó Pascal, un interrogante al que pudo dar respuesta justo después de formulárselo, pues acababa de entender, por fin, lo que implicaba acceder a la memoria de los lugares: estaba asistiendo a una recreación, en eso consistía aquella especie de trance espontáneo; aquella casa generaba para él la repetición de algo que ya había ocurrido. Por eso los protagonistas de esas imágenes no los veían.
Luego todo lo que registraban sus ojos ya había tenido lugar.
La voz de la bruja alcanzó a Pascal, inmóvil en su postura de testigo:
—¿Ves algo? —Daphne detectaba en el Viajero una concentración especial, y en los giros de la cara del muchacho intuyó que seguía con la vista algo que ella no podía distinguir. No obstante, prefirió confirmar que esa idea suya de traer a Pascal hasta aquella residencia estaba siendo efectiva, así que insistió:
—¿Notas algo?
Pascal le hizo un gesto con la mano que fue suficiente para ella, fijos los ojos en la mujer desconocida que ahora, sin dejar de gritar, había empezado a tirar cosas al suelo. Enseguida apareció en escena su acompañante, un hombre elegante de unos cuarenta años con gesto compungido.
—¡Te repito que no pasó nada entre nosotros! —se justificaba él, alzando también la voz—. ¡Solo fue un simple beso! ¿Qué tengo que hacer para que me creas?
Ella detuvo sus ansias destructivas para dirigirle una mirada fulminante.
—Qué poca vergüenza —hablaba con tal violencia que parecía escupir las palabras—, eres un cerdo. La he visto, he notado su desdén cuando nos hemos cruzado en la fiesta. ¡Te has acostado con ella, reconócelo!
—¡Estoy harto de tus celos, de tus paranoias! —él también explotaba, aunque Pascal no pudo precisar si se trataba de un mecanismo de defensa frente a una acusación cierta o la reacción lógica ante un trato injusto—. No tienes pruebas de que...
—¿Fue en esta casa? —le increpó ella, furibunda—. ¿En nuestra propia cama?
Aquella pregunta colmó el vaso. El hombre estalló con el rostro enrojecido de ira.
—¡Cállate, Mary, o te arrepentirás! —sus aspavientos se volvían cada vez más enérgicos, más incontrolables—. ¡Estás borracha, eso es lo que pasa!
La mujer soltó una carcajada histérica mientras un manotazo de su marido tumbaba una lámpara sobre la alfombra, lo que dio a la escena una iluminación grotesca, irreal.
—Ahora la culpa la tengo yo... ¡Esto se acabó, Peter! —sentenció ella, recuperando de golpe una frágil calma—. Lo nuestro ya es historia. Coge tus cosas y lárgate. Para siempre.
La cara de aquel individuo, ya de por sí congestionada, se terminó de transformar de forma radical ante aquellas últimas palabras, y en sus ojos chispeó un inquietante brillo de fiereza que Pascal, asustado, acertó a percibir. El Viajero no pudo evitarlo, de entre sus labios fruncidos se deslizó un inútil mensaje para ella:
—Vete mientras puedas, Mary Goubert; esto tiene muy mala pinta.
Daphne, ajena al violento episodio en el que se hallaba inmerso Pascal, sí se dio cuenta de que el chico murmuraba algo, pero permaneció en silencio. Imaginaba lo que debía de estar viviendo el Viajero, algo fuera de su alcance como pitonisa, pero que ella había provocado al llevarlo hasta allí.
—Pero qué estás diciendo... —ahora el tono empleado por aquel tipo había pasado de resultar duro a amenazador; apartó de un golpe una silla, que terminó también volcada en el suelo—. No lo dirás en serio...
Se estaba acercando a la mujer que, embotada por el alcohol y la supuesta humillación sufrida un rato antes, no parecía percatarse de las trágicas consecuencias que se estaban gestando mientras persistía en su tajante determinación.
—¡Que te largues de aquí, joder! —chilló ella, rozando la estridencia.
Pascal, mientras el marido se tapaba los oídos con las manos, supo que acababa de escuchar en aquella orden la funesta melodía de una sentencia de muerte; aquella abrumadora convicción recorrió su cuerpo con la caricia súbita de un escalofrío. Quiso involucrarse, se interpuso. Pero no sirvió de nada porque, ante lo que sucedía, él resultaba tan etéreo como el polvo suspendido en el aire.
Las siguientes imágenes confirmaron su presagio: Peter, enloquecido, había alcanzado de un salto a su mujer y ahora, agarrándola con fuerza, la zarandeaba de un modo brutal.
—¡Repite eso, zorra! —le chillaba al oído, con el rostro contraído y las venas de la sien abultadas—. ¡Dilo otra vez si te atreves!
La golpeó en la cara, una bofetada tan contundente que le partió el labio inferior. A continuación, insensible ante el semblante ensangrentado de ella, la tiró contra una mesita de cristal colocada entre dos sofás, que se astilló y volcó al sufrir el aparatoso aterrizaje del cuerpo femenino. Los jirones del vestido de Mary atestiguaban los dolorosos cortes que se habían producido bajo él.
Ella lloraba, aterrorizada y malherida. Pero ya era tarde para arrepentirse o simular un brusco cambio de opinión; su marido —lo que quedaba de él, vista la transformación experimentada— no la creería. Su suerte estaba echada.
Él avanzó como a ciegas, tal era su enajenación, y la atrapó antes de que pudiera levantarse.
—¡Que lo digas! —insistía aquel animal, a quien el alcohol y la rabia habían convertido en una bestia incapaz de razonar—. ¡Dilo otra vez!
Ella, sin embargo, no podía articular palabra. Gemía, pugnando por respirar. Su cuello sufría la presión de las manos de su marido, que se iban cerrando cada vez con más fuerza.
Pascal sentía en sus pulmones aquella sensación de asfixia que hacía suya desde su punzante imposibilidad de intervenir. Sus ojos, incapaces de pestañear a pesar de que lo único que deseaba el Viajero era no asistir a aquella escena, se mantenían fijos en los de la mujer, buscando otorgarle algún tipo de apoyo. «Al menos la compañía», se dijo él, conmovido, aproximándose unos pasos. En realidad, su cercanía no podía transformar lo ya sucedido, pero Pascal necesitaba experimentar la impresión de que no se había quedado al margen. Necesitaba suavizar la desoladora ambientación en la que se había sumergido arrastrado por la rudeza de aquellos hechos.
Un abrecartas en forma de puñal árabe logró desviar la atención demencial de Peter Goubert por un instante. El instrumento permanecía colocado a su alcance, de modo tentador, sobre una estantería blanca integrada en la pared más próxima. Pascal siguió la mirada de sus ojos inyectados en sangre, con el sonido de fondo de los lamentos ahogados de la mujer, y en cuanto atisbo el objetivo del hombre se quedó helado.
Sí, estaba dispuesto a matarla.
Mary apenas podía moverse, con el cuerpo sangrante y magullado. Lo único que consiguió, mientras Peter se estiraba con intención de atrapar el utensilio elegido para ejecutarla, fue arrastrarse por la alfombra, otorgando a la escena un mayor patetismo.
Pascal, en su impotencia, había llegado hasta ella gritando, incluso intentó frenarlo a él. Pero aquellos esfuerzos resultaron baldíos, sus gestos no superaban la consistencia del humo ante el ademán compungido de Daphne, que se mantenía más allá de la puerta del salón procurando adivinar lo que el chico estaba viendo a partir de su aspecto impresionado y unos estremecidos movimientos a los que la impotencia del Viajero iba arrancando impulso.