Qué poco efecto habían tenido las felicitaciones oficiales por haber resuelto meses antes el caso del asesino en serie que acabara, entre otras, con la vida de Delaveau. A Marguerite se le había impuesto una medalla al mérito profesional en un solemne acto oficial con presencia del alcalde de París, y en eso había quedado todo, por lo visto. Bueno, en eso y en una reactivación de las suspicacias que su forma de trabajar despertaba en policías menos audaces.
Al menos al comisario no se le podía acusar de falta de franqueza, desde luego.
—Algo habrá que ofrecer al señor Lebobitz —se atrevió ella a sugerir—, ¿no le parece? Para que no tenga que hacer frente solo a todos los trámites que se le avecinan, me refiero... Incluyendo la herencia de su hijo.
Desde el auricular llegó a la mujer un sonoro suspiro.
—¿Acaso eso es competencia nuestra?
—Sería un detalle, después de todo lo que ha debido de sufrir el pobre hombre.
El comisario soltó una sarta de improperios.
—¡Detective Betancourt, hágase monja si quiere, pero no me incordie! ¡Lo que hay que oír!
Ella, muy capacitada para soltar por su boca barbaridades mucho mayores que las que acababa de escupir el comisario a través del auricular, se contuvo para no empeorar las cosas. A fin de cuentas, sabía qué tecla pulsar para obtener el efecto deseado:
—Sería conveniente tener contento a ese señor, jefe.
Una escueta observación de lo más elocuente.
El comisario captó a la perfección los riesgos existentes, una perspectiva que el estrés por casos más urgentes le había impedido contemplar por un instante.
—Ya hablaré con asesoría jurídica —claudicó, intimidado ante el panorama que podía abrirse—, a ver qué se puede hacer. ¿Algo más?
Marguerite sonreía en silencio, había captado el último retintín de su jefe, que ignoró como tantas otras veces. Lo importante era que se había salido con la suya.
—Nada más, jefe. Gracias.
Llegó hasta ella un sonido seco. El comisario acababa de colgar.
* * *
Daphne, a la hora de completar el testimonio inicial de Pascal, había elegido muy bien sus palabras para que nadie se sintiera responsable. No había que olvidar que si Marc andaba vagando libremente por la Tierra de la Espera era por intermediación —inconsciente, eso sí— de Pascal, Michelle y Beatrice. Pero aquel no era un dato relevante que hubiese que sacar a colación.
Marc estaba detrás de los asesinatos, eso era lo trascendente. Y estaba apostando fuerte desde su dimensión. Aniquilar valiéndose de la sorpresa a dos pacíficos médiums con rango de maestro era un hecho que hablaba por sí mismo. La ambición de aquel demonio de apariencia infantil constituía el peor de los indicios.
Descubrir que se podía matar a un vivo desde el Más Allá había desencajado las facciones de los chicos, que recuperaban así el recuerdo de las conexiones existentes entre el mundo de los vivos y la brumosa región de los muertos. Hasta ese instante, el único vínculo nítido que habían asumido entre ambas regiones lo constituía el de los fantasmas hogareños, que podían ofrecer una apariencia aterradora, pero que no suponían una amenaza directa.
No obstante, todo había cambiado desde que un demonio se movía por la Tierra de la Espera —a su lado, la amenaza de Verger parecía un juego de niños—, aprovechando las sesiones de espiritismo para colarse en la dimensión de los vivos. Pascal, recuperando la hipótesis de Marcel, se planteó si desde su madriguera aquella criatura tendría acceso al sector de las ánimas hogareñas. En ese caso, incluso podría emplear aquel cauce para alcanzar en espíritu el mundo de los vivos, sin necesidad de ceñirse a la actividad arbitraria de los médiums. Lo que justificaría los últimos ataques que había sufrido, dedujo, sin atreverse a volver a sacar aquella prematura conclusión.
—¿Y ahora qué?
La pregunta de Dominique evidenció las inquietudes de todos los presentes. Pascal, con el rostro ceñudo, intuyó la primera consecuencia de aquel agravamiento de las circunstancias.
—Pues, de momento, hemos de suspender la entrada del Viajero en la Puerta Oscura —comunicó Daphne mientras barría a todos con la mirada—. Con tu permiso, Pascal. Al menos hasta mañana. Necesitamos algo de tiempo para valorar la situación y no incurrir en riesgos innecesarios.
—Pero ¿por qué? —el Viajero se había puesto de pie, acentuando así su disconformidad—. Ahora mismo el problema está aquí, ¿no? Ese Verger irá a por mí mañana, cuando termine el plazo y vea que no le he llamado. Entonces, no entiendo...
—No es tan sencillo —le cortó Marcel—. Aunque hasta ahora solo haya atacado a videntes, la verdadera amenaza se encuentra en el Más Allá. Es demasiado peligroso.
—No podemos dejarte ir sin tomar precauciones —añadió la bruja—. Ten en cuenta que nuestro apoyo se queda en este mundo, y todavía no sabemos qué pretende ese ente demoníaco.
—¡Pero allí también cuento con...!
Se detuvo antes de llegar a pronunciar aquel nombre: Beatrice. Pascal, sorprendido ante unos reflejos que se habían activado en su interior de forma inconsciente, miró disimuladamente a Michelle. Y es que, a pesar de que Pascal seguía experimentando un temor reverencial a introducirse en la Puerta Oscura —mucho más ahora, tras las últimas noticias—, había otros ingredientes que lo impulsaban a pisar de nuevo la tierra muerta. Y el más poderoso de ellos, ahora lo veía claro, era la presencia del espíritu errante. Quería ver a Beatrice, encontrarse una vez más junto a ella.
—Allí la ayuda que pueden prestarte es muy limitada —aseveró Marcel al cabo de unos segundos—. Son solo... muertos.
La inflexión empleada por el forense para aquellas últimas palabras transmitía delicadeza, pero no por ello resultaron menos punzantes para Pascal.
Michelle había asentido ante aquella afirmación. Eran solo muertos, y Pascal tenía toda la vida por delante. Para ella, Beatrice pertenecía a la categoría de «fantasma», un mensaje rotundo que se esforzó en transmitir a su amigo desde una posición personal demasiado próxima a un germen de despecho.
Pascal, por su parte, observaba a todos sin alterar su gesto crítico, incapaz de reaccionar después de pasar toda la noche preparándose para una experiencia que no iba a producirse. Una agresiva decepción lo engullía, y tenía miedo de no poder justificarla ante los demás sin comprometerse. Continuó contemplando al grupo reunido: ante él se erguían los rostros preocupados de Marcel y Daphne, el semblante inquieto de Michelle —sus ojos fueron los únicos que, al cruzarse con los suyos, lograron desestabilizarle desde su velada acusación—, la atención de Edouard, a la que el joven médium procuraba imprimir un improvisado sesgo profesional, o las pupilas brillantes de Jules, que parecía estar superando su fatiga crónica gracias a lo emocionante que debía de resultarle incluso el mismo espacio en el que se encontraban. Dominique se limitaba, desde la posición lateral de su silla de ruedas, a aguardar un desenlace en el que prefería no intervenir, prudente por una vez e impactado al mismo tiempo por el carácter enérgico que estaba exhibiendo Pascal y que todavía no asociaba del todo con su amigo.
—Está bien —concedió por fin el Viajero, volviendo a sentarse a regañadientes—. Pero mañana sí cruzaré la Puerta. Tengo que hacerlo. Ya he esperado bastante.
Pascal no había preguntado ni sugerido aquel nuevo plan, se había limitado a comunicarlo. Ese firme adelanto constituía en sí mismo una provocación, un pulso lanzado a la Vieja Daphne y al Guardián para calibrar su propio peso específico como Viajero. Aunque en realidad no había pretendido hacerlo en un tono tan impertinente, Pascal se asombraba de aquel inusual temperamento que estaba mostrando, una prueba de que su dilema sentimental le afectaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer.
Suspiró, agobiado. El brusco final de la cuarentena había hecho saltar por los aires un equilibrio solo aparente, que no podía sostenerse ante la envergadura palpitante de lo que tenían entre manos. Los tres meses de inactividad habían alejado las pesquisas policiales, pero, a cambio, habían acumulado los asuntos pendientes hasta que estos habían reclamado su protagonismo con escasa delicadeza.
El forense y la vidente se habían mirado un instante, dubitativos, antes de responder.
—De acuerdo —manifestó Marcel dirigiendo al chico una mirada inquisitiva—, siempre y cuando te comprometas a seguir nuestras instrucciones.
¿A qué venía aquella condición? Pascal no había pretendido en ningún momento transmitir intenciones de rebeldía. Se dio cuenta, además, de que todos habían pasado a observarle con desconcierto, y supo que necesitaba justificar una visible exasperación que estaba fuera de lugar. En caso contrario, con episodios conflictivos como el que estaba protagonizando, solo conseguiría que pensaran que su rango de Viajero se le estaba subiendo a la cabeza.
Confió en que eso no estuviese ocurriendo.
—Por supuesto —se apresuró a contestar al forense—, claro que tendré en cuenta lo que me digáis. Si yo lo único que defiendo es que creo que debo visitar ya el Más Allá, nada más. ¿Y si llevan tiempo esperando mi retorno? —inquirió, buscando argumentos para explicar su salida de tono—. Poneos en mi lugar, necesito volver allí; han pasado tantas semanas que empiezo a creer que todo fue un sueño. ¿Y si he perdido la capacidad de trasladarme a través de la Puerta Oscura? De verdad, necesito volver a experimentar el Viaje.
Los demás asintieron, acusando el favorable cambio de tono en Pascal.
—Yo te entiendo —dijo Michelle con una indulgencia sospechosa—. Como Viajero eres quien lleva el mayor peso de esta situación, es normal que pierdas en algún momento la calma. Pero recuerda que no estás solo en esto.
Todos apoyaron aquella observación.
—Sí —convino Daphne—, Pascal lo sabe. Creo que todos debemos tranquilizarnos —se volvió hacia el Viajero, comprensiva—. El acoso de André Verger ha debido de ser para ti muy duro, y las muertes de Agatha y Dionisio Guillen han acentuado nuestras suspicacias. Es clave que no perdamos la calma.
En aquel momento, algo pareció llamar la atención de Marcel Laville, que desvió su mirada hacia la penumbra del piso superior; un gesto solo captado por Pascal, que había estado pendiente de las actitudes de todos.
El Viajero siguió con sus ojos la misma dirección que habían marcado los del forense, pero tan solo se encontró con una barandilla apenas distinguible por la falta de iluminación. Sin embargo, la inmediata reacción de Marcel confirmó sus sospechas de que, bajo la atmósfera impávida de aquel escenario, algo ocurría que requería la intervención inmediata del forense.
—Si me disculpáis —se excusó Marcel, mientras se levantaba de su sillón—, debo ausentarme un momento. Proseguid con la reunión, Daphne —sugirió—. No tardaré mucho en volver.
La vidente asintió, otorgando al Guardián el respaldo necesario para que su marcha resultase natural. Pascal, al tanto de que bajo aquel movimiento de aspecto casual subyacían razones más graves, supo apreciar en el semblante de Daphne un leve gesto de alarma.
La vieja pitonisa era una mujer experimentada y sabia. Podía ignorar el motivo de la precipitada salida de Marcel, pero no su naturaleza apremiante.
Pascal asumió que de momento no obtendría una explicación a lo sucedido, y volvió a centrarse en la reunión, aunque de vez en cuando dirigía miradas desconfiadas a todos los rincones. El fuego de la chimenea, frente a él, continuaba crepitando, y aportaba una nota hospitalaria a aquella estancia, demasiado imponente, sin embargo, como para resultar cálida.
Pierre Cotin estudiaba la fachada de aquel edificio sin mirarlo directamente. Simulaba observar un escaparate, pero en realidad se dedicaba a analizar el reflejo del palacio de la acera de enfrente. Memorizaba cada detalle, del mismo modo minucioso con el que había anotado ya en su libreta la ubicación concreta, dentro del distrito de Le Marais. Lo que no había logrado Cotin, tras varios paseos por diferentes rutas, era hallar un acceso secundario al edificio.
Había seguido a Pascal Rivas hasta allí. Primero, había visto cómo se encontraba con otros chicos en la puerta de un pub muy próximo llamado Amnesia, donde fueron recogidos por aquella vidente de apariencia excéntrica que ya conocía de vista. La peculiar mujer había guiado a los muchachos por una bocacalle cercana, eludiendo la puerta principal del palacio, razón por la que Cotin buscaba ahora, infructuosamente, otro acceso al caserón. Y es que el espía, acostumbrado a fiarse de sus palpitos como fisgón, estaba convencido de que allí era donde se dirigían. Tenía que ser allí.
No obstante, para cuando Cotin se había decidido a lanzarse tras ellos —cuando podía permitirse hacerlo sin incurrir en un riesgo excesivo a ser descubierto—, todo el grupo había desaparecido como por arte de magia.
Inexplicable.
Estaba claro que en aquel misterioso edificio o en sus inmediaciones estaba sucediendo algo. Cansado de esperar, Cotin terminó reduciendo sus cautelas y se giró sin tapujos para observar el palacio frente a frente, tan sucio y descuidado que parecía abandonado desde hacía décadas.
—Pero seguro que no lo está —susurró.
Recordó su propia imagen desastrada, lo que agudizó su tendencia a no fiarse de las apariencias.
—Impresionante, ¿verdad?
Pierre Cotin dio un respingo al escuchar aquella voz desconocida.
Cotin miró suspicaz al hombre que se había detenido junto a él, un tipo de unos cuarenta años, de aspecto atlético, impecablemente vestido y con el pelo gris ceniza.
—¿Es a mí? —preguntó.
—Sí, perdone si le he asustado. Es que le he visto admirando el palacio y...
—Y qué.
Cotin no estaba dispuesto a camuflar su hostilidad, y mucho menos a fiarse de aquel individuo que había aparecido de improviso. Observó el resto de la calle, receloso, y tuvo que reconocer que había bastante gente caminando. Tal vez, simplemente, no lo había visto llegar. Podía ser.
—Verá, soy arquitecto, experto en patrimonio —mintió Marcel Laville, exagerando una expresión de contrariedad—. Con tanto dinero que malgasta el Ayuntamiento de París, no comprendo que tengan esa joya tan abandonada. Cualquier día habrá que declarar su estado de ruina y la demolerán, es una vergüenza. Todo por culpa de la especulación, seguro...
Cotin, en cuya cara tensa asomó de inmediato una mueca de aburrimiento, sonrió sin ganas.