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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (53 page)

BOOK: El mal
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El fantasma, ajeno a todo, no parecía decidido a cejar en su empeño asesino. Persistía en su ataque, haciendo caso omiso a los recién llegados y a la monótona cantinela de ruegos y amenazas que continuaba profiriendo Ralph más allá del espejo. Además, el peso del ente, situado encima de su víctima, impedía a Pascal desenfundar la daga.

Mientras, la necesidad de respirar del Viajero iba tornándose acuciante.

—¿Es un ente hogareño? —preguntaba en aquel momento Marcel.

Edouard asintió callando, sin despegar los ojos de los dos cuerpos enzarzados en aquel combate invisible para los demás que a él le tenía hipnotizado.

—¡Dime dónde está! —le gritó Marcel al chico, sacudiéndolo por los hombros para despertarlo de su ansiedad paralizante—. ¡Dónde!

Edouard reaccionó al fin y señaló el rostro severo del fantasma enfrentado al del Viajero a la altura del borde de la bañera. Y Marcel, sin perder ni un segundo, se quitó la cadena con el medallón del Clan de los Guardianes para colocarla en el punto exacto que le seguía indicando el médium. La pieza de metal quedó colgando justo ante los ojos del ente, que en cuanto distinguió su naturaleza soltó a Pascal, dio un salto hacia atrás y, sin detenerse, se precipitó por el espejo como si se tirara de cabeza a una piscina. La superficie del vidrio se tragó aquel cuerpo sin dificultad para recuperar después su aspecto terso sobre el lavabo. Más allá del cristal, el fantasma hogareño apartaba a Ralph de un empujón y se perdía en la espesura de aquel entorno fronterizo entre dimensiones.

La calma y el silencio volvieron al cuarto de baño donde permanecían Marguerite, Marcel y Edouard, aunque en realidad las toses que colapsaban al Viajero mientras procuraba normalizar la respiración impedían al joven médium lograr una auténtica serenidad.

Edouard también hacía esfuerzos por recuperar el aliento sentado sobre el inodoro. La experiencia había sido agotadora, extenuante.

—Pascal, regresa rápido —indicó Marcel al Viajero, enfocando con sus ojos en la dirección que volvía a concretarle Edouard—. Vete ya. Ahora que se ha ido ese hogareño, Marc no tardará en enterarse de que estás en su territorio. Tienes que salir de ahí cuanto antes y nosotros no podemos ayudarte desde aquí.

El forense deseó, mientras hablaba, disponer de otro cauce menos peligroso que el de la Puerta Oscura para permitir el retorno físico de Pascal a la dimensión de los vivos. Pero no lo había.

Marguerite, a punto de perder los nervios ante aquel despliegue de comportamientos incomprensibles que por fin parecía ir perdiendo empuje, se mantenía al margen de la escena. Así lo había hecho a lo largo de todos aquellos minutos que hubiera dado lo imposible por no vivir: la encerrona a Marcel se había terminado convirtiendo en su propia trampa.

El Guardián, al mismo tiempo, no dejaba de preguntarse cómo era posible que un fantasma hogareño, una criatura de naturaleza en principio pacífica, se comportara con aquella agresividad. ¿Qué rumor habría hecho correr el ente demoníaco en su mundo para que el Viajero fuera recibido así? Se dio cuenta de que, frente a lo que imaginaran al planificar los movimientos de Pascal, jamás habían contado con algo así.

«Date prisa, Pascal», repitió Marcel Laville para sus adentros. «Lárgate de ahí».

CAPITULO 40

Marguerite exhalaba el humo de su cuarto cigarrillo, convertida en una máquina de consumir nicotina. Siguió con sus ojos las volutas vaporosas mientras ascendían sin prisa hacia el techo del bar, disgregándose conforme ganaban en altura hasta hacerse invisibles. Deseó poder hacer lo mismo, o al menos poder hacer lo mismo con el último episodio de aquella larga noche.

—¿Lo dejamos para mañana? —ofreció Marcel desde el otro lado de la mesa, con suavidad—. Los dos estamos muy cansados. Mañana podremos hablar con más calma.

La detective bajó la mirada hasta él y esbozó una sonrisa vencida.

—¿Acaso crees que voy a poder pegar ojo? —se quejó, llevándose de nuevo el cigarrillo a los labios—. Así que tú y ese chico habéis solucionado los fenómenos paranormales experimentados en esa casa manteniendo una conversación con alguien invisible. Estupendo.

La detective daba leves toques a la boquilla del cigarro con el pulgar de la mano que lo sostenía. Provocó una diminuta lluvia de restos de tabaco consumidos sobre el cenicero, que contempló ensimismada hasta que todas las partículas hubieron aterrizado.

Tras las misteriosas palabras que se habían pronunciado en el baño de aquel domicilio que acababan de abandonar, y que quedarían bajo una especie de secreto sumarial entre quienes habían compartido la escena, lo cierto es que no habían vuelto a producirse fenómenos extraños en el piso. Ellos, al comprobarlo, no habían tardado mucho en abandonar ese hogar cuyos inquilinos iban recuperando la calma poco a poco, y a los que habían pedido que llamaran a los compañeros de la policía para advertirlos de que la emergencia estaba ya controlada. Así evitaban la llegada de los efectivos que podían presentarse en cualquier momento.

—Marguerite, no tengo intención de utilizar lo que ha ocurrido esta noche para recriminarte nada —comunicó Marcel, conciliador—. Lo mejor es que lo olvidemos, ¿no te parece?

Ella dedicó toda su atención a la siguiente calada de su cigarrillo, profunda, antes de responder.

—No quieres explicarme qué ha sucedido, ¿verdad?

—No lo necesitas.

La detective cerró los ojos y se pasó una mano por la cara.

—Marcel, no sé si voy a poder seguir con esto —confesó con la voz quebrada.

El forense nunca la había visto tan hundida y se asustó. No se podían permitir perder un apoyo tan importante, tan oportuno, en la policía. Ella debía seguir en la brecha. No podían renunciar a Marguerite Betancourt.

—¿Por qué no me cuentas lo del suicida? —propuso Marcel tomándola de las manos—. Eso te ayudará a ganar convicción. Metámonos de lleno en tu terreno, hazme perder pie...

«No es mala idea», pensó ella, agradecida por el gesto cariñoso de su amigo en un instante en el que una extraña soledad la invadía. El síndrome de aislamiento que inundaba a quien iba adquiriendo conciencia de sus propias limitaciones precisamente cuando más necesitaba avanzar sin barreras. Ella jamás lograría acompañar a su amigo más allá del paisaje cotidiano de las calles.

Marguerite habló entonces sin parar, por miedo a que su silencio le hiciese volver al interior de aquella casa donde acababa de ser testigo directo de realidades que escapaban a su control, realidades que interferían en la suya, que se solapaban desbordando los diques de su escepticismo. Y lo contó todo, hasta el mínimo detalle. Después, extrajo del bolsillo de su abrigo unas fotos hechas con una
Polaroid.

—Veo que no pierdes las viejas costumbres —comentó él—. ¿No te gusta la tecnología digital?

—Me gustan los resultados rápidos —le pasó las fotos, donde se apreciaban primeros planos del rostro de un cadáver—. ¿Podrías enseñárselas a Pascal Rivas? A ver si la suerte nos ayuda un poco y se trata del mismo individuo que intentó secuestrarle la otra noche.

Marcel podría haberle dicho en ese momento que no era él. Pero no debía delatarse de aquel modo, así que accedió.

—¿Qué te hace sospechar que se trata del mismo tipo? —le preguntó.

Al forense le gustó apreciar en el rostro de Marguerite la mueca entre concentrada y hambrienta que ella siempre esbozaba cuando se hallaba inmersa en sus indagaciones policiales.

—La primera vez no consiguió lo que pretendía —argumentó ella—. Parece lógico pensar que se ha mantenido cerca de su víctima esperando la ocasión ideal para rematar la faena, ¿no?

Marcel asintió.

—¿Y por qué quiso atacar a esa chica desconocida que has mencionado? Si a quien buscaba era a Pascal...

—Qué coño hacía esa chica allí es un enigma —reconoció la detective—, aunque desde luego no era una delincuente profesional, a juzgar por la posición tan visible que ocupaba junto a la ventana y la ingenuidad con la que se mantenía distraída respecto a lo que podía ocurrir a su espalda. No sé qué hacía allí ni quién es, pero desde luego su presencia molestaba al profesional que llegó después —Marguerite consultó las notas de su libreta—. De hecho, nuestro amigo pareció sorprendido al verla, me di cuenta desde mi posición. Lo que confirma que ellos no habían acordado esa cita. Se trató de un encuentro fortuito que nuestro hombre procuró resolver de una forma algo... radical. Hasta que yo intervine.

—Tu planteamiento parece sólido —observó Marcel rascándose el mentón—. Le haré llegar las fotos a Pascal. Quién sabe, aunque ya te adelanto que puede haber más gente interesada en el chico. Gente... tan impaciente como ese individuo.

—¿Te refieres al que presuntamente acabó con Sophie Renard? Tal vez se trate de la misma persona...

Marcel sonrió.

—Pides demasiado a la suerte, Marguerite. Pero me encanta verte en acción.

* * *

Las entrañas del palacio estaban sirviendo de escenario para el final de la reunión que se prolongaba desde media tarde, aunque en esta ocasión faltaba la solemne figura del Guardián. Obligado por las circunstancias a quedarse con la detective Betancourt, Marcel había enviado a Edouard en un taxi para que se encontrara con los demás y les relatara los últimos acontecimientos.

Allí, junto a la mole poderosa de la Puerta Oscura, todos escuchaban con perplejidad los detalles del último trayecto de Pascal, que ya se encontraba con ellos gracias a la velocidad con la que el tiempo de los muertos transcurría en la dimensión de la vida. Hacía unos minutos que el Viajero había emergido del arcón, y desde entonces no había dejado de hablar a su atento auditorio.

—¿Y cómo pude tocar el mueble del baño? —el Viajero se dirigía a Daphne—. Se supone que no es posible, ¿no?

La vidente negó con la cabeza.

—Muchos fenómenos de ese tipo que se producen en nuestra realidad están protagonizados por espíritus que, por alguna razón, pretenden llamar la atención de algún vivo. Así que, teóricamente, es posible. Si ellos son capaces de hacerlo...

—Entonces, ¿cómo lo logré?

La vidente reflexionó unos instantes antes de aventurar una respuesta. Los intrépidos pasos de Pascal estaban conduciéndola a interrogantes para los que en el mundo de los vivos empezaban a faltar respuestas. Ni la colección de manuscritos de Daphne, ni siquiera la fabulosa biblioteca que contenían aquellos muros del palacio, y que solo conocía el Guardián, contenían información sobre grandes parcelas del Más Allá. El mapa del otro mundo presentaba demasiadas regiones en blanco.

Pascal Rivas estaba ejerciendo, sin percatarse, de explorador.

Y a la antigua usanza, lanzándose a la aventura en primera persona, como Livingstone o Amundsen.

—La tensión del momento que estabas viviendo concentró tus energías —adujo por fin Daphne—. De alguna manera, eso te solidificó en nuestra dimensión, aunque no te otorgó visibilidad —se detuvo, atando cabos sobre la marcha—. El mismo esfuerzo energético que llevó a cabo ese fantasma hogareño para atrapar las cuchillas de afeitar, si te das cuenta.

Pascal tuvo que admitir que aquella explicación tenía sentido, al menos en el ámbito esotérico en el que se movían. Un argumento que, por otra parte, multiplicaba sus posibilidades en el entorno de los fantasmas hogareños.

«Y las de Marc», cayó en la cuenta.

—¿Así acabó el ente demoníaco con tus colegas? —indagó entonces Michelle, que acababa de llegar a la misma conclusión a través de sus propios vericuetos mentales.

—En efecto —afirmaba ahora la vidente con un velo de tristeza—. Marc también puede entrar en contacto con los objetos de nuestra realidad, una vez logra acceder en espíritu. Con la afortunada diferencia de que él, al no tener naturaleza de hogareño, necesita ser convocado por un médium, no puede filtrarse en nuestra dimensión a través de los resquicios que permanecen abiertos entre los dos mundos, esos huecos por los que se mueven los fantasmas.

Pascal pensaba en los fenómenos paranormales que había sufrido en su habitación y en los vestuarios del
lycée,
cada vez más convencido de que el ente, por el contrario, sí se estaba aprovechando de los cauces de los hogareños.

—O sea... —reflexionó Michelle en voz alta—, Marc se tuvo que aprovechar de sesiones abiertas de espiritismo, se coló, vamos.

Y desde allí atacó.

Edouard, sentado junto a Mathieu, asintió con la cabeza sin pronunciar palabra. Aún sentía cierta culpabilidad por su escasa eficacia durante el ataque de Pascal. Cobijaba la dolorosa convicción de haber suspendido una suerte de examen práctico. Y eso que nadie, ni la bruja ni Marcel Laville, le había recriminado nada. Muy al contrario, su maestra había afirmado con orgullo que el mero hecho de haberse mantenido sin flaquear frente a la impactante escena que solo él acertaba a distinguir, ya constituía de por sí una buena actuación.

Pero él siempre había soñado con retornar de su primera misión, aquella para la que tanto esfuerzo y tiempo había invertido, portando un éxito rotundo, sin grietas, sin matices. Esto ahora se convertía en un obstáculo para valorar con objetividad la propia actuación. ¿Qué anhelaba Edouard en realidad: aprovechar la utilidad de su don, la admiración ajena o quizá una felicitación más contundente de Daphne?

Tenía que aclarar sus prioridades.

—Gracias a ti, Edouard, el Guardián ha podido frenar al ente hogareño —había concluido la bruja—, lo ha obligado a regresar a su mundo. Nuestra valiosa labor se oculta a menudo bajo la apariencia de la intermediación. Pero no por ello es menos importante.

Aquellas palabras iban ayudando al joven médium a rescatar su dignidad, a superar incluso el antecedente que arrastraba de su fase de aprendiz: el ataque de Varney, la insultante facilidad con la que tiempo atrás había caído en sus manos.

* * *

A pesar de que todavía era pronto para lo que acostumbraban en aquella familia, Jules ya había terminado de cenar. Había comido bastante poco, y su madre insistió en que tomara algo más de postre. Él negó con la cabeza, manteniendo la misma pose huraña que había mostrado durante toda la tarde, al menos en las escasas ocasiones en las que se había dejado ver más allá de los umbrales de su habitación, un recinto cerrado que había pasado a convertirse en su madriguera, en su minúsculo reino. Pasaba tantas horas allí...

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