—Los mensch no son nuestros hijos —replicó Alfred con irritación—. ¡Nosotros no los creamos, no los llevamos a ese mundo! ¡No teníamos ni tenemos derecho a gobernar sus vidas!
—¡No intentábamos gobernarlos! —Samah se puso en pie. Su mano se posó sobre la mesa como si se dispusiera a descargar un golpe sobre ella, pero se controló—. Les permitíamos actuar por su cuenta, aunque a menudo contemplábamos sus acciones con profunda pena y tristeza. Eran los patryn quienes se proponían someter y gobernar a los mensch. ¡Y lo habrían conseguido, de no ser por nosotros!
»En la época de la Separación, el poder de nuestros enemigos se hacía cada vez más fuerte. Más y más gobiernos habían caído bajo su dominio. El mundo estaba envuelto en guerras, raza contra raza, nación contra nación. Quienes nada tenían sólo buscaban degollar a quienes lo poseían todo. No había habido nunca una era tan oscura, y parecía que lo peor aún estaba por llegar.
»Y entonces fue cuando los patryn consiguieron descubrir nuestro punto débil. Mediante viles trucos y su magia, convencieron a algunos de los nuestros que ese nebuloso Ser Supremo, al que incluso los mensch habían dejado ya de venerar, existía realmente.
Alfred intentó intervenir, pero Samah levantó una mano.
—Déjame continuar, por favor —dijo. Hizo una breve pausa y se llevó los dedos a la frente, como si le doliera. Tenía el rostro ojeroso, con una expresión de cansancio. Con un suspiro, volvió a ocupar su asiento y contempló de nuevo a Alfred—. No culpo a quienes cayeron víctimas de este engaño, hermano. Todos, en un momento u otro, anhelamos descansar nuestra cabeza en el pecho de alguien más fuerte y más sabio que nosotros; todos deseamos delegar toda responsabilidad en un Ser Todopoderoso y Omnisciente. Y tales sueños y deseos son agradables, pero luego debemos despertar a la realidad.
—Y ésa era vuestra realidad. —Alfred contempló a los presentes con lástima y continuó, con una voz apagada por la pena—: Dime si me equivoco. Los patryn se hacían cada vez más fuertes mientras los sartán se dividían en facciones. Algunos empezaban a negar su condición divina, dispuestos a seguir aquella nueva visión. Y amenazaban con llevarse a los mensch con ellos. Os visteis a punto de perderlo todo.
—No te equivocas —murmuró Orla.
Samah le dirigió una mirada colérica que su esposa percibió, aun sin verla. Sus ojos estaban fijos en Alfred.
—Seré indulgente contigo, hermano —dijo el Gran Consejero—. Tú no estabas allí y no puedes comprender lo que sucedía.
—Claro que comprendo —replicó Alfred con voz clara y firme. Ahora, su porte era erguido y distinguido. Casi resultaba atractivo, pensó Orla—. Por fin, después de tanto tiempo, consigo entender, ¿De quién teníais miedo, en realidad? —Su mirada recorrió uno por uno a los miembros del Consejo—. ¿De los patryn? ¿O más bien temíais la verdad, el conocimiento de que no erais la fuerza que movía el universo, de que en realidad no erais mejores que los mensch a quienes siempre habíais despreciado? ¿No es eso lo que realmente os asustaba? ¿No fue ésa la razón por la cual destruisteis el mundo, con la esperanza de destruir con él esa verdad?
Las palabras de Alfred resonaron en el silencio de la sala.
Orla contuvo la respiración. Ramu, con el rostro sombrío de rabia contenida, dirigió una mirada inquisitiva a su padre como si le pidiera permiso para hacer o decir algo. El perro, que se había dejado caer en el suelo a los pies de Alfred para dormitar mientras se desarrollaba el tedioso parlamento, se incorporó de pronto y volvió los ojos a un lado y a otro, percibiendo algo amenazador.
Samah hizo un ligero gesto de negativa con la mano y su hijo, a regañadientes, volvió a ocupar su asiento. Los demás Consejeros pasaron la vista de Samah a Alfred y de nuevo al presidente del Consejo. Y fueron varios los que menearon la cabeza con ademán incómodo.
Samah miró fijamente a Alfred y no dijo nada.
En la sala creció la tensión.
Alfred parpadeó repetidamente y, de pronto, pareció darse cuenta de lo que estaba diciendo. Al instante, empezó a flaquear, como si la energía que acaba de exhibir lo estuviera abandonando.
—Lo siento, Samah. No pretendía... —Alfred dio un paso atrás, encogiendo los hombros, y tropezó con el perro.
El Consejero se puso en pie bruscamente, abandonó su asiento, rodeó la mesa y avanzó hasta llegar junto a Alfred. El perro soltó un gruñido, con las orejas aplastadas contra el cráneo y los dientes al descubierto, y movió lentamente el rabo de un lado a otro.
—¡Quieto! —le cuchicheó Alfred con aire desconsolado.
Samah alargó la mano y Alfred se encogió aún más, como si esperara un golpe. Pero lo que hizo el Gran Consejero fue pasar el brazo por los hombros de su adversario en el debate.
—Muy bien, hermano —dijo en tono amable y bondadoso—, ¿no te sientes mejor ahora? Por fin nos has abierto tu corazón. Por fin has confiado en nosotros. Reflexiona y dime si no habría sido mucho mejor que acudieras desde el principio a mí, a Ramu, a Orla o a cualquier otro miembro del Consejo para exponernos estas dudas y estos problemas. Ahora, finalmente, podemos ayudarte.
—¿De veras? —Alfred lo miró fijamente.
—Sí, hermano. Al fin y al cabo, eres un sartán. Eres uno de nosotros.
—Yo... lamento mucho haber irrumpido de esa manera en la biblioteca —balbuceó Alfred—. Obré mal, lo sé. Y estoy aquí para disculparme. Yo no..., no sé qué me ha pasado para decir todas esas otras cosas...
—El veneno te ha estado emponzoñando las entrañas durante mucho tiempo. Ahora que lo has expulsado, la herida curará.
—Eso espero —respondió él, aunque parecía escéptico—. Eso espero. —Exhaló un suspiro y bajó la vista al suelo—. ¿Qué haréis conmigo?
—¿Hacerte? —Samah puso cara de sorpresa—. ¡Ah! ¿Te refieres a si te impondremos alguna sanción? Mi querido Alfred, ya te has castigado a ti mismo más de lo que exige tu infracción de las normas. El Consejo acepta tus disculpas. Y, cuando te apetezca utilizar la biblioteca, sólo tienes que pedirnos la llave a mí o a Ramu. Me parece que te resultará muy beneficioso estudiar la historia de nuestro pueblo.
Alfred lo miró, boquiabierto, incapaz de articular palabra de puro desconcierto.
—El Consejo tiene que tratar ahora ciertos asuntos menores —continuó Samah rápidamente, al tiempo que retiraba la mano de los hombros de Alfred—. Toma asiento entre nosotros; no tardaremos en atender nuestras obligaciones y luego podremos marcharnos.
A un gesto de su padre, sin decir una palabra, Ramu acercó una silla a Alfred. Éste se derrumbó en ella y permaneció allí encogido, enervado, aturdido.
Samah volvió a su asiento y empezó a exponer algunos asuntos triviales que bien podrían haber esperado. Los demás miembros del Consejo, visiblemente incómodos e impacientes por terminar la reunión, no le prestaban atención.
El Gran Consejero continuó hablando con voz paciente y calmosa. Orla observó a su esposo, contempló el destello de inteligencia de su rostro firme y atractivo, y cayó en la cuenta de la habilidad y la maestría con las que estaba manipulando al Consejo. Samah había logrado ganarse la voluntad del pobre Alfred. Ahora, de forma lenta y firme, estaba recuperando la lealtad y la confianza de sus seguidores. Los miembros del Consejo empezaron a tranquilizarse bajo la influencia de la voz relajante de su líder. Incluso se oyeron unas risas tras una pequeña broma.
«Cuando salgan de aquí —pensó Orla—, la voz que tendrán en sus oídos será la de Samah. Habrán olvidado la de Alfred. Es extraño, pero hasta hoy no había advertido la forma en que nos manipula.
»Pero en adelante será "los", no "nos". Conmigo, ya no lo hará más.»
Nunca más.
La reunión concluyó por fin.
Alfred, sumido en sus atormentados pensamientos, no escuchó nada de lo que se decía. Sólo salió de su ensimismamiento cuando los presentes empezaron a marcharse.
Samah se puso en pie. Los restantes Consejeros estaban ya relajados y de buen humor. Le dirigieron una reverencia, se despidieron unos de otros con idéntico gesto (de Alfred, no; a Alfred no le prestaron la menor atención) y abandonaron la sala.
Alfred se incorporó, tambaleándose.
«Creía tener la respuesta... —dijo para sí— pero se me ha ido de la cabeza. ¿Cómo ha podido borrarse tan de repente? Tal vez estaba equivocado. Tal vez la visión fue un truco de Haplo, como dijo Samah.»
—He observado que nuestro invitado parece terriblemente cansado, esposa mía —estaba diciendo Samah—. ¿Por qué no lo llevas de vuelta a nuestra casa y te ocupas de que descanse y coma algo?
Todos los miembros del Consejo habían abandonado ya el lugar. Sólo Ramu permanecía junto a su padre.
Orla tomó del brazo a Alfred.
—¿Te encuentras bien?
Él aún se sentía aturdido; lo recorrió un estremecimiento y trastabilló.
—Sí, sí —respondió vagamente—. Pero creo que me convendría descansar un poco. Si pudiera volver a mi habitación y..., y acostarme...
—Desde luego —asintió Orla, preocupada—. ¿Vienes con nosotros, esposo? —preguntó, volviéndose hacia Samah.
—No, todavía no, querida. Tengo que hablar con Ramu sobre esas pequeñas cuestiones que acaba de votar el Consejo. Adelántate con Alfred. Yo llegaré a tiempo para la cena.
Alfred dejó que Orla lo condujera hacia la puerta. Casi habían dejado atrás la Cámara del Consejo cuando advirtió que el perro no lo seguía. Volvió la vista buscando al animal, pero al principio no lo vio. Luego distinguió la punta del rabo, que asomaba debajo de la gran mesa del Consejo.
Se le ocurrió entonces un pensamiento inoportuno. Haplo había entrenado a su perro para actuar como espía. A menudo le había ordenado quedarse, sin despertar sospechas, cerca de alguien cuyas palabras llegaban al patryn a través de los oídos del animal. En aquel instante, Alfred comprendió que el perro estaba ofreciéndose a prestarle el mismo servicio a él. Se quedaría con Ramu y Samah para escuchar lo que conversaran.
—¿Alfred? —inquirió Orla.
El sartán dio un respingo, asaltado por el sentimiento de culpa. Se volvió en redondo, no vio lo que tenía delante y se dio de bruces con el marco de la puerta.
—¡Alfred...! ¡Oh, vaya! ¿Qué has hecho? ¡Te sangra la nariz!
—Creo que he tropezado con la puerta.
—Echa la cabeza hacia atrás. Entonaré una runa curativa...
Alfred se estremeció de nuevo. «¡Debería llamar al perro! —se dijo—. No debería tolerar jamás una cosa así. Soy peor que Haplo. El patryn espiaba a los extraños; yo me dispongo a hacerlo a mi propia gente. Sólo tengo que pronunciar una palabra, llamarlo, y el perro acudirá a mi lado.» Miró atrás.
—Perro... —empezó a decir.
Samah lo contemplaba con irónico desdén. Ramu, con hastío. Pero los dos observaban.
—¿Qué dices del perro? —inquirió Orla con aire inquieto. Alfred cerró los ojos y suspiró.
—Nada. Sólo que..., que lo he mandado a casa.
—... Donde tú deberías estar ya —apuntó ella.
—Sí. Ya estoy dispuesto.
Apenas había llegado a la puerta exterior de la sala del Consejo cuando oyó, a través de los oídos del perro, que padre e hijo se ponían a hablar.
—Ese hombre es peligroso —dijo la voz de Ramu.
—Sí, hijo mío. Tienes razón. Es muy peligroso. Por eso no debemos volver a relajar ni por un instante nuestra vigilancia sobre él.
—¿Eso opinas? Entonces ¿por qué lo has dejado marchar? Deberíamos hacer con él lo que hicimos con los demás.
—Ahora no podemos. Los demás miembros del Consejo, y en especial tu madre, no lo tolerarían nunca. Todo esto es parte de su astuto plan, por supuesto. Dejémosle creer que nos ha engañado. Dejemos que se relaje, que se crea a sus anchas, libre de sospechas.
—¿Una trampa?
—Sí —respondió Samah, complacido—. Una trampa para atraparlo
infraganti
mientras nos traiciona con ese patryn amigo suyo. Entonces tendremos suficientes pruebas para convencerlos a todos, incluso a tu madre, de que ese sartán con nombre mensch intenta provocar nuestra ruina.
Apenas hubo salido de la Cámara del Consejo, Alfred se dejó caer en un banco próximo.
—Tienes un aspecto terrible —comentó Orla—. Tal vez te has roto la nariz. ¿Te sientes débil? Si no te crees capaz de caminar, puedo...
—Orla... —Alfred alzó la vista hacia ella—. Sé que te va a parecer una muestra de ingratitud por mi parte, pero ¿podrías, por favor, dejarme solo?
—No, imposible. Yo...
—Por favor. Necesito estar solo —insistió él con suavidad.
Orla lo estudió de arriba abajo. Luego dio media vuelta y miró hacia la sala del Consejo. Contempló el interior en sombras con fijeza, como si pudiera ver lo que sucedía dentro. Tal vez podía. Tal vez, aunque sus oídos no captaban las voces del interior de la cámara, su corazón sí las escuchaba. Su expresión se hizo grave y triste.
—Lo siento —murmuró, y se alejó.
Alfred emitió un gemido y hundió el rostro entre sus temblorosas manos.
PHONDRA
CHELESTRA
Los acontecimientos se han precipitado sobre nosotros como peñascos caídos de la cima de la montaña. Algunos parecían que iban a aplastarnos, pero hemos sabido ponernos a cubierto y, así, sobrevivir.
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Pasamos varios días más en Phondra, pues teníamos que planificar muchísimas cosas, como bien podéis imaginar. Fue preciso concretar numerosos detalles: cuánta gente viajaría en cada cazador del sol, qué podía cada uno llevar consigo y qué no, cuánta agua y comida sería necesaria para el trayecto y multitud de otros factores que no me molestaré en enumerar aquí. Bastante tuve con los apuros que pasé para solucionarlos.