Finalmente, fuimos autorizadas a asistir a las reuniones reales. Fue un momento de tremendo orgullo para nosotras.
Durante la primera reunión, Alake y yo nos concentramos en mostrarnos serias, solemnes e interesadas. Prestamos estricta atención a cada palabra y ofrecimos nuestra opinión con presteza, pese a que nadie nos la pidió.
Sin embargo, la tarde siguiente, mientras mi padre y Dumaka se dedicaban a dibujar en el suelo —por sexta vez— un diagrama de uno de los cazadores de sol para determinar cuántos toneles de agua podían almacenarse de forma segura en la bodega, Alake y yo empezamos a descubrir que ser monarca es, en palabras de mi amiga, un real fastidio.
Allí estábamos, sin poder movernos de la cabaña de reuniones, calurosa y mal ventilada, obligadas a escuchar la perorata interminable de Eliason sobre las virtudes del aceite de pescado y por qué los elfos consideraban de absoluta necesidad llevar varios barriles de él. En el exterior (podíamos observarlo claramente a través de las rendijas de las paredes de troncos) estaban sucediendo las cosas más interesantes.
La aguda vista de Alake distinguió a Haplo deambulando inquieto por el campamento. Devon lo acompañaba. Nuestro amigo elfo se había recuperado casi por completo de su accidente. Las heridas del cuello estaban curando y, salvo una voz terriblemente cascada, volvía a ser el mismo de antes. (Bueno, casi. Supongo que nunca volverá a ser el Devon alegre y despreocupado que conocimos, pero también supongo que ninguno de los demás volverá a ser igual).
Devon pasaba la mayor parte del tiempo con Haplo. No parecían hablar gran cosa, pero daba la impresión que los dos se sentían a gusto en compañía del otro. Resulta difícil saber en qué está pensando Haplo. Por ejemplo, durante los últimos días se había mostrado de muy mal humor, lo cual era extraño si se tenía en cuenta que todo se desarrollaba como él había deseado. A pesar de ello, tuve la clara sensación de que estaba impaciente, ansioso por partir y harto de retrasos.
Los estaba observando desde la cabaña —mientras pensaba, compungida, que si Alake y yo hubiéramos estado fuera espiando, como de costumbre, ya haría mucho rato que nos habríamos marchado (¡o que nos habríamos quedado dormidas!)—, cuando vi que Haplo se detenía de pronto y se volvía en dirección al lugar de la reunión. Tenía una expresión torva y furiosa. Cambiando bruscamente de dirección, casi arrollando al sorprendido elfo, Haplo se encaminó hacia la puerta de la cabaña.
Me desperecé, pues tuve la impresión de que muy pronto iba a suceder algo. Alake también lo había visto acercarse y se apresuró a alisarse el cabello y arreglarse los pendientes. Se irguió en el asiento y fingió un profundo interés por el tema del aceite de pescado, cuando apenas un momento antes se le caían los párpados y hacía esfuerzos por no bostezar. Era para partirse de risa. De hecho, no pude contener una carcajada, y mi madre me lanzó una severa mirada de reproche.
El guardián de la puerta entró, pidió excusas por la interrupción y anunció que Haplo tenía algo que exponer. Por supuesto, fue acogido gustosamente (había sido invitado a asistir a las reuniones, pero había tenido el buen sentido de no acudir).
Haplo empezó diciendo que esperaba que estuviéramos haciendo progresos y nos recordó de nuevo que no teníamos mucho tiempo. Me pareció que su mirada, cuando lo dijo, era sombría.
—¿De qué os ocupáis ahora? —preguntó, dirigiendo la vista al diagrama dibujado en el suelo.
Ninguno de los presentes parecía dispuesto a responder, de modo que lo hice yo.
—Del aceite de pescado.
—Del aceite de pescado... —repitió él—. Cada día que pasa, los sartán se hacen más fuertes, vuestro sol se aleja más... ¡y vosotros seguís aquí sentados tan tranquilos, hablando del aceite de pescado!
Nuestros padres parecían avergonzados. Mi padre bajó la cabeza y se acarició la barba, pensativo. Mi madre exhaló un sonoro suspiro. Las pálidas mejillas de Eliason se ruborizaron por un instante y el elfo empezó a decir algo, tartamudeó y volvió a callarse.
—Dejar nuestra patria resulta difícil —dijo finalmente Dumaka, sin apartar los ojos del diagrama de la embarcación.
Al principio no entendí qué tenía que ver aquello con el aceite de pescado, pero luego caí en la cuenta de que todas aquellas discusiones y rectificaciones sobre pequeños detalles no eran sino la manera que tenían nuestros padres de retrasar lo inevitable, de negarse a aceptar lo que se aproximaba. Sabían que tenían que partir, pero no querían hacerlo. De improviso, tuve ganas de echarme a llorar.
—Creo que estábamos esperando un milagro —añadió Delu.
—El único milagro que veréis será el que vosotros mismos hagáis —replicó Haplo con irritación—. Ahora, prestad atención. Aquí tenéis lo que vais a llevar, y cómo distribuirlo.
Y procedió a exponerlo. En cuclillas junto al diagrama, nos lo explicó todo. Nos dijo qué llevar, cómo embalarlo, qué podía llevar cada hombre, cada mujer y cada niño, cuánto espacio destinar a cada cosa, qué necesitaríamos cuando llegáramos a Surunan y qué podíamos dejar porque podríamos obtenerlo cuando estuviéramos en nuestro destino. Y nos dijo qué necesitaríamos en caso de guerra.
Todos lo escuchamos, aturdidos. Nuestros padres formularon débiles protestas.
—Pero ¿qué hay de...?
—No es necesario.
—Pero deberíamos llevar...
—No, no debéis.
En menos de una hora, todo quedó decidido.
—Disponeos para zarpar mañana hacia vuestros reinos. Una vez allí, dad la orden para que vuestros pueblos empiecen a reunirse en los lugares señalados. —Haplo se incorporó y se limpió el polvo de las manos—. Los enanos llevarán los cazadores de sol hasta Phondra y Elmas. Permanecerán un ciclo entero en cada pueblo o ciudad para que todo el mundo suba a bordo.
»La flota se reunirá en Gargan dentro de... —hizo un rápido cálculo mental—, dentro de catorce ciclos. Tenemos que viajar juntos; ser muchos nos proporcionará seguridad. A quien se retrase —dirigió una severa mirada a los elfos—, lo dejaremos atrás. ¿Entendido?
—Entendido —asintió Eliason con una leve sonrisa.
—Bien. Os dejo para que perfiléis los detalles finales. Lo cual me recuerda que necesito un traductor. Quiero hacer unas preguntas a los delfines acerca de Surunan. ¿Podría llevar a Grundle?
—Sí, llévatela —dijo mi padre con una voz que sonó sospechosamente aliviada.
Ya estaba en pie camino de la puerta, contenta de escapar de allí, cuando escuché un sonido sofocado y capté la mirada suplicante de Alake. Mi amiga habría dado todos los pendientes que poseía, y probablemente las orejas también, por acompañar a Haplo. Tiré de la manga a éste y le dije:
—Alake habla el idioma de los delfines mucho mejor que yo. De hecho, yo no lo hablo en absoluto. Creo que debería venir con nosotros.
Haplo me miró con irritación, pero no hice caso. Al fin y al cabo, Alake y yo éramos amigas. Y él no podía seguir evitándola eternamente.
—Además —añadí con disimulo—, seguro que nos seguiría. Lo cual era cierto y me sacó del apuro. Así pues, de no muy buena gana, Haplo dijo que lo complacería que Alake fuera también con nosotros.
—¿Y Devon? —inquirí, al ver al elfo expectante, solitario y perdido.
—¿Por qué no? —creí oírle murmurar—. ¡Invita a todo el maldito pueblo! ¡Celebremos un desfile!
Hice una seña a Devon y su rostro se iluminó. Se unió al grupo con entusiasmo.
—¿Adónde vamos?
—Haplo quiere hablar con los delfines. Lo acompañamos para traducir lo que digan. Por cierto —añadí, al caer en la cuenta—, los delfines hablan nuestros idiomas y tú, también. ¿Por qué no hablas con los delfines tú mismo?
—Ya lo he intentado. Pero creo que no quieren saber nada conmigo.
—¿De veras? —Devon lo miró, perplejo—. Nunca he oído nada igual.
Tengo que reconocer que a mí también me sorprendió bastante. Esos peces charlatanes hablan con todo el mundo. Normalmente, no hay manera de hacerlos callar.
—Yo les hablaré —se ofreció Alake—. Quizá sólo sea porque no han visto nunca a nadie como tú.
Haplo soltó un gruñido y no dijo nada más. Como ya he dicho, estaba de un humor sombrío y arisco. Alake me miró, preocupada, y levantó las cejas. Yo me encogí de hombros y volví la vista a Devon, quien movió la cabeza a un lado y a otro. Ninguno de los tres tenía idea de a qué se debía aquel mal talante.
Llegamos a la orilla del mar. Los delfines retozaban por los alrededores, como de costumbre, con la esperanza de que acudiera alguien a ofrecerles un jugoso bocado de noticias, o de arenques, o a escuchar lo que los animales tuvieran que contar. Pero, cuando vieron acercarse a Haplo, todos batieron las colas, dieron media vuelta y se alejaron a mar abierto.
—¡Esperad! —exclamó Alake, batiendo los pies contra la arena en el mismo borde del agua—. ¡Volved!
—Bueno, ya veis... —Haplo, impaciente, movió la mano en dirección a los delfines.
—¿Qué esperabas? Sólo son peces —dije.
Él miró a los animales con ira y frustración, y a nosotros con resentimiento. Me pasó por la cabeza que, en realidad, Haplo no deseaba que estuviésemos allí; probablemente, no quería que escucháramos lo que había pensado preguntar a los delfines, pero no le había quedado otra alternativa.
Me acerqué a la orilla, donde Alake estaba hablando con uno de los animales que, despacio y a regañadientes, había vuelto a acercarse. Haplo se quedó atrás, siempre a una distancia prudente del agua.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Alake lanzó unos silbidos y chasquidos agudos. Me pregunté si se habría dado cuenta de lo absolutamente ridícula que sonaba. Nadie conseguirá nunca que me rebaje a usar el idioma de los peces.
Alake se volvió.
—Haplo tiene razón. Se niegan a hablar con él. Dicen que está aliado con las serpientes dragón, y los delfines odian y temen a las serpientes dragón.
—Escucha, pez —le dije al delfín—, a nosotros tampoco nos vuelven locas esas serpientes dragón, pero Haplo ejerce cierto poder sobre ellas. Hizo que nos soltaran y que repararan los cazadores de sol.
El delfín meneó la cabeza enérgicamente, salpicándonos de agua. Luego empezó a lanzar chillidos muy agudos, alarmantes, mientras batía las aletas contra el agua.
—¿Qué le sucede? —inquirió Devon, avanzando hasta donde estábamos.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Alake en tono airado—. No te creo. No voy a quedarme aquí y seguir escuchando tales cosas.
Volvió la espalda al frenético delfín y se apartó del agua hasta llegar donde estaba Haplo.
—Es inútil —dijo a éste—. Hoy se comportan como niños malcriados. Vámonos.
—Necesito hablar con ellos —insistió Haplo.
—¿Qué le ha dicho ese delfín? —le pregunté a Devon por lo bajo.
El elfo miró a los otros dos y me hizo un gesto de que me acercara más.
—Ha dicho que las serpientes dragón son malas, peores de lo que podamos imaginar. Y que Haplo es tan malo como ellas. Guarda un odio secreto contra esos sartán. Una vez, hace mucho tiempo, su pueblo combatió a los sartán y fue derrotado. Ahora Haplo busca vengarse y nos utiliza para conseguirlo. Cuando lo hayamos ayudado a destruir a los sartán, nos entregará a las serpientes dragón.
Lo miré fijamente. No podía creerlo pero aun así, de algún modo, me pareció posible. Me sentí mareada y asustada. A juzgar por su expresión, Devon no estaba mucho mejor. Los delfines suelen exagerar la verdad y a veces sólo cuentan una parte de ésta pero, a grandes rasgos, lo que dicen siempre es cierto. No he conocido nunca a uno que mienta. Devon y yo contemplamos a Haplo, que intentaba convencer a Alake para que volviera a la orilla y hablara con ellos otra vez.
—¿Tú qué opinas? —pregunté a Devon. Éste se tomó su tiempo para responder.
—Creo que los delfines se equivocan. Yo confío en él. Me salvó la vida, Grundle. Me salvó la vida dándome parte de la suya.
—¿Qué?
Lo que acababa de oír no tenía sentido y me disponía a decírselo así a Devon, pero éste me hizo una seña para que guardara silencio. Alake volvía a acercarse al borde del agua, seguida por Haplo. Al verlo tan cerca del mar, corriendo el riesgo de ser salpicado por el agua, llegué a la conclusión de que el asunto debía de ser muy importante.
Alake emplazó al delfín a presentarse ante ella, utilizando su porte más imperioso y un estrépito de pulseras, con los brazos extendidos hacia el agua. La voz de Alake era imperiosa y le centelleaban los ojos. Incluso yo quedé impresionada. El delfín nadó hasta ella mansamente.
—Escúchame —le dijo Alake—, responderás lo mejor que sepas a las preguntas que te haga este hombre o, a partir de este momento, ningún humano, elfo ni enano volverá a relacionarse con los delfines.
—¿No te parece que exageras un poco nuestra autoridad? —murmuré, al tiempo que le daba un codazo.
—Callad. —Alake me estrujó el brazo—. Y confirmad lo que digo.
Así lo hicimos. Tanto Devon como yo confirmamos que ningún elfo y ningún enano volverían a dirigir la palabra a un delfín. Ante tan terrible amenaza, los delfines de los alrededores asomaron la cabeza, se agitaron y batieron el agua, expresando su alarma y su inquietud al tiempo que juraban que sólo estaban interesados en nuestro bienestar. (Todo ello un poco exagerado, si queréis mi opinión). Finalmente, tras unos lamentos patéticos de los cuales no hicimos el menor caso, uno de los peces accedió a hablar con Haplo.
Y entonces, después de todo aquello, ¿qué suponéis que preguntó Haplo? ¿Se interesó por las defensas de los sartán, por cuántos hombres defendían las almenas, por su habilidad en el lanzamiento de hachas? Nada de eso.
Alake, después de intimidar a los delfines, observó a Haplo con expectación. Y él pronunció unas fluidas palabras en el idioma de los peces.
—¿Qué dice? —pregunté a Devon.
—¡Quiere saber cómo visten los sartán! —respondió el elfo, perplejo.
Desde luego, Haplo no había podido escoger una pregunta más del gusto de los delfines (lo cual, se me ocurre, debió de ser la razón de que la hiciera). Los delfines no han entendido nunca nuestra extraña propensión a envolvernos el cuerpo con ropas, igual que no comprenden otras extrañas costumbres de nuestra especie, como vivir en tierra firme y dedicar tantas energías a caminar, cuando podríamos nadar.
Sin embargo, por alguna razón, el asunto de la indumentaria les resulta especialmente hilarante y les produce una fascinación ilimitada y permanente. Basta con que una dama élfica asista a un baile con un vestido de mangas abultadas cuando están de moda las mangas largas y ceñidas, y hasta el último delfín del mar de la Bondad lo sabrá antes de que amanezca.