Dedicamos mucho tiempo a hablar de Haplo. Por lo menos, eso hicimos Alake y yo. Muy entrada ya la primera noche de nuestro viaje, Alake se presentó en mi camarote. Estábamos en esa hora de calma antes de acostarse, cuando la añoranza del hogar se hace tan intensa que una llega a pensar que morirá de nostalgia. A mí también me embargaba esa misma sensación y debo reconocer que quizá me había resbalado por las mejillas un par de lágrimas cuando oí que Alake llamaba a mi puerta.
—Soy yo, Grundle. ¿Podemos hablar, o ya estás dormida?
—Si lo estaba, me has despertado —respondí con aspereza para ocultar que había estado llorando. Si se daba cuenta, seguro que intentaría administrarme unas hierbas o algo parecido.
Abrí la puerta. Alake entró y se sentó en la cama. La observé unos instantes —mi amiga humana parecía tímida, orgullosa, agitada y feliz— y supe enseguida de qué iba a tratar la conversación.
Alake se quedó allí sentada, dándole vueltas a los anillos que llevaba en los dedos. (Observé que había olvidado quitarse sus alhajas funerarias. Los enanos no somos especialmente supersticiosos, pero, si hay algo que consideramos de mal augurio, es precisamente eso. Quise decírselo pero, cuando me disponía a hacerlo, ella empezó a hablar y ya no tuve otra ocasión de hacerlo).
—Grundle —me dijo, convencida de que iba a dejarme atónita—, me he enamorado.
Decidí divertirme un poco. Me encanta bromear con Alake porque mi amiga se lo toma todo muy en serio.
—Créeme que os deseo lo mejor a los dos —respondí lentamente, mientras me acariciaba las patillas—, pero ¿cómo crees que se lo tomará Sadia?
—¿Sadia? —Alake me miró, desconcertada—. Bueno, supongo que se alegrará por mí. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—Las dos sabemos que no es nada egoísta y que te quiere mucho, Alake, pero también quiere mucho a Devon y no creo que...
—¿Devon? —Alake reaccionó con tal sorpresa que casi fue incapaz de articular palabra—. ¿Has..., has creído que me he enamorado de Devon?
—¿De quién, si no? —pregunté con toda la inocencia que fui capaz de fingir.
—Devon es muy agradable —prosiguió Alake— y ha sido muy amable y servicial. Siempre lo tendré en la mayor consideración, pero no podría enamorarme de él. Al fin y al cabo, es casi un niño, todavía.
Un niño que tiene cien veces tu edad, podría haberle contestado, pero mantuve la boca cerrada. Los humanos suelen ser quisquillosos en el tema de las edades.
—No —continuó Alake en voz baja, con los ojos brillantes como un par de velas en la penumbra—. Me he enamorado de un hombre hecho y derecho... —Tragó saliva con esfuerzo y luego añadió apresuradamente—: ¡Se trata de Haplo!
Por supuesto, mi amiga esperaba que yo me pusiera a dar vueltas por la habitación, anonadada por la insólita revelación, y se mostró bastante decepcionada al ver que no reaccionaba así.
—Hum... —me limité a murmurar.
—¿No te sorprende?
—¿Sorprenderme? ¡Pero si cada vez que te acercas a él sólo falta que te escribas «te quiero» en la frente con pintura blanca! —respondí.
—¡Oh, vaya! ¿Tanto se me nota? ¿Crees..., crees que él lo sabe? Sería horrible que se hubiera dado cuenta.
Alake me dirigió una mirada de soslayo, aparentando miedo, pero comprendí que en el fondo estaba deseando que le respondiera: «Sí, claro que se ha dado cuenta». Podría haberlo hecho sin faltar a la verdad, puesto que Haplo tendría que haber estado ciego, sordo y atontado, además de ser estúpido, para no advertirlo. Podría haberle contestado eso y hacer feliz a Alake con mis palabras pero, por supuesto, no lo hice. Habría sido un tremendo error por mi parte y era consciente de ello, pero también me daba cuenta de que Alake sufriría un cruel desengaño y todo aquel asunto me llenaba de frustración.
—¡Pero si podría ser tu padre! —apunté.
—¡De ninguna manera! Además, ¿y qué si lo fuera? —protestó Alake con esa lógica tan absurda que una aprende a esperar de los humanos—. No he conocido nunca a nadie tan noble, valiente, fuerte y atractivo como él. ¿Te das cuenta, Grundle? Ya viste cómo se plantaba ante esas criaturas horribles: él solo, desnudo, sin armas. Desprovisto incluso de su magia... Sí, estoy al corriente del efecto que produce el agua del mar sobre su magia, de modo que no hace falta que me digas nada al respecto —añadió en actitud desafiante—. Los humanos no podemos usar la magia rúnica, pero nuestras leyendas cuentan que en otro tiempo, hace mucho, había gente que la conocía y empleaba. Es evidente que Haplo desea ocultar sus poderes y por eso no he dicho nada. Ya viste, Grundle, que estaba dispuesto a morir por nosotras.
(No tenía objeto que intentara responderle. Ni siquiera me habría escuchado).
—¿Cómo podría
no
quererlo? —prosiguió—. ¡Y, luego, ver cómo esas temibles serpientes dragón se inclinaban ante él! ¡Fue maravilloso! Y, ahora, esos monstruos nos devuelven a casa cargadas de regalos y con la promesa de una nueva tierra que nos espera. ¡Y todo gracias a Haplo!
—Quizá sea como dices —contesté, más frustrada e irritada que nunca porque me veía obligada a admitir que todo cuanto decía mi amiga era verdad—, pero ¿qué saca él de todo esto? ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿A qué viene esa insistencia en saber cuántos soldados forman el ejército de mi padre, en preguntarle a Devon si cree que los elfos combatirían en caso de necesidad y si aún conservan los conocimientos necesarios para fabricar armas mágicas, o en averiguar si vuestro Concilio de Magos podría convencer a los delfines y las ballenas para pasarse a nuestro bando si estallara una guerra?
Ahora me doy cuenta de que he olvidado mencionar en este diario que Haplo nos había estado haciendo esas preguntas aquel mismo día, antes de zarpar.
—¡Oh, qué mezquina y desagradecida eres, Grundle! —exclamó Alake al tiempo que derramaba unas lágrimas.
No había sido mi intención hacerla llorar y me sentí fatal al verla. Me acerqué un poco más, le cogí la mano y le di unas palmaditas de ánimo.
—Lo siento —dije, apurada.
—Le pregunté por qué quería saber todo eso —continuó Alake entre sollozos—, y me dijo que siempre debemos estar preparados para lo peor y que, si bien nuestro nuevo hogar puede parecer un lugar perfecto, podría ocultar algún peligro...
Alake hizo aquí una pausa para secarse la nariz. Yo aproveché para decir que lo entendía, lo cual era cierto. El comentario de Haplo era muy razonable. Todo lo que decía era siempre muy razonable. Y eso hacía aún más intolerable el sentimiento irritante y desagradable de desconfianza y de recelo que me inspiraba el extraño forastero.
Con todo, los enanos siempre somos sinceros y, finalmente, no pude evitar decirle:
—Si te he dicho todo eso, sólo es porque..., bueno..., porque Haplo no te corresponde, Alake. Él no te quiere.
—¡Oh, eso ya lo sé, Grundle! ¿Cómo podría esperar que me amara? Debe de tener miles de mujeres suspirando por él...
Me pareció conveniente reforzar aquel tipo de reflexiones y apunté:
—Sí. Y tal vez incluso tenga una esposa en alguna parte...
—Eso, no —replicó Alake al instante, demasiado deprisa. Con la vista fija en las manos, añadió—: Se lo pregunté, y me dijo que aún no había encontrado a la mujer adecuada. Me encantaría ser esa mujer adecuada para él, Grundle, pero sé que ahora no soy merecedora de ello. Tal vez algún día llegue a serlo, si sigo esforzándome.
Alzó la cabeza y volvió hacia mí unos ojos en los que brillaban las lágrimas. Nunca la había visto tan encantadora, tan madura y adulta, y advertí que resplandecía con una especie de luz interior.
Allí, en aquel instante, me dije que, si el amor producía aquel efecto en ella, no podía ser tan terrible, sucediera lo que sucediese. Además, cuando llegásemos a nuestro destino, Haplo se marcharía, volvería al lugar del que había venido. Al fin y al cabo, ¿qué podía querer de nosotros? Decidí guardar para mí aquellas reflexiones.
Alake y yo nos abrazamos y esta vez nos echamos a llorar las dos y yo no dije una palabra más contra Haplo. Devon nos oyó y acudió a ver qué sucedía y Alake se desmoronó y se lo contó. El elfo dijo entonces que el amor, para él, era lo más maravilloso y lo más bello del mundo. Luego, hablamos de Sadia y, al fin, entre los dos me hicieron confesar que yo tampoco era ajena al amor. No pude contenerme y les hablé de Hartmut y los tres compartimos lágrimas y risas, impacientes por alcanzar nuestro destino.
Lo cual hizo aún más terrible lo que sucedió cuando llegamos.
He estado aplazando el momento de ponerme a escribir sobre lo sucedido. Ante todo, no estaba segura de poder hacerlo. Recordarlo me pone terriblemente triste, pero ya he contado aquí todas mis andanzas y mal puedo continuar mi relato si omito la parte más importante.
Ser salvada de los dragones y regresar a mi casa sana y salva sería el final feliz con que suelen terminar la mayoría de relatos de taberna que he oído en mi vida, pero esta vez el final de la historia no fue feliz. Y tengo la sensación de que ni siquiera fue el final.
En el momento en que nuestro sumergible abandonó la guarida de las serpientes dragón, nos vimos acosados —no podía ser de otro modo— por un grupo de cargantes delfines que deseaban saberlo todo: qué había sucedido, cómo habíamos logrado escapar... Apenas terminamos de contárselo, se alejaron a toda prisa, ansiosos por ser los primeros en difundir la noticia. No he visto nunca unos peces más amantes del chismorreo.
Por lo menos, nuestros padres recibirían la buena noticia y tendrían tiempo de recuperarse de la sorpresa inicial de saber que seguíamos con vida e ilesos. Empezamos a discutir entre nosotros en cuál de los tres reinos nos detendríamos primero, pero el asunto no tardó en resolverse. Los delfines regresaron con el mensaje de que nuestros padres se reunirían en Elmas, la luna marina de los elfos, para recibirnos.
Nos pareció una solución excelente. Para ser sincera, nos inquietaba un poco la posible reacción de nuestros padres. Sabíamos que se alegrarían mucho de tenernos de vuelta pero, después de los besos y las lágrimas, imaginábamos que nos aguardaría una severa reprimenda, si no algo peor. Después de todo, habíamos desobedecido sus órdenes y habíamos partido sin reparar en el sufrimiento y la pena que íbamos a causar.
Incluso llegamos a comentárselo a Haplo, insinuándole que nos prestaría otro gran servicio más si se quedaba y nos ayudaba a suavizar las cosas con nuestros padres.
Él se limitó a sonreír y responder que nos había protegido de las serpientes dragón pero que, en lo que tocaba a afrontar la cólera paterna, era asunto exclusivamente nuestro.
Sin embargo, no pensábamos en severos sermones y castigos cuando, finalmente, el sumergible tocó tierra y se abrió la escotilla y vimos allí a nuestros padres, esperándonos. Mi padre me tomó entre sus brazos y me estrujó contra su pecho y, por primera vez en mi vida, vi unas lágrimas en sus ojos. En aquel instante, habría aceptado la reprimenda más enérgica y habría amado cada palabra que hubiera salido de sus labios.
Luego, les presentamos a Haplo. (Los delfines, por supuesto, ya les habían contado cómo nos había salvado). Nuestros padres se mostraron agradecidos, pero era evidente que todos ellos estaban un poco amilanados ante la presencia de aquel hombre, ante los tatuajes azules de su piel y ante su porte sereno y lleno de confianza en sí mismo. Sólo consiguieron balbucear unas cuantas frases entrecortadas de gratitud, que Haplo aceptó con una sonrisa y un encogimiento de hombros, al tiempo que explicaba que nosotros lo habíamos rescatado del mar y que se alegraba de haber podido devolvernos el favor. No añadió nada más, y nuestros padres se alegraron de poder concentrarse de nuevo en nosotros.
Durante un rato, todo fueron abrazos y palabras afectuosas. Los padres de Devon también se encontraban allí para recibir a su hijo. Estaban tan contentos de haberlo recuperado como los de Alake y los míos pero, cuando estuve de nuevo en condiciones de advertir lo que sucedía a mi alrededor, observé que los dos elfos seguían pareciendo tristes, cuando deberían haberse mostrado exultantes de alegría. El rey de los elfos también había acudido a dar la bienvenida a Devon, pero Sadia no estaba presente.
Entonces me fijé por primera vez en que su padre iba vestido de blanco, el color del luto entre los elfos. Vi que todos los elfos que nos rodeaban —y habían acudido en gran número a recibirnos— vestían también de blanco, algo que sólo sucedía cuando moría algún miembro de la familia real.
Un escalofrío me encogió el corazón. Miré a mi padre con una expresión que debía de reflejar pánico y alarma, pues él se limitó a mover la cabeza y llevarse un dedo a los labios para que no hiciera preguntas.
Alake ya había preguntado por Sadia. Su mirada buscó la mía y vi sus ojos desorbitados de miedo. Las dos nos volvimos hacia Devon. El elfo, ciego de alegría, con la vista nublada por la emoción, no se había fijado en nada. Por fin, se desasió del abrazo de sus padres (¿fue mi imaginación, o éstos trataron de retenerlo entre ellos?) y se dirigió al rey elfo.
—¿Dónde está Sadia, señor? ¿Está enfadada conmigo por haber ocupado su lugar? ¡La recompensaré con creces, lo prometo! Decidle que salga...
En ese instante, el Uno dispersó las nubes de sus ojos y vio las ropas blancas, el rostro del rey ajado y envejecido por una profunda pena y los blancos pétalos de flores esparcidos sobre el Mar de la Bondad.
—¡Sadia! —exclamó, e hizo ademán de echar a correr hacia el castillo de coral que se alzaba con un trémulo resplandor a nuestra espalda.
Eliason lo asió antes de que diera un paso.
Devon se debatió enérgicamente hasta que, por último, se derrumbó entre los brazos del rey elfo.
—¡No! —exclamó entre sollozos—. ¡No! Yo no me proponía... Quería salvarla de...
—Lo sé, hijo, lo sé —murmuró Eliason mientras le acariciaba el cabello y trataba de tranquilizarlo como habría hecho con su propio hijo—. No fue culpa tuya. Tus intenciones eran las mejores, las más nobles. Sadia... —no pudo evitar un temblor en la voz al pronunciar el nombre, pero se controló—, Sadia está con el Uno. Ya descansa en paz y debemos consolarnos con ello. Y, ahora, creo que es momento de que cada familia se marche por su lado.
Eliason tomó a su cargo a Haplo con la elegante dignidad y la cortesía que siempre mostraban los elfos, fuera cual fuese pena o la preocupación que los atenazara por dentro. Desdichado monarca, pensé. ¡Cómo debía de haber añorado estar a solas con su hija!