Como Alake había pronosticado, las escotillas se cerraron de golpe y nos quedamos encerradas dentro del barco. El barco, sin ningún piloto visible, se alejó del muelle y se adentró en el mar abierto.
La febril excitación y la emoción de nuestra sigilosa escapada comenzaban a abandonarnos, y nos fuimos quedando frías. La comprensión total de lo que, al parecer, iba a ser nuestro espantoso destino apareció ante nosotras con toda su crudeza. El agua barrió la cubierta y las escotillas se sumergieron. El barco se internó en el Mar de la Bondad.
Asustadas y solas, buscamos las manos de las otras. Y en ese momento, por supuesto, advertimos que Sadia no era Sadia.
Era Devon.
LA SALA DEL SUEÑO
CHELESTRA
En la cámara del Consejo, en la ciudad sartán de Chelestra, la afirmación de Samah sobre la declaración de guerra de los patryn había provocado expresiones de afligida consternación en el rostro de los presentes.
—¿No es eso lo que pretenden? —inquirió Samah al tiempo que se volvía hacia Alfred.
—Yo..., yo supongo que sí —farfulló Alfred, que se echó para atrás—. La verdad es que nunca hablamos de ello... —Su voz se perdió en el aire.
—Qué casualidad, hermano, que hayas llegado accidentalmente y nos hayas despertado en este preciso momento. —Samah lo miró fijamente con aire pensativo.
—No..., no estoy muy seguro de lo que queréis decir, Consejero —respondió titubeando, amedrentado por el tono del jefe del Consejo.
—Tal vez tu llegada no fuera tan casual.
Alfred se preguntó por un momento si Samah se refería a algún poder sobrenatural, si era posible que el Uno se hubiera arriesgado a confiar en un mensajero tan torpe e inepto como aquel chapucero sartán.
—Su... supongo que ha sido así...
—¡Lo supones! —Samah recalcó la palabra—. ¡Supones esto y lo de más allá! ¿Qué quieres decir con «supongo»?
Alfred ignoraba lo que había querido decir. No había prestado atención a lo que decía porque estaba tratando de entender de qué hablaba Samah. Sólo pudo balbucir y mirar a su alrededor, lo cual lo hizo parecer tan culpable como si hubiese llegado hasta allí para matarlos a todos.
—Creo que estás siendo muy duro con nuestro pobre hermano —intervino Orla—. Deberíamos estarle agradecidos en lugar de mostrarnos recelosos y acusarlo de confabulación con el enemigo.
«Así que eso es lo que quería decir el Consejero —cayó en la cuenta Alfred, mirando a Samah, horrorizado—. ¡Piensa que me envían los patryn! ¿Pero por qué? ¿Por qué a mí?»
Una sombra cruzó el agraciado rostro de Samah y una nube de ira borró por un momento su calmada expresión. Desapareció casi de inmediato, aunque dejó un rastro tenebroso en su voz suave.
—No te he acusado de nada, hermano; simplemente formulaba una pregunta. Aun así, si mi esposa piensa que te he agraviado, te ruego que me perdones. Estoy cansado; sin duda es la reacción de recuperar la conciencia y la conmoción de las noticias que has traído.
Alfred se sintió obligado a decir algo.
—Yo os aseguro, miembros del Consejo —los miró patéticamente—, que si me conocierais no tendríais ninguna dificultad en creer mi historia. He llegado por accidente. En realidad, toda mi vida ha sido una especie de accidente.
Los otros miembros parecieron algo desconcertados. Ésa no era la manera de actuar y hablar de un sartán, un semidiós.
Samah escudriñó a Alfred con los ojos entrecerrados, sin ver al hombre, sino las imágenes que evocaban sus palabras.
—Si no hay objeciones —anunció bruscamente—, propongo
que aplacemos la reunión del Consejo hasta mañana, para cuando espero que hayamos aclarado el auténtico estado de las cosas. Sugiero que se envíen partidas de hombres a la superficie para realizar un reconocimiento. ¿Alguien tiene algo que objetar? Nadie respondió.
—Elegid entre los hombres y mujeres más jóvenes —recomendó—. Aconsejadles que sean cautelosos e investiguen cualquier posible rastro del enemigo. Recordadles que tengan especial cuidado en evitar el agua del mar.
La mente de Alfred también se pobló de imágenes que le revelaron la existencia de muros de ladrillos y espinas que se interponían entre los miembros del Consejo, que se habían puesto en pie en aparente armonía. Pero ninguna muralla era más alta que la que dividía a marido y mujer.
En un principio, al oír la noticia de su largo letargo y comprender que el mundo se había derrumbado a sus pies, se habían abierto grietas en aquella pared. Pero las resquebrajaduras pronto se taparon, y Alfred vio cómo se fortificaba su estructura. Lo invadió una sensación de incomodidad y tristeza.
—Orla —añadió Samah al tiempo que se giraba a medio camino hacia la puerta, pues el jefe del Consejo siempre abría la marcha—, tal vez puedas cuidarte de las necesidades y deseos de nuestro hermano... Alfred. —Le costó que el nombre mensch fluyera de sus labios de sartán.
—Me sentiré honrada —contestó su mujer con una cortés reverencia. Piedra a piedra, el muro crecía y se extendía.
Alfred oyó el lánguido suspiro de la sartán. Seguía a su esposo con la mirada melancólica y pensativa. Ella también veía la pared que los separaba, sabía que estaba allí. Quizá deseaba derribarla y no sabía por dónde empezar. En cuanto a Samah, parecía satisfecho de su existencia.
El Consejero salió de la habitación y los otros lo siguieron. Tres caminaron junto a él, pero los dos restantes echaron un vistazo en dirección a Orla —quien hizo un gesto de asentimiento— antes de ir tras ellos. Alfred se quedó donde se encontraba, incómodo y sin saber qué hacer.
Unos dedos fríos se cerraron en torno a su muñeca. El contacto de la mujer lo sobresaltó de tal modo que estuvo a punto de dar un brinco; sus pies se movieron en distinta dirección y levantaron una polvareda asfixiante. Parpadeó y se tambaleó, soltó un estornudo y deseó hallarse en cualquier otro sitio, aunque fuera el Laberinto. ¿Pensaría Orla que se había aliado con el enemigo? Se encogió, temeroso, y esperó a que ella hablara.
—¡Qué nervioso estás! Cálmate, por favor —lo tranquilizó—. Supongo que esto habrá sido un choque tan fuerte para ti como para nosotros. Debes de tener hambre y sed. Yo sí que tengo. ¿Quieres venir conmigo?
No había nada terrorífico —ni siquiera para Alfred— en que a uno lo invitaran a comer, y estaba hambriento. En Abarrach no había tenido casi tiempo ni ganas de comer. La idea de sentarse a la mesa con tranquilidad entre sus hermanos y hermanas era una auténtica bendición. Porque aquéllos eran los suyos, tan próximos a él como los que había conocido antes de sumirse en su largo sueño. Quizá fuera ése el motivo por el que lo inquietaban tanto las dudas de Samah y sus propios recelos.
—Sí, me encantaría. Gracias —respondió con timidez.
Orla le sonrió. Su sonrisa era vacilante, trémula, como si no estuviera acostumbrada a mostrarla con frecuencia. Sin embargo, poseía una belleza que le iluminó los ojos. Alfred la observó con muda admiración.
Su espíritu se elevó y voló tan alto que los muros y su recuerdo quedaron muy por debajo, se perdieron de vista, se apartaron de la mente. Abandonaron la polvorienta cámara. Ninguno de los dos hablaba, pero la camaradería flotaba entre ellos y desembocó en una animada situación. Alfred iba pensando, y, al parecer, no tenía mucho cuidado con sus pensamientos.
—Me halaga tu estima, hermano —dijo Orla suavemente con un leve rubor en las mejillas—. Pero me parece que será mejor que no muestres esos pensamientos con tanta franqueza.
—Te..., te ruego que me perdones —balbuceó con la cara colorada—. Es que... no estoy acostumbrado a estar rodeado...
Con la mano, hizo un gesto que abarcaba a los sartán, inmersos en la tarea de devolver la vida a aquello que llevaba siglos muerto. Echó un rápido vistazo a su alrededor, acobardado ante la idea de encontrarse con los chispeantes ojos de Samah, pero el jefe del Consejo estaba absorto en la discusión que sostenía con un joven de unos veinte años, quien, a juzgar por el parecido, debía de ser el hijo que había mencionado.
—Temes que esté celoso. —Orla intentó acompañar su comentario con una risa despreocupada, pero no lo logró y acabó suspirando—. Realmente, hermano, has estado mucho tiempo sin tener contacto con los sartán, si tienes en la mente una debilidad mensch de ese tipo.
—Lo hago todo mal —se entristeció—. Soy un pobre tonto. Y no tiene nada que ver con los mensch. Es algo personal.
—Pero las cosas habrían sido distintas, si nuestro pueblo hubiera sobrevivido. No te gusta estar solo. Y lo has estado mucho tiempo, ¿no es cierto? —Rebosaba ternura y compasión.
—No fue tan malo como piensas. —Estaba al borde de las lágrimas, pero se esforzó por hablar en tono alegre—. Tenía a los mensch...
El aspecto apenado de Orla fue en aumento.
—No, no es como te imaginas —se apresuró a protestar Alfred—. Menosprecias a los mensch. Me parece que todos lo hacemos. Recuerdo cómo eran las cosas antes de sumirme en el sueño. Casi nunca nos mezclábamos con ellos y, cuando lo hacíamos, nos comportábamos como padres al visitar la guardería. Pero yo he vivido largo tiempo entre ellos. He compartido sus penas y alegrías. He conocido sus ambiciones y temores. Y, a pesar de que han hecho mal muchas cosas, no puedo dejar de admirarlos por sus logros.
—Y aun así —replicó Orla con ceño—, los mensch, por lo que leo en tu mente, siguen guerreando entre ellos, se matan unos a otros, elfos contra humanos, humanos contra enanos.
—¿Pero quién —le recordó Alfred— desencadenó sobre ellos la mayor catástrofe jamás conocida? ¿Quién los exterminó a millones en nombre del bien, quién separó el universo, quién los llevó a mundos extraños para abandonarlos a su suerte?
Las mejillas de Orla se tiñeron de un marcado tono escarlata. La línea oscura de su frente adquirió mayor profundidad.
—Lo siento —se apresuró a disculparse Alfred—. No tengo ningún derecho... No estuve allí...
—No, no estabas allí, en aquel mundo que me parece tan próximo en el corazón, aunque la cabeza me recuerde que ha desaparecido hace mucho. No conoces nuestro terror ante el auge del poder patryn. Su propósito era aniquilarnos, realizar un genocidio. Y entonces, ¿qué habrían heredado tus mensch? Una vida de esclavos bajo la bota de hierro de un gobierno totalitario. No sabes nada acerca de la agonía en que se debatió el Consejo intentando determinar la mejor manera de luchar contra esa amenaza. Las noches de insomnio, los días de amargas discusiones. No conoces nuestro tormento personal. El propio Samah... —Se paró bruscamente, y se mordió los labios.
Tenía experiencia en ocultar sus pensamientos y revelar sólo los que quería mostrar. Alfred se preguntó qué habría dicho si hubiese continuado.
Habían andado una gran distancia y se encontraban lejos de la Sala del Sueño. La base de las paredes estaba cubierta de unos símbolos azules que les indicaban el camino a lo largo del polvoriento pasillo. El corredor se hallaba flanqueado de habitaciones a oscuras que pronto se convertirían en aposentos temporales para los sartán. Pero, de momento, se hallaban solos en la penumbra, iluminados tan sólo por el resplandor de las runas.
—Deberíamos volver —dijo Orla—. Hemos ido demasiado lejos. Hemos pasado de largo el comedor. —Orla empezó a desandar sus pasos.
—No, espera. —Alfred le puso la mano en el brazo, extrañado de su propia temeridad al intentar detenerla—. Quizá no tengamos otra oportunidad como ésta para hablar en privado. Y... ¡yo quiero saber! Tú no estás de acuerdo, ¿verdad? Ni tampoco algunos miembros del Consejo.
—No, no lo estamos.
—¿Qué planes tenéis?
Orla respiró profundamente y permaneció inmóvil, sin volverse hacia él. Por un momento, Alfred temió que no le contestara, y, al parecer, ella tuvo la misma idea, pero finalmente optó por responder.
—Enseguida lo entenderás. La decisión de llevar a cabo la Separación fue discutida y debatida. Provocó amargos enfrentamientos, dividió a las familias. —Suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Qué acción aconsejé yo? Ninguna. Sugerí que no hiciéramos nada, salvo tomar una posición defensiva contra los patryn en caso de que nos atacaran. Nunca estuve segura de que fueran a hacerlo, ¿sabes? Sólo lo temíamos...
—Y venció el miedo.
—¡No! —Orla dio un golpe, enfadada—. El miedo no nos empujó a tomar la decisión, al final. Fue el deseo de crear un mundo perfecto. ¡Cuatro mundos perfectos! Donde todos vivieran en paz y armonía. No más maldad, no más guerras... Ése era el sueño de Samah. Por eso decidí votar en su favor por encima de cualquier otra objeción. Por eso no protesté cuando Samah tomó la decisión de enviar... —De nuevo se interrumpió.
—¿Enviar? —la urgió Alfred.
Orla adoptó una expresión fría y cambió de tema.
—El plan de Samah tendría que haber funcionado. ¿Por qué no fue así? ¿Qué causó su fracaso? —Lo miró fijamente, casi acusándolo.
«¡Yo no fui! —protestó Alfred para sus adentros—. No fue culpa mía. O quizá sí lo fue —reflexionó, incómodo—. La verdad es que no hice nada para ayudar.»
—Hemos estado fuera mucho rato —dijo Orla, echando a andar con paso enérgico—. Los otros estarán preocupados. El resplandor de las runas comenzó a desvanecerse.
—Miente.
—Padre, eso no es posible. Es un sartán.
—Un sartán débil, que ha viajado con un patryn, Ramu. Lo ha corrompido, se ha apoderado de su mente. No podemos culparlo por ello. No ha tenido ningún consejero a su lado, nadie a quien pedir ayuda en sus momentos de dificultad.