—¡Ah! Está bien...
Alfred dirigió una mirada furtiva en torno a la terraza, casi esperando que Samah apareciese entre los rosales y le pusiera encima sus manos violentas. Al ver que no se presentaba nadie, empezó a cantar y bailar las runas.
Alfred se encontró ante el edificio de la biblioteca. El perro se acercó de inmediato a la puerta y la olisqueó con interés. Alfred lo siguió con paso lento y contempló la puerta con tristeza. Las runas de protección habían sido reforzadas, tal como había prometido Samah.
«Debido a la actual situación de crisis y al hecho de que no podemos dedicar el personal necesario para atender a los visitantes, la biblioteca permanecerá cerrada hasta nuevo aviso», decía un rótulo. Alfred lo leyó en voz alta y asintió.
—Resulta lógico. Además, ¿quién puede estar interesado en hacer investigaciones, en estos momentos? Samah y los suyos dedican todo su tiempo a intentar reconstruir y poner en funcionamiento la ciudad, a tomar una decisión respecto a qué hacer con los patryn y a preguntarse dónde está el resto de nuestro pueblo y cómo establecer contacto con él. Tienen que tratar el tema de los nigromantes de Abarrach, y el de esas serpientes dragón...
El perro expresó su desacuerdo.
—Tienes razón —se oyó discutiendo consigo mismo; su propio fuero interno parecía tan rebelde a los deseos de su mente como sus extremidades—. Si yo tuviera que buscar solución a todos estos problemas, ¿a qué recurriría? A la sabiduría de nuestro pueblo, como es lógico. Una sabiduría que se encuentra recogida en este edificio.
¿Y
bien, qué estamos esperando?,
lo apremió el perro, aburrido de olfatear la puerta.
—No puedo entrar —dijo Alfred, pero las palabras salieron de su boca en un susurro. Lo que acababa de decir era una mentira poco creíble y nada efectiva.
Sabía muy bien cómo entrar sin ser descubierto. La idea se le había ocurrido de improviso la noche anterior.
No había sido deseo suyo que tal idea le viniera a la cabeza y, al presentársele, él había insistido rotundamente en quitársela de la mente. Sin embargo, el pensamiento se había resistido a hacerlo. Su terco cerebro había seguido urdiendo planes y sopesando riesgos hasta llegar (con una frialdad que lo dejó estupefacto) a la conclusión de que éstos eran mínimos y que merecía la pena correrlos.
La idea le había venido a la cabeza a causa de aquel estúpido cuento infantil que narraba el ama de Bane. Alfred se descubrió deseando con irritación que la mujer hubiera tenido un mal final, por haberse dedicado a contar historias tan terribles a un niño tan impresionable (por mucho que el propio Bane fuera una pesadilla personificada).
Pensando en aquel cuento, Alfred se había descubierto evocando Ariano y el tiempo que había pasado en la corte del rey Stephen. Un recuerdo llevó a otro, y éste a un tercero, hasta que su mente lo transportó —sin que él fuera consciente de ello ni de adonde lo conducía— al día en que cierto ladrón había irrumpido en la bóveda del tesoro.
En Ariano, donde escasea el agua, el líquido elemento fundamental para la vida es un bien muy preciado y posee un valor considerable. El palacio real tenía unas reservas de agua que se guardaban para su empleo en momentos de emergencia (como cuando los elfos conseguían interrumpir el suministro y desbaratar las rutas comerciales). La bóveda donde se guardaban los toneles estaba ubicada tras los muros de palacio, en un edificio de paredes gruesas y puertas cerradas a conciencia, custodiado día y noche.
Custodiado... salvo el techo.
En cierta ocasión, entrada la noche, un ladrón consiguió alcanzar el techo del depósito de agua desde el tejado de un edificio próximo, mediante un ingenioso sistema de cuerdas y poleas. Cuando el ladrón se encontraba abriendo un agujero en las vigas de madera de hargast, una de éstas cedió con un estrepitoso crujido y el desdichado caco fue a caer literalmente en brazos de los guardianes que vigilaban abajo.
Nunca se supo cómo se proponía el ladrón llevarse el agua suficiente para que mereciera la pena empeñarse en una empresa tan arriesgada. Se dio por seguro que contaba con cómplices pero, de ser cierto, todos ellos escaparon y el detenido no reveló nunca sus nombres, ni siquiera bajo tortura. El frustrado ladrón pagó con la muerte, sin haber conseguido nada, salvo que los guardianes también patrullaran el tejado desde entonces.
Sin embargo, su aventura inspiró a Alfred un plan para introducirse furtivamente en la biblioteca.
Por supuesto, cabía la posibilidad de que Samah hubiera envuelto el edificio entero con una coraza mágica pero Alfred, conocedor de los sartán, lo consideró improbable. Sus congéneres habían considerado protección suficiente aquellas runas que avisaban educadamente que no se entrara en el recinto, y habrían bastado, en efecto, de no ser por la torpeza de Alfred, cuyo tropezón lo había llevado a caer en el interior del edificio. El Gran Consejero había reforzado la magia, pero seguro que no le entraba en la cabeza la idea de que alguien (y mucho menos Alfred) pudiera tener la temeridad de entrar deliberadamente en un lugar que él había ordenado no pisar.
Sí, era una idea inconcebible, pensó Alfred con abatimiento. Producto de una mente corrompida. ¡De una mente enferma!
—Yo... tengo que marcharme de aquí... —murmuró débilmente, mientras se enjugaba el sudor de la frente con el puño de encaje de su casaca. Sí, estaba decidido a marcharse. No le importaba lo que hubiera en la biblioteca—. De haber algo (y probablemente no es así), Samah tendrá sin duda excelentes razones para no querer que cualquier fisgón ocioso se ponga a hurgar en los documentos, aunque no se me ocurre cuáles puedan ser esas razones. Pero eso no es asunto mío.
Alfred continuó su monólogo un rato más, durante el cual tomó la decisión definitiva de marcharse e incluso llegó a dar media vuelta y empezó a desandar sus pasos, pero casi de inmediato se encontró aproximándose otra vez a la puerta del edificio. De nuevo, dio media vuelta, emprendió el regreso, y se encontró avanzando hacia la biblioteca.
El perro trotó tras él, arriba y abajo, hasta que se hartó. Se dejó caer en el suelo a medio camino entre el sartán y la puerta y contempló los titubeos de Alfred con considerable interés.
Por último, éste tomó una decisión definitiva.
—No voy a entrar —declaró con rotundidad y, con unos pasos de danza, empezó a entonar las runas.
Los signos mágicos lo envolvieron y obraron su efecto, levantándolo en el aire. El perro se incorporó de un brinco, excitado, y empezó a lanzar sonoros ladridos para consternación de Alfred. La biblioteca se encontraba lejos del centro de la ciudad sartán y de las viviendas de sus habitantes, pero al inquieto Alfred le pareció que los ladridos del animal debían de ser audibles desde Ariano.
—¡Calla! ¡Sé buen chico! No, deja de ladrar. Yo...
Concentrado en acallar al perro, Alfred se olvidó de observar adonde lo llevaba su vuelo. Al menos, ésa era la única explicación que encontró cuando advirtió que se encontraba flotando sobre el tejado de la biblioteca.
—¡Oh, vaya! —exclamó con un hilo de voz, y se dejó caer como una piedra.
Permaneció agachado sobre el tejado un buen rato, temeroso de que alguien hubiera oído al perro y de que una multitud de sus hermanos sartán estuviera acudiendo hacia allí, furiosa y acusadora.
Todo continuó en calma. No apareció nadie.
El perro le lamió la mano y emitió un gañido, instándolo a volver a elevarse por los aires, hazaña que el animal había encontrado sumamente entretenida.
A Alfred, que había olvidado la excepcional facultad del perro para aparecer donde menos se esperaba, casi le saltó el corazón del pecho al notar el inesperado lametón de una lengua húmeda.
Apoyado débilmente en el parapeto, acarició al animal con mano temblorosa y miró a su alrededor. No se había equivocado. Los únicos signos mágicos visibles eran unas normalísimas runas de fuerza, de apoyo y de protección contra los elementos, idénticas a las que podían encontrarse en cualquier otro edificio sartán. Sí, sus suposiciones habían resultado acertadas, y se odió a sí mismo por ello.
El techo estaba formado de enormes vigas de madera procedentes de un tipo de árbol que Alfred no reconoció, y que despedían un aroma a bosque ligero y agradable. Probablemente, aquella madera procedía del mundo antiguo y los sartán la habían llevado consigo a través de la Puerta de la Muerte.
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Esas enormes vigas estaban colocadas a intervalos regulares a lo largo del techo, y debajo de ellas se entrecruzaban una serie de tablones más pequeños que rellenaban los espacios entre las vigas. Unos complejos signos mágicos trazados en éstas y en los tablones protegían la madera de los efectos de la lluvia, de los roedores, del viento y del sol. La protegían de cualquier cosa...
—Excepto de mí —murmuró Alfred, contemplando las runas con desconsuelo.
Permaneció sentado un rato más, reacio a moverse, hasta que la parte más aventurera de su ser le recordó que la reunión del Consejo no se prolongaría mucho más. Samah volvería entonces a su casa esperando encontrar allí a Alfred, y su ausencia despertaría las suspicacias del Gran Consejero.
—¿Suspicacias? —inquirió Alfred con un hilo de voz—. ¿Desde cuándo un sartán ha empleado esta palabra hablando de otro? ¿Qué nos está sucediendo? ¿Y por qué?
Lentamente, se inclinó hacia adelante y empezó a trazar un signo mágico sobre una viga. Acompañó el gesto de un canturreo triste y abatido. Las runas se abrieron paso a través de la madera de aquellos árboles desconocidos en el mundo de Chelestra y transportaron a Alfred al interior de la biblioteca.
Orla deambuló por la casa, inquieta y agitada. Deseaba que Samah estuviera en casa, pero al mismo tiempo sentía una malévola alegría por el hecho de que se hubiera ausentado. Sabía que debía salir de nuevo a la terraza ajardinada, volver con Alfred, pedirle disculpas por comportarse como una estúpida y quitar hierro al incidente. No debería haber permitido que la afectara de aquel modo. ¡No debería haber permitido que Alfred la afectara de aquella manera!
—¿Por qué has venido? —preguntó con tristeza a su ausente interlocutor—. Toda la confusión y la infelicidad habían quedado atrás y, por fin, podía tener de nuevo la esperanza de encontrar la paz. ¿Por qué has vuelto? ¿Cuándo te marcharás?
Orla dio otra vuelta por la habitación. Las casas sartán eran grandes y espaciosas. Las estancias presentaban frías líneas rectas que se curvaban aquí y allá en arcos perfectos, sostenidos por columnas enhiestas. El mobiliario era sencillo y elegante, concebido sólo para cubrir las necesidades de comodidad y no como elementos de ostentación o de adorno. Se podía caminar con facilidad entre los escasos muebles.
Es decir, cualquier persona normal podía caminar entre ellos sin problemas, se corrigió la mujer mientras colocaba en su sitio una mesa que Alfred había movido al tropezar con ella.
Comprobó que la mesa quedaba perfectamente colocada, a sabiendas de que Samah reaccionaría con extrema irritación si no la encontraba en su lugar exacto. Sin embargo, la mano de Orla permaneció posada en ella unos instantes más, y en sus labios apareció una sonrisa mientras su mente revivía el choque de Alfred contra su borde. La mesa estaba junto a un sofá, bastante retirada del paso. Alfred se encontraba lejos de ella y no había tenido la menor intención de acercarse. Orla recordó haber presenciado con asombro cómo aquellos pies, demasiado grandes, se desviaban en dirección a la mesa, tropezando uno con otro en su prisa por llegar hasta ella, golpearla y desplazarla de su posición. Y recordó la expresión de Alfred contemplando el estropicio con perplejidad, estupefacto como una doncella ante un grupo de chiquillos rebeldes. Y recordó su mirada de disculpa, desvalida y suplicante.
«Sé que es culpa mía —decían los ojos de Alfred—, pero ¿qué puedo hacer? ¡Los pies, simplemente, no me obedecen!»
¿Por qué la había conmovido tanto aquella mirada melancólica? ¿Por qué anhelaba tomar entre las suyas aquellas manos torpes e intentar aliviar la carga que pesaba sobre aquellos hombros hundidos?
—Estoy casada con otro hombre —se recordó en voz alta—. Soy la esposa de Samah.
Orla suponía que Samah y ella se habían amado. Le había dado hijos... Sí, debían de haberse amado... en otro tiempo.
Pero entonces recordó la imagen que Alfred había evocado para ella, la imagen de dos personas que se amaban con ardor, apasionadamente, porque lo único que tenían era aquella noche, porque lo único que tenían era el uno al otro. No, comprendió Orla, abatida. Ella no había amado nunca de verdad.
No sentía en su interior ningún dolor, ningún pesar, nada. Sólo un amplio vacío definido por frías líneas rectas y sostenido por columnas enhiestas. El mobiliario que allí había estaba fijo, bien ordenado; de vez en cuando, alguna pieza cambiaba de posición, pero nunca se producía un auténtico cambio de decoración. Así había sido hasta que aquellos pies desproporcionados, aquellos ojos escrutadores y melancólicos y aquellas manos torpes habían entrado a tropezones en aquel vacío y habían puesto patas arriba todo lo que contenía.
«Samah —reflexionó la mujer— diría que es un instinto maternal y que, como hace tiempo que me pasó la edad de tener hijos, siento la necesidad de volcarlo en otra cosa. Resulta extraño, pero no logro recordar cuando cuidaba a mi propio hijo. Supongo que lo hice. Sí, supongo que debí de hacerlo, lo único que recuerdo es andar vagando por esta casa vacía, quitando el polvo.»
No obstante, el sentimiento que le inspiraba Alfred no era maternal. Orla recordó sus manos torpes, sus caricias tímidas, y se sonrojó, acalorada. No, aquello no tenía nada de maternal.
—¿Qué tiene de especial ese recién llegado? —se preguntó en voz alta.
Desde luego, nada que resultara visible exteriormente: una cabeza medio calva, unos hombros hundidos, unos pies que parecían dispuestos a conducir a su dueño al desastre, unos dulces ojos azules, unas andrajosas ropas mensch que se negaba a abandonar. Orla pensó en Samah: fuerte, sereno, enérgico... Pero Samah nunca la había hecho sentir compasión, nunca la había hecho llorar por el dolor de otro, nunca la había hecho amar a alguien por el puro placer de amar.
—Alfred lleva dentro un poder —explicó Orla al mobiliario ordenado e indiferente—, una energía que resulta aún más poderosa porque él no es consciente de que la tiene. De hecho, si se lo acusara de ello —añadió con una sonrisa—, seguro que pondría esa expresión suya de desconcierto y asombro y empezaría a tartamudear, a balbucear y... Me estoy enamorando de él. Es imposible, pero me estoy enamorando de él.