Alfred tuvo que reconocer que el argumento sonaba bastante razonable. Sin embargo, Samah no era de la clase de hombres que acudiría allí a toda prisa por temor a que unos niños estuvieran embadurnando de mermelada de uva sus preciados manuscritos. Y, además, se había mostrado asustado. Asustado y colérico; la cólera había disimulado el miedo. Los ojos de Alfred, por su cuenta y riesgo, se volvieron hacia aquel compartimiento, el primero que Ramu había comprobado a fondo.
—En cambio, los estudiosos serios son bien acogidos —prosiguió diciendo Samah—. Lo único que deben hacer es presentarse ante el Consejo a pedir la llave.
Samah lo observaba con atención. Alfred intentó evitar que sus ojos se volvieran hacia el compartimiento en cuestión y trató de mantenerlos fijos en Samah, pero le costó un esfuerzo denodado. Los ojos insistían en desviarse en aquella dirección, y Alfred los forzó a no hacerlo. La tensión se hizo excesiva, los párpados empezaron a vibrar y terminó presa de un parpadeo incontrolable.
Samah dejó de hablar y le dirigió una mirada penetrante.
—¿Te encuentras bien?
—Discúlpame —murmuró Alfred, con la mano por visera—. Es un trastorno nervioso.
El Gran Consejero frunció el entrecejo. Los sartán no padecían trastornos nerviosos.
—¿Entiendes ahora, hermano, por qué deseamos controlar las idas y venidas de todo el que entra aquí? —preguntó con voz algo tensa. Era evidente que lo fatigaba mantener aquella expresión paciente.
¿Que si entendía por qué una biblioteca se convertía en una trampa, disparaba una alarma y mantenía preso a todo el que entraba hasta que el presidente del Consejo de los Siete acudía a interrogarlo? No, se dijo Alfred. En realidad, no lo entendía en absoluto.
Pero se limitó a asentir y a murmurar algo que quiso que sonara como que sin duda había entendido.
—¡Vamos, vamos! —dijo entonces Samah con una sonrisa forzada—. Ha sido un accidente, como dices. No ha sucedido nada grave y estoy seguro de que lamentas lo que has hecho. Ramu y yo sentimos haberte dado un susto de muerte. Ahora se acerca la hora de la cena. Le contaremos lo sucedido a Orla. Ya verás, Ramu, cómo tu madre se reirá a gusto de nosotros por este patinazo.
Ramu soltó una risilla enfermiza, que sonaba a cualquier cosa menos a jocosidad.
—Toma asiento, hermano, haz el favor —le sugirió Samah, señalando una silla—. Se te nota fatigado y no es preciso que esperes de pie mientras procedo a abrir la salida. Las runas son complejas y lleva algún tiempo completarlas. Ramu se quedará a hacerte compañía en mi ausencia.
«Ramu se quedará para asegurarse de que no te espío y descubro la manera de salir», dijo Alfred para sí. Se dejó caer en el asiento, posó la mano sobre la testuz del perro y acarició sus orejas sedosas. Quizá la pregunta le haría más mal que bien, reflexionó, pero le pareció que tenía derecho a hacerla.
—Samah —dijo en voz alta. El jefe del Consejo, que ya iba camino de la puerta posterior, se detuvo y dio media vuelta—. Ahora que conozco las normas de la biblioteca, ¿me concedes tu permiso para entrar? Los mensch son una especie de entretenimiento para mí, ¿sabes? Una vez hice un estudio sobre los enanos de Ariano y observo que guardáis aquí varios textos que...
Alfred vio la respuesta en la mirada de Samah.
Se le quebró la voz, abrió y cerró la boca varias veces, pero no consiguió articular una palabra más.
Samah aguardó con paciencia hasta estar seguro de que Alfred había terminado.
—Por supuesto que puedes estudiar aquí, hermano. Nos complacerá facilitarte todos y cada uno de los documentos relacionados con el tema que te interesa. Pero no ahora.
—No ahora —repitió Alfred.
—No, me temo que no. El Consejo quiere inspeccionar la biblioteca para cerciorarse de que no ha sufrido daños durante el largo Sueño. Hasta que tengamos tiempo de dedicarnos a esa tarea, he recomendado al Consejo que la biblioteca permanezca cerrada. Y tendremos que asegurarnos de que, en adelante, no entre nadie más «por accidente».
Volviéndose en redondo, el presidente del Consejo abandonó la sala y desapareció por la puerta del fondo, que abrió mediante una runa que pronunció en voz suave y baja. La puerta se cerró tras él. A continuación, desde el otro lado, llegó hasta Alfred el sonido de un cántico mágico, pero fue incapaz de distinguir ninguna de las palabras.
Ramu tomó asiento cerca de Alfred y se puso a hacerle fiestas al perro; fiestas que el animal rechazó fríamente.
La mirada de Alfred se desvió, una vez más, hacia el compartimiento de los documentos prohibidos.
GARGAN
CHELESTRA
¡Estamos en casa! ¡En casa!
Estoy dividida entre la alegría y la tristeza, pues una tragedia terrible ha tenido lugar mientras estábamos ausentes... Pero ya lo contaré todo con detalle cuando sea oportuno.
Ahora escribo estas líneas sentada en mi habitación. A mi alrededor tengo todas mis pertenencias más queridas, exactamente igual que las dejé. Esto me ha dejado muda de asombro, pues los enanos somos gente muy práctica respecto a la muerte, al contrario que otras dos razas que podría citar. Cuando un enano muere, su familia y sus amigos guardan una noche de luto por su pérdida y celebran un día de fiesta por la felicidad del difunto que pasa a formar parte del Uno. A continuación, las pertenencias del enano desaparecido se reparten entre los familiares y amigos. Por último, se vacía la habitación que ocupaba y se instala en ella otro enano.
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Yo había dado por hecho que, en mi caso, se habría procedido según la costumbre y ya me había convencido a mí misma de que, a aquellas alturas, mi prima Fricka ya estaría instalada en mi habitación. De hecho, no tengo reparos en reconocer que esperaba con impaciencia el momento de agarrar a mi detestable pariente por sus rizadas patillas, sacarla a empujones y mandarla rodando escalera abajo.
Sin embargo, parece que mi madre no podía meterse en la cabeza que hubiese muerto de verdad y se negaba tercamente a aceptarlo, aunque tía Gertrude (según me ha contado mi padre) llegó incluso a sugerir que mi madre había perdido el juicio. Según mi padre, al llegar a aquel punto, mi madre decidió hacer una demostración de su habilidad en el lanzamiento de hacha y propuso, en términos muy enérgicos y bastante alarmantes, «marcarle una raya en el pelo a Gertrude», o algo parecido.
Mientras mi madre descolgaba el hacha de guerra de su soporte en la pared, mi padre comentó a mi tía, como si tal cosa, que, si bien el brazo de lanzar de mi madre aún era fuerte, su puntería ya no era igual que la de su juventud. Tía Gertrude recordó de pronto que tenía unos asuntos pendientes, sacó a rastras a Fricka de mi habitación (empleando probablemente un montacargas) y las dos se marcharon airadamente.
Pero me temo que estoy perdiéndome por un túnel secundario, como dice el refrán enano. La última vez que anoté algo en el diario, nos dirigíamos en nuestra nave hacia una muerte segura; ahora, me encuentro en casa sana y salva, y realmente no tengo idea de cómo o por qué.
No libramos ninguna batalla heroica en la caverna de las serpientes dragón. Sólo hubo un montón de charla en un idioma que ninguno de los tres entendía. Nuestro sumergible naufragó y tuvimos que ganar la superficie a nado. Las serpientes dragón nos encontraron y, en lugar de matarnos, nos ofrecieron regalos y refugio en una cueva. Luego, Haplo pasó despierto toda la noche hablando con ellas. Cuando al fin regresó, dijo que estaba cansado, que no tenía ganas de hablar y que nos lo explicaría todo en otro momento. Sólo nos aseguró que estábamos a salvo y nos dijo que podíamos dormir tranquilos y que por la mañana saldríamos de nuevo hacia nuestras casas.
Los tres nos quedamos desconcertados y comentamos el asunto en voz baja (Alake nos hizo hablar en cuchicheos para no perturbar el sueño de Haplo). Sin embargo, no conseguimos desenredar la madeja y por fin, vencidos por el sueño, los tres nos quedamos dormidos también.
A la mañana siguiente, apareció en la cueva más comida, junto con nuevos regalos. Y, cuando me asomé fuera de la caverna, vi con asombro nuestro sumergible, intacto como si acabara de botarse, anclado frente a la costa. No había rastro de las serpientes dragón.
—Los dragones han reparado vuestra nave —indicó Haplo entre bocados de comida—. La utilizaremos para navegar de vuelta a casa.
Haplo comía algo que Alake había cocinado para él, y la vi sentarse a su lado y contemplarlo con ojos arrobados.
—Lo han hecho por ti —murmuró en voz queda la humana—. Nos has salvado, como prometiste que harías. Y, ahora, nos devuelves a casa. Serás un héroe para nuestro pueblo. Todo lo que quieras será tuyo. Cualquier cosa que pidas te será concedida.
Por supuesto, Alake esperaba que Haplo pediría casarse con la hija del jefe (es decir, con ella).
Haplo se encogió de hombros y afirmó que no había hecho tanto. Advertí que las marcas azules empezaban a reaparecer en su piel y también me fijé en su extremo cuidado por no tocar, por no mirar siquiera, un gran jarro de agua que yo había traído para lavarme la cara y quitarme el sueño de los ojos.
—Me pregunto dónde estará la píldora amarga de todo este pastel
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—le murmuré a Devon.
—Lo único que sé, Grundle —me respondió con otro susurro, acompañado de un suspiro extasiado—, es que dentro de pocos días estaré otra vez con Sadia.
¡El elfo no había escuchado una sola palabra de lo que acababa de decirle! Y me habría jugado algo a que tampoco había prestado atención a Haplo. Lo cual viene a demostrar cómo el amor —al menos entre los humanos y entre los elfos— puede afectar al cerebro. En eso, los enanos somos distintos, ¡gracias al Uno! Yo quiero a Hartmut hasta el último mechón de pelo de su barba, pero me daría vergüenza que los sentimientos redujeran mis capacidades mentales hasta hacerme parecer boba.
Pero no debería decir estas cosas. Ahora que...
Alto. Me estoy adelantando demasiado en mi relato.
—Está bien, pero recuerda que nadie da nada a cambio de nada —dije yo, pero murmuré mi protesta por lo bajo. Tenía miedo de que, si Alake me oía, tratara de arrancarme los ojos.
Por cierto, me parece que Haplo sí me oyó. Tiene un oído muy fino, ese Haplo. Yo me alegré de ello. Que supiera ese forastero que uno de nosotros no tenía pensado tragar todo aquello sin haberlo masticado primero. El tipo me miró y lanzó una de esas medias sonrisas suyas con ese aire sombrío que me produce escalofríos.
Cuando terminó de comer, nos dijo que éramos libres de marcharnos. Podíamos llevar con nosotros toda la comida y los regalos que quisiéramos. Cuando nos lo propuso, vi que incluso Alake se mostraba ofendida.
—Ni el oro ni las piedras preciosas pueden devolvernos a la gente que mataron esos monstruos, ni compensar lo que hemos sufrido —declaró, al tiempo que dirigía una mirada de desdén a los montones de riquezas sin cuento.
—Antes arrojaría todo este dinero manchado de sangre al Mar de la Bondad, si no fuera porque envenenaría a los peces —la secundó Devon con voz airada.
—Haced lo que queráis —dijo Haplo con un nuevo encogimiento de hombros—, pero tal vez lo necesitéis, cuando pongáis rumbo a vuestra nueva tierra.
—¿Las serpientes dragón nos permitirán construir más cazadores de sol? —inquirí, escéptica.
—Mejor todavía. Se han ofrecido a utilizar su magia para reparar las naves destruidas. Y me han proporcionado información sobre esa nueva tierra. Información importante.
Lo acosamos a preguntas, pero Haplo se negó a responderlas, con el argumento de que no sería correcto contárnoslo a nosotros antes de tratar un tema de tal importancia con nuestros padres. Los tres tuvimos que reconocer que tenía razón.
Alake volvió la vista hacia el oro y declaró que sería una lástima desperdiciarlo. Devon apuntó que había visto varios rollos de telas de seda con los colores preferidos de Sadia. Yo ya me había guardado en los bolsillos algunas piedras preciosas (como ya he escrito antes, los enanos somos un pueblo práctico) pero no tuve reparos en coger algunas más para que los demás no pensaran que desdeñaba la sugerencia.
Cargados con los regalos y las provisiones, los cuatro subimos a bordo del sumergible. Antes de zarpar, hice una revisión a fondo de la nave. Las serpientes poseían una magia poderosa, era cierto, pero no me fiaba de que tuvieran muchos conocimientos sobre construcción naval. No obstante, las serpientes parecían haber colocado cada pieza exactamente como estaba antes del ataque, y llegué a la conclusión de que la embarcación estaba en condiciones de sumergirse.
Cada cual ocupó de nuevo la cabina que había utilizado a la ida. Todo estaba como lo habíamos dejado. Incluso encontré esto, mi diario, en el mismo lugar donde lo había guardado. El agua no lo había afectado. Ni una sola gota de tinta se había corrido. Era algo asombroso, que me llenó de intranquilidad. Durante el viaje, más de una vez me pregunté si todo aquello había sucedido de verdad o si sólo había sido un sueño extraño y terrible.
La nave emprendió viaje bajo el impulso de la misma energía mágica que antes, y puso rumbo de vuelta a casa.
Estoy segura de que el viaje de regreso tuvo la misma duración que el de ida, pero a los tres nos pareció mucho más largo. Entre risas y comentarios excitados, hablamos de lo primero que haríamos cuando llegásemos a nuestras respectivas patrias, de que probablemente seríamos considerados héroes y de la impresión que produciría Haplo en nuestras tierras.