—¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas? —interrogó despacio y con claridad en el idioma musical de Elmas.
El extraño, con expresión de enojo, clavó los ojos en Devon. Su frustración se convirtió en furia. Se apoyó en un brazo y nos empezó a gritar. No lo entendíamos, pero no necesitábamos un traductor.
—¡Fuera! —aullaba con toda seguridad—. ¡Largaos y dejadme en paz!
Entre gruñidos, se desplomó sobre las mantas una vez más. Tenía los ojos cerrados y estaba empapado de sudor. Pero movía los labios, aunque no conseguía articular palabra.
—Pobre hombre —dijo Alake con dulzura—. Está perdido, enfermo, y tiene miedo.
—Es posible —repuse, aunque tenía mi propia opinión—, pero será mejor que hagamos lo que dice.
—¿Estará..., estará bien? —Alake no le quitaba los ojos de encima.
—Perfectamente —aseguré mientras trataba de arrancarla de la puerta—. Si nos quedamos, sólo conseguiremos ponerlo nervioso.
—Grundle tiene razón —añadió Devon—. Dejémoslo solo para que descanse.
—Creo que debería quedarme con él —insistió.
Devon y yo intercambiamos miradas de alarma. El salvaje desconocido aullaba y su hosca expresión nos dio miedo. Como si no tuviéramos ya suficientes problemas, nos las teníamos que ver con un humano loco.
—Shh —susurré—. Vas a despertarlo. Vamos a hablar al corredor.
Sacamos a Alake de la habitación a pesar de su resistencia.
—Uno de nosotros debería vigilarlo —me cuchicheó Devon al oído.
Asentí y entendí lo que quería decir. Uno de nosotros sin contar a Alake.
—Traeré mi manta... —dijo ésta. Seguía haciendo planes para pasar la noche cerca de él.
—No, no —la interrumpí—. Vete a la cama. Yo me sentaré a su lado. Tengo experiencia en esta enfermedad —agregué, cortando de cuajo sus protestas—. Seguramente, dormirá varias horas. Tienes que descansar para atenderlo cuando se levante por la mañana.
Se animó con la perspectiva pero todavía dudaba y miraba hacia la puerta que acababa de cerrar detrás de mí.
—No sé...
—Te llamaré si se efectúa algún cambio —le prometí—. No querrás que mañana te vea adormilada y con los ojos enrojecidos, ¿no?
Aquello la convenció. Nos dio las buenas noches, echó un último vistazo a su paciente y se alejó por el corredor con una sonrisa.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el elfo cuando Alake se hubo marchado.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —contesté irritada.
—Bueno, eres una chica. Sabes de esas cosas.
—¿Qué cosas? —pregunté aunque sabía muy bien a qué se refería.
—Está clarísimo. Él la atrae.
—¡Bah! Me acuerdo de aquella vez que rescató un lobo herido. Se lo llevó a casa y lo trató de la misma manera.
—Esto no es un cachorro de lobo —replicó Devon con seriedad—. Es un joven fuerte, atractivo y atlético, incluso para ser un humano. A Alake y a mí nos costó arrastrarlo por el pasillo.
Eso suponía otro problema. Si aquel hombre perdía los estribos y decidía hacer añicos el barco, nos veríamos en dificultades para detenerlo. Pero ¿qué había de las serpientes dragón? Era evidente que seguían al mando, porque el barco avanzaba por el agua. ¿Sabían que había un desconocido a bordo? ¿Les importaba?
—Vete a la cama —le dije a Devon, enojada, tras echar un trago de la botella—. No creo que saquemos nada en claro esta noche. Tal vez ocurra algo por la mañana.
Sucedió algo.
Entré en la habitación donde se encontraba el hombre y me instalé en un rincón oscuro, cerca de la puerta. Si se despertaba, podría levantarme y salir antes de que se diera cuenta.
Dormía intranquilo, agitado. Se revolvía entre las mantas y murmuraba en su lengua palabras que se me antojaban siniestras y afiladas, llenas de ira y odio. De vez en cuando gritaba y, en una ocasión, soltó un espantoso alarido y se quedó sentado y con la mirada fija en mí. Yo me levanté y estaba a punto de salir por la puerta, cuando comprendí que no me veía.
Se tumbó de nuevo y yo volví a mi sitio. Se aferraba a las mantas y repetía la misma palabra una y otra vez. Era algo parecido a «perro». Otras veces, gruñía y sacudía la cabeza mientras gritaba «¡señor!».
Finalmente, de puro agotamiento, se sumió en un profundo sueño.
Reconozco que para no perder el valor utilicé el brandy en abundancia. Ya no tenía miedo (para ser sincera apenas sentía nada). Al ver que dormía, decidí averiguar todo lo posible del hombre. Tal vez si investigaba en sus bolsillos, si es que tenía alguno...
Tras superar algunos problemas, logré ponerme en pie. (El barco se movía más de lo que yo recordaba). Me acerqué hasta él y me agaché. Lo que presencié me quitó la borrachera más deprisa que los polvos de raíz negra de mi madre.
No me acuerdo de lo que ocurrió después, excepto que salí corriendo como una loca por el corredor.
Alake, vestida con la camisa de dormir, estaba de pie en la puerta y me miraba aterrorizada. Devon salió disparado de su camarote como si se prendiera fuego. Se veía forzado a dormir embutido en su vestido, pues el pobre muchacho sólo se había traído a bordo el vestido de Sadia.
—Te hemos oído gritar. ¿Qué sucede? —preguntaron al unísono.
—El humano... —Tomé aire—. ¡Se ha vuelto azul!
—¡Está agonizando! —sollozó Alake, y salió corriendo en dirección a la habitación del desconocido.
Nosotros la seguimos, y en el último momento Devon se acordó de cubrirse la cabeza con el velo.
Supongo que lo despertaron mis alaridos. (Devon me contó más tarde que creyó que me perseguían todas las serpientes dragón de Chelestra). El humano estaba sentado en la cama y se miraba los brazos y las manos girándolos una y otra vez, como si no pudiera creer que fueran suyos.
No me extrañó. Si a mí me ocurriera algo así, también me quedaría atónita. ¿Cómo lo describiría? Sé que resulta increíble, pero juro por el Uno que el dorso de sus manos, sus brazos, su pecho desnudo y su cuello estaban cubiertos de una escritura azul.
Ya estábamos todos dentro del camarote cuando nos dimos cuenta de que estaba completamente consciente. Levantó la cabeza y nos miró. Retrocedimos asustados. Incluso Alake se asustó un poco. El rostro del desconocido era severo, grave.
Pero, como si notara nuestro pánico, se esforzó en sonreír para tranquilizarnos.
Recuerdo que pensé que la suya era una cara poco acostumbrada a sonreír.
—No tengas miedo. Me llamo Haplo —dijo dirigiéndose a Alake—. ¿Cómo te llamaron?
No pudimos contestar. Hablaba en phondrano. En un phondrano fluido y perfecto.
Y, a continuación, él...
Pero eso tendrá que esperar. Alake me llama. Es la hora de comer.
En realidad, tengo hambre.
SURUNAN
CHELESTRA
Los sartán, conducidos por el competente Samah, volvieron a la vida con una energía que asombró al anonadado Alfred. El pueblo salió de las criptas a un mundo que habían construido para ellos mismos mucho tiempo atrás. La magia sartán no tardó en infundir vida a lo que los rodeaba, un paisaje tan hermoso que Alfred solía contemplarlo a través de un velo de lágrimas de gozo.
Surunan. El nombre derivaba de la raíz rúnica que significaba centro. Era el núcleo, el centro de su civilización. Al menos, era lo que se habían propuesto que fuese. Por desgracia, aquel corazón había dejado de latir.
Pero ahora volvía a la vida.
Alfred recorrió sus calles y se maravilló ante su belleza. Los edificios estaban hechos de mármol de colores rosa y perlado que habían traído consigo del mundo antiguo. Sus altos chapiteles, levantados mediante la magia, se alzaban hacia un cielo esmeralda y turquesa. Paseos, avenidas y espléndidos jardines, que habían estado sumidos en un sueño tan profundo como el de sus creadores, resurgieron a una vida mágica. Y todos ellos conducían hacia el corazón de Surunan: la Cámara del Consejo.
Alfred había olvidado los placeres de estar en compañía de los de su propia especie, de poder relacionarse con otros. Se había ocultado tanto tiempo, había mantenido en secreto su verdadera naturaleza hasta tal punto, que era un gran alivio no tener que preocuparse por si revelaba sus poderes mágicos. Pero, a pesar de ello, incluso en aquel mundo nuevo y maravilloso y entre su propio pueblo, no conseguía sentirse del todo cómodo, del todo a gusto.
Había dos ciudades: una interna, central, y otra externa que era mucho más extensa, aunque no tan espléndida. Las dos estaban separadas por altos muros. Alfred, al explorar la ciudad exterior, comprobó de inmediato que allí era donde habían vivido los mensch en otro tiempo. Pero ¿qué había sido de ellos mientras los sartán dormían? La respuesta, a juzgar por lo que pudo ver, parecía bastante sombría. Aunque los sartán estaban aplicando todos sus esfuerzos a eliminarlas, había pruebas evidentes de que se habían librado batallas devastadoras en aquella parte de la ciudad. Aparecían edificios derruidos, paredes hundidas y ventanas hechas añicos. Rótulos escritos en humano, elfo y enano yacían en las calles, arrancados y hechos pedazos.
Alfred lo contempló todo con pena. ¿Sería aquello obra de los mensch? ¿Se lo habrían hecho a sí mismos? Parecía probable, por lo que sabía de sus naturalezas belicosas. Pero entonces, ¿por qué no se lo habían impedido los sartán? Luego recordó las imágenes de criaturas horribles que había visto en los pensamientos de Samah. ¿Qué eran aquellos seres? Otro interrogante. Demasiados. ¿Por qué habían recurrido a la hibernación aquellos sartán? ¿Por qué habían abandonado toda responsabilidad respecto de aquel mundo y de los otros que habían creado?
Una tarde se detuvo en el jardín colgante de la casa de Samah, mientras reflexionaba que debía de llevar dentro de sí alguna terrible tara que le hacía seguir dando vueltas a aquellos pensamientos, algún defecto que le impedía ser feliz. Tenía, al fin, todo lo que había soñado poseer. Había encontrado a su gente y era todo lo que había esperado: fuerte, resuelta y poderosa. Los suyos estaban dispuestos a corregir todo lo que había salido mal. Alfred podía aliviarse de la carga agobiante que había acumulado sobre su espalda. Ahora tenía a otros que lo ayudaran a llevarla.
—¿Qué me sucede, entonces? —se preguntó en voz alta, abatido.
—Una vez oí hablar —le llegó una voz en un susurro— de un humano que había permanecido encerrado largos años en la celda de una prisión. Cuando al fin le abrieron la puerta y le ofrecieron la libertad, el hombre se negó a salir. Lo asustaba aquella libertad, la luz, el aire fresco. Prefería seguir en su celda oscura, porque la conocía. Allí se sentía a salvo, seguro.
Alfred se volvió y encontró a Orla. Le sonreía y tanto sus palabras como su tono de voz eran agradables, pero Alfred advirtió que estaba sinceramente preocupada al percibir su estado mental, confuso e inquieto.
Al verla allí, Alfred se sonrojó, suspiró y bajó los ojos.
—Tú aún no has abandonado tu celda —continuó Orla, que llegó a su lado y le apoyó la mano en el brazo—. Insistes en vestir ropas mensch —el tema quizás era mencionado porque Alfred tenía la vista fija en los zapatos que cubrían sus pies, excesivamente grandes—, no nos revelas tu nombre sartán, no nos abres tu corazón...
—¿Y vosotros? ¿Me habéis abierto los vuestros? —inquirió Alfred con calma, alzando la vista hacia ella—. ¿Qué terrible tragedia tuvo lugar aquí? ¿Qué fue de los mensch que vivían aquí? Allí donde miro, veo imágenes de destrucción, veo sangre en las piedras. Pero nadie habla de ello. Nadie se refiere a ello.
Orla palideció y apretó los labios.
—Lo siento —musitó Alfred con un suspiro—. No es asunto mío. Todos habéis sido maravillosos conmigo. Muy pacientes y atentos. La culpa la tengo yo y me esfuerzo por superarla pero, como has dicho, he estado mucho tiempo encerrado en la oscuridad. La luz... me hiere los ojos. Pero supongo que no puedes entenderlo.
—Háblame de ello, hermano —propuso Orla—. Ayúdame a comprender.
De nuevo, ella evitaba el tema, desviaba la conversación de ella y su pueblo y la dirigía de nuevo hacia él. ¿A qué venía aquella resistencia a hablar del asunto? Y, cada vez que hacía referencia al asunto, percibía miedo y vergüenza.
«Nuestra petición de ayuda...», había dicho Samah.
¿Por qué? A menos que la batalla allí librada hubiera sido adversa a los sartán, ¿y cómo era posible tal cosa? El único enemigo capaz de combatirlos a su mismo nivel estaba encerrado en el Laberinto.
Alfred, sin darse cuenta de lo que hacía, estaba arrancando las hojas de un vinilo en flor. Una a una, las arrancó, las miró sin verlas y las dejó caer al suelo.
Orla cerró la mano en torno a la suya.
—La planta gime de dolor.
—¡Cuánto lo siento! —Alfred dejó caer la flor y contempló con espanto el estrago que había cometido—. Yo... no me daba cuenta de...
—Pero tu pena es mayor —continuó Orla—. Por favor, compártela conmigo.
Su sonrisa amable lo calentó como el vino aromático. Alfred, embriagado, olvidó su dudas y preguntas. Se descubrió expresando pensamientos y sentimientos guardados durante tanto tiempo que no era plenamente consciente de que los tenía.
—Cuando desperté y descubrí que los otros habían muerto, me negué a aceptar la verdad. Me negué a reconocer que estaba solo. No sé cuánto tiempo viví en el mausoleo de Ariano: meses, tal vez años. Viví en el pasado, recordando cómo había sido la existencia cuando estaba entre mis hermanos. Y pronto el pasado fue, para mí, más real que el presente. Cada noche, me iba a dormir diciéndome que, cuando me levantara a la mañana siguiente, los encontraría despiertos a ellos también. Y ya no estaría solo. Por supuesto, esa mañana no llegó jamás.