—Me alegro de verte, Nico —dijo El Romano al entrar—. Ha pasado mucho tiempo.
—Biblioteca Presidencial Manning. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Querría saber algunos datos acerca de los registros presidenciales —digo, comprobando por segunda vez que la puerta de mi oficina está cerrada. Rogo me dijo que podía usar su oficina para hacer la llamada, pero entre el almuerzo y la conversación ya había pasado demasiado tiempo.
—Permítame que le pase con el archivero de guardia —responde la recepcionista.
Un clic y ya estoy en el buen camino. Y aunque hubiese podido llamar al director de la biblioteca, como sugirió Rogo, consideré que era mejor mantener el asunto en un nivel discreto.
—Kara al habla. ¿En qué puedo ayudarlo? —pregunta una voz suave.
—Hola, Kara. Soy Wes, de la oficina de personal. Estamos tratando de conseguir unos viejos archivos de Boyle para un libro de homenaje a su memoria que estamos preparando, y me preguntaba si podría echarnos una mano para reunir el material que necesitamos.
—Lo siento, ¿cómo ha dicho que se llama?
—Wes Holloway. No se preocupe, estoy en la lista del personal —digo con una breve risa. Ella no se ríe.
—Lo siento, Wes, pero antes de entregar cualquier documento, necesitamos que rellene una solicitud diciendo para quién…
—El presidente Manning. Él lo ha solicitado, personalmente —la interrumpo.
Toda ley tiene sus excepciones. La policía puede saltarse los semáforos en rojo. Los médicos pueden aparcar en zonas prohibidas en los casos urgentes. Y, cuando te llamas Leland Manning, puedes conseguir cualquier papel que quieras de la Biblioteca Presidencial Manning.
—S… sólo dígame qué necesita. Yo me encargaré de reunir el material —dice ella.
—Fantástico —digo, abriendo la gruesa carpeta que tengo encima del escritorio. En la primera página dice «Documentos presidenciales y material histórico». Lo llamamos «La Guía para el Diario más Grande del Mundo».
Durante los cuatro años en la Casa Blanca, todos los archivos, todos los correos electrónicos, todas las tarjetas de Navidad enviados eran registrados, copiados y guardados. Cuando abandonamos Washington se necesitaron cinco aviones militares de carga para trasladar los cuarenta millones de documentos, 1,1 millones de fotografías, veinte millones de correos electrónicos impresos y cuarenta mil «objetos», entre ellos, cuatro teléfonos diferentes, dos de los cuales estaban hechos a mano y llevaban la cara del presidente grabada en ellos. Aun así, la única forma de encontrar la aguja es meterse en el pajar. Y la única forma de descubrir en qué estaba metido Boyle es abrir los cajones de su escritorio.
—Bajo la inscripción de «Personal de la Casa Blanca», comencemos con todos los documentos de Boyle como jefe adjunto —digo, pasando las primeras páginas de La Guía—. Y, naturalmente, todos sus archivos, incluyendo la correspondencia enviada y recibida. —Paso a la siguiente entrada en La Guía—. Y también me gustaría conseguir sus documentos personales. Eso incluiría cualquier queja presentada contra él, ¿no?
—Debería —dice la archivadora, con tono suspicaz.
—No se preocupe —me echo a reír al percibir el cambio en su voz—, es sólo para revisarlas y descubrir todos sus secretos.
—Sí, por supuesto… es sólo que… ¿para qué me dijo que necesita este material?
—Para un libro en el que está trabajando el presidente y que trata sobre los años de servicio de Boyle, desde la Casa Blanca hasta el tiroteo en la pista de carreras…
—Si lo desea, tenemos el artículo de aquel día, ya sabe, con Boyle y aquel joven que fue herido en la cara…
Cuando John Hinckley trató de matar a Ronald Reagan, sus disparos alcanzaron al presidente, a James Brady, al agente del Servicio Secreto Tim McCarthy y al oficial de policía Thomas Delahanty. Todos conocemos a Brady. McCarthy y Delahanty se convirtieron en respuestas del Trivial Pursuit. Igual que yo.
—¿Cuánto cree que tardará en reunir ese material? —pregunto.
Ella resopla ligeramente. Es lo más próximo a una risa que puede expresar.
—Déjeme calcular… Catorce, quince, dieciséis… probablemente estamos hablando de aproximadamente treinta y seis mil páginas.
—Treinta y seis mil páginas —repito y siento que mi voz se reduce a un susurro. El pajar acaba de aumentar cinco metros.
—Si me dice algo más acerca de lo que está buscando, probablemente pueda ayudarlo a estrechar un poco más la búsqueda…
—De hecho, hay un par de cosas que estamos tratando de conseguir lo antes posible. El presidente dijo que había otros investigadores del libro que estaban trabajando con la biblioteca. ¿Hay alguna manera de saber con qué archivos están trabajando para no solaparnos?
—Sí, por supuesto, pero… cuando se trata de las solicitudes de otras personas, se supone que nosotros no debemos…
—Kara… es Kara, ¿verdad? —pregunto, robando una frase de Manning—. Kara, es para el presidente…
—Sí, lo entiendo, pero las reglas…
—Respeto las reglas. De verdad. Pero se trata de personas que trabajan con el presidente. Estamos del mismo lado, Kara —añado, tratando de no rogarle—. Y si no encuentro esto, entonces seré yo quien no haya encontrado esta lista para el presidente, no usted… Por favor, dígame que sabe lo que es eso. Necesito este trabajo, Kara, más de lo que pueda imaginarse.
En el otro lado de la línea se produce una larga pausa, pero, como cualquier bibliotecaria, Kara es una mujer pragmática. Puedo escuchar cómo teclea.
—¿Cuáles son los nombres? —pregunta.
—El apellido es «Weiss», el nombre es «Eric» —digo, empezando nuevamente con el viejo nombre en clave de Houdini que usaba Boyle.
Se oye un sonoro clic cuando ella pulsa la tecla «Enter». Compruebo la puerta por tercera vez. Todo en orden.
—Tenemos dos Eric Weiss. Uno de ellos llevó a cabo una investigación el primer año que empezamos a trabajar. El otro hizo una petición hace alrededor de un año y medio, aunque parece que se trataba de un chico que quería saber cuál era la película preferida del presidente…
—
Todos los hombres del presidente
—decimos al unísono.
Ella vuelve a reír con esa risa jadeante.
—No creo que ése sea el investigador que está buscando —añade, relajándose por fin.
—¿Qué puede decirme del otro Weiss?
—Como ya le he dicho, estuvo investigando durante nuestro primer año. Su dirección de correo era en Valencia, España.
—¡Es él! —exclamo, reprimiéndome un segundo después.
—No hay duda de que parece él —dice Kara—. Sus solicitudes eran similares: algunos de los archivos de Boyle, el programa del presidente el día del tiroteo… Lo extraño es que, según las notas que tengo aquí, pagó por las copias (bastante dinero, por cierto, unos seiscientos dólares) pero cuando le enviamos el material, el paquete nos fue devuelto. Según el archivo, no había nadie en esa dirección.
Como una fotografía en un cuarto oscuro, los bordes de la imagen se van revelando lentamente. El FBI dijo que Boyle había sido detectado en España. Si ésa fue su primera petición a la biblioteca, y luego huyó, tal vez le preocupaba que la gente supiese que su nombre era…
—Inténtelo con «Cari Stewart» —le digo, cambiando al nombre en clave que Boyle utilizó en el hotel de Malasia.
—Cari Stewart —repite Kara, tecleando—. Sí, allá vamos…
—¿Lo tiene?
—¿Cómo no? Casi doscientas peticiones en los últimos tres años. Ha solicitado más de 12.000 páginas…
—Sí, no es muy meticuloso —le digo, procurando no perder la concentración—. Y sólo para estar seguro de que es la misma persona, ¿cuál es la última dirección que tienen de él?
—Es en Londres, una oficina de correos en el 92A Balham High Road. Y el código postal es SW12 9AE.
—Es él, sin duda —digo, apuntando la dirección, aunque sé muy bien que es el equivalente británico de un apartado de correos. E igualmente imposible de rastrear.
Antes de que pueda decir nada más, la puerta de mi oficina se abre de par en par.
—Está en el armario —anuncia Claudia, refiriéndose al presidente. Me lo temía. «El armario» es el código de Claudia para el baño, la última parada de Manning antes de salir a cualquier evento. Si es fiel a su costumbre (y siempre lo es) sólo tengo dos minutos.
—¿Entonces quiere que le envíe una lista de cualquier material que haya solicitado? —me pregunta la bibliotecaria.
—Wes, ¿has oído lo que te he dicho? —añade Claudia.
Alzo un dedo en dirección a nuestra jefa de personal.
—Sí, si puede enviarme esa lista sería perfecto —le digo a la bibliotecaria. Claudia señala su reloj y yo asiento—. Y si puedo pedirle un último favor, ese último documento que él recibió, ¿en qué fecha fue enviado?
—Veamos… aquí dice que el quince, de modo que hace unos diez días —contesta la bibliotecaria.
Me siento erguido en el sillón y la imagen en el cuarto oscuro va tomando forma. Desde el día en que abrió la biblioteca, Boyle ha estado pidiendo documentos y revisando los archivos. Hace diez días solicitó el último de esos documentos y luego, súbitamente, salió de su escondite. Es sólo una suposición, pero está claro que encontrar ese archivo es la única manera de salir de ese cuarto oscuro y ver la luz.
—El Servicio Secreto ya se está movilizando —dice Claudia, mirando hacia el corredor y comprobando que los agentes se están reuniendo en la puerta principal de la oficina.
Me pongo en pie y estiro el cable del teléfono hasta la silla donde he colgado mi chaqueta. Deslizo la mano en una manga mientras sigo hablando con la bibliotecaria.
—¿Cuánto tiempo tardará en enviarme una copia del último documento que él recibió?
—Veamos, salió la semana pasada, de modo que aún debería tenerlo Shelly… Espere, deje que lo compruebe.
Se produce una breve pausa.
Miro a Claudia. No tenemos muchas reglas, pero una de las fundamentales es que nunca se debe hacer esperar al presidente.
—No te preocupes, enseguida estoy contigo.
Claudia ya enfila el pasillo y vuelve la cabeza.
—Hablo en serio, Wes —me amenaza—. ¿Con quién estás hablando?
—Con la biblioteca. Estoy tratando de conseguir la lista final de peces gordos que asistirán esta noche.
En nuestra oficina, cuando el presidente siente añoranza de su antigua vida lo sorprendemos llamando a sus ex: ex primer ministro británico, ex primer ministro canadiense, incluso al ex presidente de Francia. Pero la ayuda que necesito está mucho más cerca.
—Aquí tengo el documento que necesita. Sólo tiene una página —interrumpe la bibliotecaria—. ¿Cuál es su número de fax?
Le doy el número mientras me las arreglo para meter el otro brazo en la chaqueta. Las cabezas metálicas del presidente y la primera dama suenan como campanillas en el pin de la solapa.
—¿Y lo enviará ahora?
—Cuando usted lo desee. Es…
—Ahora.
Cuelgo el auricular, cojo mi maletín de los trucos y salgo disparado hacia la puerta.
—Avísame cuando Manning esté a punto de llegar —le digo a Claudia mientras paso junto a ella y entro en la sala de fotocopiadoras, que está justo frente a mi oficina.
—Wes, esto no es divertido —dice Claudia, claramente molesta.
—Lo estamos recibiendo en este mismo instante —miento, de pie frente a nuestro fax. Todos los días, a las seis de la mañana, los DIN de Manning —Diario de Inteligencia Nacional— llegan por una línea segura de fax en el mismo lugar. Enviados por la CIA, los DIN contienen resúmenes acerca de una serie de cuestiones de inteligencia muy sensibles y representan el último cordón umbilical que todos los antiguos presidentes mantienen con la Casa Blanca. Manning corre a buscarlos como si estuviese al borde del síndrome de abstinencia. Pero, para mí, lo que están enviando ahora es mucho más potente.
—Wes, vete a la puerta. Yo me encargaré de recibir el fax.
—Es sólo…
—He dicho que vayas a la puerta. Ahora.
Me vuelvo para mirar a Claudia justo en el momento en que el fax cobra vida como si tuviese un ataque de hipo. Claudia frunce sus labios de fumadora y parece muy enfadada, más enfadada de lo que cualquiera debería estar por un estúpido fax.
—Tranquila —balbuceo—. Yo lo cogeré.
—Maldita sea, Wes…
Antes de que pueda acabar la frase, mi móvil comienza a vibrar en el bolsillo. Lo saco como una simple distracción.
—Sólo será un segundo —le digo a Claudia mientras compruebo la identidad de quien me llama. «Desconocido.» No hay mucha gente que tenga este número.
—Aquí Wes —contesto.
—No reacciones. Limítate a sonreír y actúa como si estuvieras hablando con un viejo amigo —dice una voz ronca a través del teléfono. Lo reconozco al instante.
Es Boyle.
—Una habitación agradable —dijo El Romano mientras paseaba la vista por las paredes casi desnudas y descoloridas por el sol del que había sido el hogar de Nico durante los últimos ocho años. Encima de la mesilla de noche había un calendario de los Washington Redskins repartido gratuitamente por la tienda de comestibles local. Encima de la cabecera de la cama había un crucifijo. En el techo, una tela de araña de yeso agrietado completaba la decoración del cuarto—. Realmente agradable —añadió El Romano, recordando cuánto le ayudaba a Nico el refuerzo positivo.
—Es agradable —convino Nico con los ojos fijos en el enfermero cuando abandonaba la habitación.
—¿Has estado bien? —preguntó El Romano.
Abrazando el violín como si fuese un muñeco, Nico no contestó. Por la forma en que parecía aguzar el oído era evidente que estaba escuchando el crujido cada vez más lejano que producían las suelas de goma sobre el linóleo.
—Nico…
—Espere… —lo interrumpió, sin dejar de prestar atención a los pasos que se alejaban por el pasillo.
El Romano permaneció en silencio, incapaz de oír absolutamente nada. Por supuesto, ésa había sido otra de las razones por la que habían elegido a Nico en aquella época. El adulto medio puede oír a un nivel de veinticinco decibelios. Según los informes del ejército, Nico estaba dotado de la capacidad de oír a un nivel de diez decibelios. Su capacidad visual era aún más extraordinaria, 20/6.
Los supervisores de Nico en el ejército lo calificaron como un don. Sus médicos lo calificaron como una carga, sugiriendo que el exceso de estimulación visual y auditiva provocaban su insensibilidad frente a la realidad. Y El Romano… El Romano supo que era una oportunidad.