—Nico, no… —le amenazó el enfermero que llevaba un pendiente.
Ya era demasiado tarde. Como un pintor virtuoso que vuelve a reunirse con su pincel perdido hacía mucho tiempo, Nico sonrió cuando el arma se deslizó en la palma de su mano. Aún de rodillas, inclinó ligeramente la mano, permitiendo que la pistola se balanceara suavemente.
—Silenciador incorporado, cañón y culata ligeros —le dijo a El Romano, quien aún seguía en el suelo retorciéndose de dolor—. Un hermoso trabajo —añadió con una mirada furtiva mientras les sonreía a los enfermeros.
—¡Nico…!
Se oyeron cuatro disparos amortiguados. Los dos enfermeros lanzaron gritos de dolor. Los dos primeros disparos les atravesaron las manos. Igual que había hecho con su padre. Y con Boyle. Los estigmas. Para mostrar el dolor que había sufrido Jesús. Ambos golpearon contra la pared antes incluso de darse cuenta de que las otras dos balas estaban en sus corazones.
Poniéndose en pie, Nico ni siquiera miró mientras los cuerpos de los enfermeros iban dejando rayas rojas paralelas en la pared blanca al desplomarse en el suelo. Girándose, volvió la pistola hacia El Romano, que estaba tendido sobre la espalda, aferrando algo cerca de su pecho. El disparo sería rápido y sencillo, pero cuando el dedo se tensó sobre el gatillo…
—¡Hombre de Dios! —gritó El Romano, sosteniendo en el aire el rosario de cuentas rojas de Nico. Las cuentas pendían de su puño cerrado, oscilando como si se tratase del reloj de bolsillo de un hipnotizador—. Tú lo sabes, Nico. No importa lo que creas con respecto a otras cosas: nunca mates a un hombre de Dios.
Nico hizo una pausa, hipnotizado por las cuentas del rosario que brillaban en la menguante luz. Las cuentas seguían oscilando, siguiendo el ritmo de la agitada respiración de El Romano. Una película de sudor se había formado sobre su labio superior. Al levantar la vista vio el orificio negro del cañón de la pistola. Nico no quería mirarlo a los ojos. No quería reconocer siquiera que ese hombre estaba allí. Perdido en las cuentas del rosario, Nico buscó su respuesta sin mover el arma en ningún momento. Su ceño se frunció, luego se distendió para volver a fruncirse, como si estuviese echando una moneda al aire dentro de su cabeza. Y luego la moneda aterrizó. Nico apretó el gatillo.
El Romano cerró los ojos ante el siseo del disparo. La bala perforó el centro de la palma de su mano izquierda. El dolor de Jesús. Antes incluso de que pudiera sentirlo, la sangre comenzó a formar un pequeño charco en su mano, deslizándose por la muñeca en dirección al codo.
—¡¿Dónde está?! —exigió Nico.
—Te… te mataré por esto —dijo El Romano con un gruñido.
—Otra mentira. —Nico se giró ligeramente hacia la derecha y apuntó a la otra mano—. Después de todo lo que prometió… venir a ahora a verme… y protegerlo a él. ¿Qué poder tiene la Bestia sobre usted?
—¡Nico, basta!
Sin dudarlo, Nico amartilló el arma.
—Conteste mi pregunta: ¿dónde está?
—N… no tengo ni ide…
—Por favor, mueva el rosario —dijo amablemente Nico, señalando las cuentas, que estaban en el suelo, junto a la pierna de El Romano. Cuando las recogió, Nico disparó y un segundo disparo silenciado rasgó el aire, atravesando el pie de El Romano. Ambas heridas le ardían como si le hubieran atravesado la piel con gruesas agujas incandescentes. Apretó los dientes y contuvo el aliento, esperando a que pasara el aguijón inicial. Pero sólo consiguió sentirse peor.
—¡Nnnnnoooo! —gritó.
—¿Dónde está Boyle? —preguntó Nico.
—¿Si… si lo supiera, crees que habría venido aquí?
Nico permaneció en silencio durante un momento, procesando la frase.
—Pero ¿lo ha visto?
El Romano meneó la cabeza mientras seguía luchando contra el dolor. Podía sentir cómo se le hinchaba el pie, llenando el zapato.
—¿Lo ha visto alguna otra persona? —preguntó Nico.
El Romano no contestó. Nico lo miró cuidadosamente, inclinándose hacia él.
—Su respiración comienza a acelerarse. Espero que no sufra un ataque al corazón —dijo Nico.
El Romano apartó la mirada de la cama. Nico miró hacia allí.
Sobre las mantas, justo en el borde, estaba la fotografía de Wes en blanco y negro.
—¿Él? —preguntó Nico, cogiendo la foto—. ¿Por eso…? Por eso me preguntó por él, ¿verdad? Por ese hombre al que destrocé… Él es quien ha visto a la Bestia.
—Todo lo que él vio fue…
—Pero para comunicarme, para estar asociado con la Bestia. Ahora Wes está corrupto, ¿verdad? Contaminado. Por eso el rebote del proyectil… —Nico asintió rápidamente—. ¡Por supuesto! Por eso Dios envió la bala en su dirección. No existen las coincidencias. El Destino. La voluntad de Dios. Para derribar a Wes. Y lo que Dios empieza… —Los ojos de Nico se entrecerraron al mirar la foto—. Le haré sangrar otra vez. La otra vez fallé, pero ahora lo veo con claridad… en el Libro. Wes sangrando.
Nico alzó la vista de la fotografía, levantó el arma y apuntó a la cabeza de El Romano. Desde la ventana que había encima del radiador, los cristales de la ventana proyectaban la gruesa sombra de una cruz directamente sobre su rostro.
—La misericordia de Dios —susurró Nico, bajando la pistola, dando la espalda a El Romano y mirando a través de la enorme ventana de cristales inastillables. El silenciador de la pistola había amortiguado el ruido de los disparos, pero pronto llegarían los de seguridad. No lo dudó un instante. Había tenido ocho años para pensar en este momento. Inastillables. No a pruebas de balas.
La pistola disparó otras dos veces, perforando las esquinas inferiores derecha e izquierda del cristal.
Todavía en el suelo, El Romano se quitó la corbata para hacerse un torniquete en el pie. El puño cerrado atenuaba el dolor en la mano herida. La sangre ya llenaba el zapato y los latidos del corazón resonaban en el brazo y la pierna. A pocos pasos de él oyó el ruido como de una bola de bolera, luego el crujir de un cristal. Alzó la vista justo a tiempo de ver que Nico golpeaba con el pie en el orificio de bala en la esquina inferior izquierda del cristal. Fiel a su nombre, el cristal no se astilló, pero cedió, estallando las burbujas de los protectores de plástico mientras las diminutas astillas luchaban por permanecer unidas. Ahora tenía una abertura. Humedeciéndose los labios, Nico apoyó el pie contra el cristal y se cogió al radiador para hacer palanca. Con otro golpe, un trozo de cristal del tamaño de un puño se separó del resto. Volvió a empujar. Y otra vez. Ya casi lo había conseguido. Se oyó un diminuto rasguido y una especie de crujido cuando la ventana comenzó a desprenderse hacia arriba y hacia afuera como un viejo papel de empapelar. Luego un ruido seco final y… Nada.
El Romano alzó la vista mientras una ráfaga de viento frío le azotaba la cara.
Nico había desaparecido.
Arrastrándose hasta la ventana, El Romano se aferró a la parte superior del radiador y se irguió. Dos pisos más abajo vio el montón de nieve que había frenado la caída de Nico. Pensando en darle caza, echó otro vistazo a la altura y sintió que la sangre brotaba a través de su calcetín. «Imposible», se dijo. Apenas si podía sostenerse en pie.
Asomando la cabeza por la ventana y siguiendo el rastro de las pisadas, no tardó en divisar a Nico: la sudadera creaba un diminuto punto marrón que avanzaba a través de la brillante capa de nieve. Nico no miró hacia atrás en ningún momento.
Pocos segundos después, en el punto marrón desteñido de Nico apareció un lunar negro cuando levantó la pistola y apuntó. El Romano no podía ver a qué estaba apuntando. En la caseta había un guarda jurado, pero esto estaba a casi cuarenta metros…
Un zumbido y una vaharada surgieron del cañón de la pistola. Luego Nico aminoró el paso hasta un andar tranquilo, casi relajado. El Romano no necesitaba ver el cuerpo caído para saber que había sido otro impacto directo.
Guardando el arma en el bolsillo de la sudadera, Nico parecía un hombre sin ninguna preocupación en el mundo. Continuó su camino pasando frente al viejo edificio del ejército, junto a las tumbas, el cerezo silvestre sin hojas y a través de la puerta principal, casi perdiéndose en la distancia.
Cojeando en dirección a la puerta, El Romano cogió la jeringuilla y la cuchilla de afeitar, que habían quedado en el suelo.
—¿Tíos, estáis bien? —preguntó una voz femenina a través de uno de los transmisores de los enfermeros.
El Romano se agachó y lo quitó del cinturón del hombre muerto.
—Todo bien —dijo a través del aparato.
Llevándolo consigo, se volvió y echó un último vistazo a la habitación. En ese momento se dio cuenta de que Nico también se había llevado la fotografía en blanco y negro de Wes. Wes sangrando.
—Por aquí, por favor —digo mientras agarro el codo de la mujer mayor con la colmena de pelo rubio y acompaño a su esposo y a ella hacia el presidente Manning y la primera dama, quienes se encuentran delante de un adorno de flores del tamaño de un coche. Atrapado en esta pequeña antesala en la parte posterior del Kravis Center for the Performing Arts, el presidente me mira sin perder en ningún momento la sonrisa. No necesito ninguna otra señal. No tiene la más remota idea de quiénes son.
Se lo sirvo en bandeja.
—Señor presidente, seguramente recuerda a los Talbot…
—George, Leonor —interviene la primera dama, estrechando manos y dando besos al aire. Treinta y cuatro libros, cinco biografías no autorizadas y dos películas de televisión afirman que ella es la mejor política de la familia. Toda la prueba que se necesita está aquí mismo—. ¿Y cómo está Lauren? —pregunta, nombrando a la hija. En ese momento me siento impresionado. Los Talbot no son donantes de la primera etapa. Son NMA, nuevos mejores amigos, que es como llamamos a los admiradores que se acercaron a los Manning después de haber abandonado la Casa Blanca. A los viejos amigos les gusta el poder; a los nuevos amigos, la fama.
—Pensamos que es el mejor —le dice la señora Talbot con admiración, con ojos sólo para la primera dama. Es algo que nunca ha molestado a Manning. La primera dama siempre ha formado parte de su paquete político y, gracias a sus conocimientos científicos, siempre ha sido la mejor para analizar los resultados de las encuestas, que es la razón de que algunos digan que ella se sintió más afectada que el propio presidente cuando llegó el momento de entregar las llaves de la Casa Blanca. De todos modos, como alguien que estuvo junto al presidente aquel día cuando volaba de regreso a casa en Florida, e hizo la última llamada desde el Air Force One, demorándose sólo el tiempo suficiente para decir su último adiós a la operadora, no puedo evitar estar en desacuerdo. Manning pasó de tener un mayordomo que usaba un busca sólo para llevarle café, a tener que cargar sus propias maletas hasta el garaje. No se puede prescindir de todo ese poder sin sentir algún dolor.
—¿En qué me he convertido de pronto, en un arenque? —pregunta Manning.
—¿Qué quieres decir con «de pronto»? —replica la primera dama y todos los presentes se echan a reír. Es la clase de broma que se repetirá durante el resto de la temporada, convirtiendo a los Talbot en estrellas de segundo orden, y asegurando al mismo tiempo que la sociedad de Palm Beach continúe asistiendo a estas fiestas de beneficencia de mil dólares el cubierto.
—A la de tres —avisa el fotógrafo mientras yo empujo a los Talbot para colocarlos entre los Manning—. Uno, dos…
El flash destella y corro de regreso a la fila de recepción para agarrar por el codo a otro contribuyente. La expresión de Manning es exactamente la misma.
—Señor presidente, usted sin duda recuerda a Liz Westbrook…
Cuando estábamos en la Casa Blanca, a este juego lo llamábamos tirar/empujar. Yo tiro de la señora Westbrook hacia el presidente, quien empuja a los Talbot fuera del camino, obligándolos a dejar de papar moscas y a despedirse. El juego funciona a la perfección… hasta que alguien empuja en sentido contrario.
—¿Estás tratando de tirar/empujar conmigo? ¡Yo lo inventé! —dice una voz familiar mientras el flash del fotógrafo vuelve a destellar. Cuando me vuelvo hacia la fila, Dreidel ya se encuentra a mitad de camino del presidente y la primera dama con una amplia sonrisa en los labios.
El rostro de Manning se ilumina como si viese a la mascota de su infancia. A estas alturas sé muy bien que debo mantenerme apartado de su camino.
—¡Muchacho! —dice Manning, abrazando a Dreidel. Yo aún recibo un apretón de manos. Dreidel, un abrazo.
—Queríamos que fuese una sorpresa —le digo al presidente, mirando brevemente a Dreidel.
Detrás de él, la fila de admiradores ya no se mueve. La primera dama me fulmina con la mirada por encima del hombro de su esposo. También sé que no debo interponerme en ese camino.
—Señor, realmente deberíamos…
—Espero que te quedes a la fiesta —dice Manning al tiempo que se vuelve hacia su esposa.
—Por supuesto, señor —dice Dreidel.
—Señor presidente, usted recuerda a los Lindzon —digo, tirando de la siguiente pareja de donantes hasta colocarlos en su lugar. Manning sonríe falsamente y me mira. Le prometí que esta noche serían solamente cincuenta fotos. Es evidente que las ha estado contando. La que acaba de hacer el fotógrafo es la número 58. Cuando regreso a la fila, Dreidel me acompaña.
—¿Cuántas fotos de más llevas? —pregunta Dreidel.
—Ocho —susurro—. ¿Qué ha pasado con tu recaudación de fondos?
—Eran cócteles. Acabamos temprano, de modo que pensé en pasarme un momento a saludar. ¿Qué pasó con esa columnista de cotilleos?
—Ya me encargué de ese asunto.
El flash vuelve a destellar y agarro el codo de la siguiente contribuyente, una mujer con sobrepeso y vestida con un traje pantalón rojo. Recordando los viejos tiempos, Dreidel apoya una mano en el hombro del esposo y lo empuja ligeramente hacia adelante.
—Señor presidente, seguramente recuerda a Stan Joseph —anuncio mientras le colocamos para la fotografía de rigor número 59. Susurrando al oído de Dreidel, añado—: También conseguí la dirección de Boyle en Londres y su última petición a la biblioteca.
Dreidel acelera cuando destella otro flash. Está medio paso por delante de mí. Cree que no me doy cuenta.
—¿Y qué hay en la última página?
Cuando me vuelvo hacia la fila de invitados, sólo queda una persona. Sólo una fotografía más. Pero cuando veo de quién se trata, se me forma un nudo en la garganta.