—Cinco minutos es lo máximo que aceptará.
—De acuerdo —dice ella mientras comienza a buscar en la gruesa pila de invitaciones que hay en la esquina de su escritorio. Concierto de gala en la ópera. El bazar anual de artesanías en el Sailfish Club. Bautizo en la residencia de los Whedon. Tenía que estar en alguna parte…
—¿De modo que mi desayuno con Dreidel…? —preguntó Wes.
Revisando las invitaciones, Lisbeth apenas si le prestó atención.
—¿Desayuno? Venga ya, Wes, ¿por qué iba a interesarle a nadie de qué hablaban durante el desayuno dos antiguos miembros del personal de la Casa Blanca? Considéralo un tema muerto.
La fiesta sorpresa de Manning —y sus prometidos cinco minutos— no se celebraría hasta un mes más tarde. Pero eso no significaba que ella debiera mantenerse alejada hasta entonces. Especialmente cuando existían muchas otras maneras de acercarse. Lisbeth colgó sin apartar la vista de la pila de las invitaciones. Recepción para la Leukemia Society, la Historical Society, la Knesset Society, la Palm Beach Society, la Renaissance Society, la Alexis de Tocqueville Society… y entonces, allí…
Lisbeth sacó la tarjeta rectangular del medio de la pila. Al igual que cualquier otra invitación, el diseño era discreto, la impresión meticulosa y el sobre llevaba su nombre. Pero aquel sobre, con su tarjeta color crema y la trabajada caligrafía en negro, también tenía algo más: «Una velada con el presidente Leland Manning. Gala a beneficio de la Fundación contra la Fibrosis Quística.» Esa misma noche.
No le importaba que Wes y Dreidel hubieran tratado de quitársela de encima. Ni esa tontería de la llamada fiesta sorpresa para Manning. Pero una vez que Wes le pidió que se olvidara de la historia… Regla sagrada no. 6: en una columna de cotilleos sólo hay dos clases de personas: las que quieren salir en ella y las que no. Wes se había colocado en el lado de los que no querían salir en la columna. Y, sin duda, esas personas eran las más interesantes.
Lisbeth levantó el auricular y marcó el número que figuraba en la invitación.
—Aquí Claire Tanz —contestó una mujer mayor.
—Hola, Claire, soy Lisberth Dodson de la columna «Below the Fold». Espero que no sea demasiado tarde para confirmar mi asistencia…
—¿Para esta noche? No, no —dijo la mujer con un tono ligeramente entusiasta—. Oooh, y puedo hablar con el personal del presidente y avisarles de que usted asistirá…
—No será necesario —dijo Lisbeth tranquilamente—. Acabo de hablar con ellos. Están encantados de que pueda asistir.
«Tres minutos y medio», se dijo Nico mientras observaba el Acura gris que atravesaba la nieve y pasaba por la carretera de servicio al otro lado de su ventana con doble vidrio en la segunda planta. Levantando la manga de su desteñida sudadera marrón, echó un vistazo a la segunda manecilla del reloj, contando mentalmente. «Un minuto… dos… tres…» Nico cerró los ojos y comenzó a rezar. Su cabeza se sacudió dieciséis veces con breves movimientos. «Tres y medio…» Meciéndose lentamente, abrió los ojos y se volvió hacia la puerta de su habitación. La puerta no se abrió.
Sentado en la parte superior del oxidado radiador que estaba justo debajo de la ventana, Nico continuó meciéndose lentamente, volviéndose hacia la nieve que caía en blandos copos y estirando la cuerda del la de su gastado violín de arce. El violín tenía grabado un trébol de cuatro hojas en la cola, pero Nico estaba mucho más interesado en la forma en que las cuerdas del instrumento cruzaban perfectamente el puente de ébano mientras ascendían por el diapasón. Cuando llegó a St. Elizabeth pasó las primeras dos semanas sentado exactamente en el mismo lugar, mirando por la misma ventana. Naturalmente, los médicos le hicieron desistir de esa actitud. «Antisocial y escapista», declararon.
Las cosas empeoraron cuando examinaron lo que Nico miraba tan fijamente: a su derecha, un edificio de ladrillo quemado con una cresta del ejército coronándolo («demasiado simbólico dado su pasado militar»); a su izquierda, los márgenes del río Anacostia («no debemos premiarlo con una buena vista»), y, a la distancia, en el límite mismo de la propiedad, media docena de campos vallados con cientos de lápidas, desde la Guerra Civil hasta la primera guerra mundial, cuando los pacientes del ejército y la marina aún eran enterrados allí («la muerte no debe ser un punto focal»). Sin embargo, cuando Nico mencionó a una de las enfermeras que el cerezo silvestre que había fuera de su ventana le recordaba el hogar de su infancia en Wisconsin, donde su madre tocaba el violonchelo y el viento movía las ramas al compás de la música, los médicos no sólo reconsideraron su postura sino que consiguieron que alguien donase el violín que llevaba grabado el trébol de cuatro hojas. «Los pensamientos positivos deben ser estimulados.» Nico sabía que era una señal. Del mismo modo en que Dios había escrito el Libro. Del mismo modo en que Dios les había enviado. Los Tres del Violín.
Ocho años más tarde, Nico seguía viviendo en la misma habitación, rodeado con la misma cama pequeña, la misma mesilla de noche y la misma cómoda donde estaban su Biblia y su rosario.
Pero lo que Nico siempre se guardó para sí fue que, mientras miraba el cerezo silvestre, y le recordaba sus días de infancia en compañía de su madre, estaba mucho más concentrado en la carretera de servicio que discurría justo por delante del edificio. Desde el portón de la entrada principal, atravesaba la propiedad y rodeaba el aparcamiento que conducía a la entrada del John Howard Pavilion. El árbol era sin duda una señal —la cruz de Cristo había sido hecha con madera de cerezo silvestre— pero la carretera… la carretera era el camino de Nico a la salvación. En el fondo, él lo sabía. Se lo decía su corazón. Lo supo el primer día que vio la carretera, cubierta de hierbas y malezas que crecían por entre las grietas que se habían abierto en el gastado asfalto. Todos los años, la carretera se abombaba un poco más a medida que las malas hierbas empujaban. Como si fuese un monstruo, pensó Nico. Un monstruo interior. Como los monstruos que mataron a su madre.
Él no quería apretar el gatillo. Al principio, no. Ni siquiera cuando Los Tres le recordaron el pecado cometido por su padre. Pero cuando vio la prueba, en la hoja de entrega de las comidas del hospital…
—Pregúntale a tu padre —le dijo el Número Tres—. No lo negará.
Meciéndose mientras miraba a través de la ventana del hospital, Nico aún podía oír aquellas palabras. Aún podía oler el humo dulce del puro de su padre. Aún era capaz de sentir el viento de Wisconsin agrietándole los pulmones mientras subía la escalerilla de metal de la caravana de su padre. No lo había visto en casi seis años. Antes del ejército, antes de la baja deshonrosa, antes del refugio. Nico ni siquiera sabía cómo encontrarlo. Pero Los Tres sí. Los Tres lo ayudaron. Los Tres, que Dios los bendiga, estaban llevando a Nico a casa. Para castigar al monstruo. Y poner las cosas en orden.
—¡Papá, se suponía que ella debía morir por mis pecados! —le había gritado, abriendo la puerta con violencia y entrando en la caravana. Nico aún podía oír las palabras. Oler el humo dulce del puro. Aún podía sentir la yema del índice apretando el gatillo mientras su padre sollozaba, imploraba, rogaba…
—Por favor, Nico, tú eres mi… Deja que te consiga ayuda.
Pero lo único que Nico veía era la fotografía de su madre —¡la foto del día de su boda!— perfectamente conservada debajo del cristal de la mesilla de café. Tan joven y hermosa, toda vestida de blanco, como un ángel. Su ángel. Su ángel que le había sido arrebatado. Arrebatado por los monstruos. Por las Bestias.
—¡Nico, por mi vida, por todo lo que es sagrado, soy inocente!
—Nadie es inocente, papá.
Lo siguiente que Nico sintió fue su pie resbalando sobre el linóleo agrietado del suelo, que estaba empapado de… empapado de un líquido rojo. Un charco rojo oscuro. Toda esa sangre…
—¿Papá…? —susurró Nico con la cara salpicada de sangre.
Su padre jamás le contestó.
—No dudes de ti, Nico —le dijo el Número Tres—. Mira su tobillo. Encontrarás su marca.
Y cuando Nico se acercó —ignorando el orificio de bala en la mano de su padre (para hacerle sentir el dolor de Jesús) y el otro orificio de bala en su corazón— levantó la pierna de su padre y le bajó el calcetín. Allí estaba. Como le había dicho el Número Tres. La marca oculta. Oculta a su hijo. Oculta a su esposa. Un tatuaje diminuto.
El compás y la escuadra, los más sagrados de todos los símbolos masónicos. Las herramientas del oficio para un arquitecto, herramientas para construir su portal, más una «G» para el Gran Arquitecto del Universo.
—Para demostrar que es uno de ellos —explicó el Número Tres.
Nico asintió, aún aturdido por el hecho de que su padre hubiese mantenido el secreto durante tanto tiempo. Pero ahora el monstruo estaba muerto. Sin embargo, como señaló el Número Tres, gracias a los masones, había muchos más monstruos luchando por salir. Más Bestias. Sin embargo, luchando ahora —sirviendo a Dios— podía convertir la muerte de su madre en una bendición.
Los Tres lo llamaban
fatum
. La palabra en latín para «destino». El destino de Nico.
Nico alzó la vista cuando oyó la palabra. Destino.
—Sí, eso fue lo que dijo ella. Como el Libro.
Allí mismo Nico supo cuál era su misión y por qué se habían llevado a su madre.
—Por favor, necesito… Dejadme que os ayude a acabar con los monstruos —dijo Nico.
El Número Tres lo miró fijamente. Podría haber liquidado a Nico allí mismo. Podría haberlo dejado abandonado, haber elegido continuar la lucha solo. En cambio, pronunció las palabras que sólo podía pronunciar un hombre de Dios.
—Hijo, recemos.
El Número Tres abrió los brazos y Nico se sumergió en ellos. Oyó los sollozos del Número Tres. Vio sus lágrimas. Ya no era un desconocido. Ahora era su familia. Como un padre.
«
Fatum
», decidió Nico aquel día. Su destino.
Durante el mes siguiente, Los Tres le revelaron toda la misión. Le hablaron acerca del enemigo y de la fuerza con la que contaban. Desde Voltaire hasta Napoleón y Winston Churchill, los masones dedicaron siglos a ganar adeptos entre los miembros más poderosos de la sociedad. En el campo de las artes tuvieron a Mozart, a Beethoven y a Bach. En literatura, a Arthur Conan Doyle, a Rudyard Kipling y a Oscar Wilde. En el ámbito de los negocios prosperaron gracias a Henry Ford, a Frederick Maytag y a J. C. Penney.
En Estados Unidos llevaron su poder a nuevas alturas: desde Benjamín Franklin hasta John Hancock, ocho de los firmantes de la Declaración de la Independencia eran masones. Nueve firmantes de la Constitución de Estados Unidos. Treinta y un generales en el ejército de Washington. Cinco jueces de la Corte Suprema, desde John Marshall hasta Earl Warren. Año tras año, siglo tras siglo, los masones se encargaron de captar a aquellas personas que ejercían una mayor influencia en la sociedad: Paul Reveré, Benedict Arnold, Mark Twain, John Wayne, Roy Rogers, Cecil B. DeMille, Douglas Fairbanks, Clark Gable, incluso Harry Houdini. ¿Fue acaso una coincidencia que Douglas MacArthur llegase a ser general? ¿O que Joseph Smith fundase una religión? ¿O que J. Edgar Hoover fuese director del FBI? ¿O incluso que Buzz Haldrin formase parte de la primera expedición a la luna? Todos esos hitos… Y masones en todos ellos… Y eso sin considerar siquiera las dieciséis veces que ocuparon la Casa Blanca: los presidentes George Washington, James Monroe, Teddy Roosevelt, Franklin Delano Roosevelt, Truman, Lyndon Johnson, Gerald Ford… y, lo más importante, le explicaron Los Tres, el presidente Leland Manning y el monstruo conocido como Ron Boyle.
Un mes después de haberse conocido, Los Tres le revelaron el pecado de Boyle. Del mismo modo que lo habían hecho con el padre de Nico.
Sin dejar de mecerse y rasgar la cuerda del la del violín, Nico oyó el crujido de los neumáticos sobre el hielo cuando el coche ascendía la colina. Un todoterreno negro apareció en su campo visual con los limpiaparabrisas apartando el aguanieve del, cristal como si fuese una mosca molesta. Nico continuó rasgando la cuerda, consciente de que los todoterrenos negros habitualmente significaban el Servicio Secreto. Pero cuando el coche pasó por delante del cerezo silvestre, Nico comprobó que el asiento del acompañante estaba vacío. Los tíos del Servicio Secreto siempre iban en parejas.
«Tres minutos y medio», se dijo Nico mientras estudiaba la segunda manecilla del reloj. Ahora ya había conseguido controlarlo perfectamente. Tres minutos y medio era la media. Para sus médicos, para sus enfermeras, incluso para su hermana antes de que dejase de visitarlo. Ella siempre había necesitado treinta segundos extra para fortalecerse, pero incluso en los peores días —en aquel oscuro domingo, cuando él trató de herirse a sí mismo— tres minutos y medio era más que suficiente.
Nico volvió a mirar la segunda manecilla del reloj. «Un minuto… dos… tres…» Cerró los ojos, meneó la cabeza y rezó. «Tres y medio.» Nico abrió los ojos y se volvió hacia la puerta de su habitación de dos por tres.
El pomo de la puerta giró ligeramente y el enfermero con los ojos inyectados en sangre apareció en la entrada.
—Nico, ¿estás presentable? Tienes visita.
Ocho años mirando. Ocho años esperando. Ocho años creyendo que el Libro del Destino nunca podía ser negado. Nico podía sentir que los ojos se le llenaban de lágrimas cuando un hombre con rasgos pálidos irlandeses y pelo negro entró en la habitación.