Manning apretaba un botón y todos acudíamos a la carrera. Ocho años más tarde, lo sigo haciendo. Hasta hoy.
Avanzo a través del pasillo y me dirijo hacia la sala de estar de estilo formal, donde, en el centro de una alfombra tibetana, encuentro a Manning de pie sobre un pequeño taburete mientras un hombre de piel muy blanca, con una mata de pelo rubio que apenas si alcanza a cubrir su amplia frente, gira en torno a él como si fuese un sastre que trabaja en la confección de un traje.
—Por favor, señor presidente, necesito que no se mueva —ruega el hombre con acento sudafricano.
Justo detrás de Frente Amplia, una fotógrafa de unos veinticinco años, con el pelo corto y de punta, baja la barbilla y dispara el flash.
Hasta que no veo a Frente Amplia sosteniendo un pie de rey no entiendo qué están haciendo. La fotógrafa toma otra instantánea de Manning. En el sofá, una caja cuadrada que podría ser confundida fácilmente con un juego de damas chino contiene una docena de filas de ojos de vidrio, cada uno de ellos de un tono diferente del gris de Manning. Manning permanece inmóvil y el pie de rey trabaja alrededor de su muñeca, proporcionándole a Frente Amplia otra medida a través de la lectura digital del aparato. El Museo de Cera de Madame Tussaud siempre se ha enorgullecido de la verosimilitud de sus figuras. Incluso en el caso de aquellas celebridades que ya han abandonado la escena pública.
—¿Qué dices, ahora son más oscuros, verdad? —dice una negra menuda al tiempo que sostiene delante de mí un par de ojos grises que me miran fijamente. La parte extraña de todo esto es que, incluso sostenidos en el aire, se parecen a los de Manning de un modo inquietante—. Éstos pertenecían a la primera figura que teníamos. Son hechos a mano, por supuesto… Pero tengo la impresión de que se han oscurecido en los últimos años.
—Sí… claro —balbuceo, echando un vistazo a mi reloj—. Escucha, ¿sabes cuánto tiempo durará esta…?
—Relájate, Wes —interrumpe Manning con la última clase de risa que quiero oír. Sólo suele mostrarse tan animado durante la reunión anual que celebra la junta de su biblioteca. Con su antiguo personal sentado alrededor de una mesa, Manning vuelve a sentir que tiene el poder en sus manos. Ese momento dura unas cuatro horas. Luego vuelve a ser otro ex presidente cuya caravana de dos coches tiene que detenerse ante los semáforos en rojo. Hoy, la gente del Tussaud traen con ellos los días de gloria. Manning no permitirá que el momento se desvanezca—. El programa es muy preciso —me dice—. ¿A qué otro sitio tienes que ir?
—A ningún otro, señor. Pero ahora… con Nico huido…
—Hablas como Claudia. —Pero cuando se vuelve y me mira por primera vez desde que entré en la sala de estar, se interrumpe. Yo sé interpretarle, pero no hay duda de que Manning sabe interpretarme a mí mejor, sobre todo cuando se trata de Nico—. Wes… —dice, y no tiene necesidad de añadir nada más.
«Estoy bien», contesto con sólo un leve asentimiento. Él sabe que es mentira, pero también sabe por qué. Si voy a tener esta conversación con él, no será delante de esta gente. Decidido a acelerar las cosas, me dirijo hacia Frente Amplia, quien parece ser la persona que está al mando.
—Declan Reese, del Madame Tussaud. Gracias por habernos recibido otra vez —dice Frente Amplia, saludándome con el pie de rey y estrechándome la mano—. Tratamos de no repetir nuestros retratos, pero la popularidad de la figura del presidente Manning…
—Ellos piensan que me estoy haciendo viejo y quieren estar seguros de representar bien mi papada —dice Manning jovialmente, palmeándose la cara.
Toda la gente del Museo Tussaud se echa a reír. Especialmente porque es verdad.
—No hay ningún problema —digo, sin olvidar en ningún momento cuál es mi trabajo—. Sólo deben recordar…
—Treinta minutos —promete Declan mientras estalla otro flash—. No se preocupe, acabé el trabajo con Rudy Giuliani en veintisiete minutos y conseguimos reproducir sus labios agrietados y el rojo brillante de sus nudillos.
Mientras la mujer de los ojos de vidrio prepara una placa para la impresión dental, Declan me lleva a un aparte por el codo.
—También nos preguntábamos si era posible conseguir prendas nuevas. Una ropa que refleje una pospresidencia de carácter más informal —susurra lo bastante alto para que Manning pueda oírlo—. De las oficinas de Bush y Clinton nos enviaron algunas camisas de golf.
—Lo siento, nosotros no hacemos esa clase de…
—¿Qué enviaron Bush y Clinton? ¿Camisas de golf? —pregunta Manning desde su taburete. No le gusta quedar excluido.
Todos los días rechazamos docenas de solicitudes, desde anuncios de marcas de leche, hasta juegos de ajedrez presidenciales, sesiones de autógrafos y diez millones de dólares por un carneo en una película. Pero cuando están implicados los antiguos presidentes, Manning no puede evitarlo—. Wes, hazme un favor y ve a buscar una de mis americanas azules. Si les damos una camisa de golf, me vestirán como a un chiflado.
Mientras la sala vuelve a estallar en carcajadas, miro a Declan, que sabe muy bien lo que está haciendo. Es el tío que consiguió las gafas graduadas de Woody Alien. Puede conseguir ropa de un ex presidente.
—Muchas gracias, señor —añade Declan con su acento gutural mientras abandono la sala de estar y me dirijo hacia la escalera. En situaciones normales, yo discutiría la decisión pero, cuanto antes se largue esta gente, antes podré descubrir qué ocurre con Boyle.
Me concentro en eso y aferró el pasamano de la escalera al tiempo que me imagino el momento en mi cabeza. Cuando se trata de darle malas noticias a Manning, la mejor forma de hacerlo es decirlo sin rodeos. «Señor, creo que vi a Boyle la otra noche en Malasia.» Conozco los tics de Manning, cómo sonríe cuando está furioso o levanta la barbilla cuando finge sorpresa. Ver su reacción me dará todos los datos que necesito.
Al llegar al final de la escalera, el móvil comienza a vibrar en mi bolsillo, El identificador de llamadas dice que es Lisbeth. Cierro el teléfono negándome a contestar. Mi cuota de mentiras está completa por hoy. Lo último que necesito en este momento es otra disculpa falsa.
Más molesto que nunca recorro el pasillo del segundo piso que está adornado por dos banderas norteamericanas: una ondeó sobre la Casa Blanca el primer día de mandato de Manning, la otra es la que flameaba sobre la Casa Blanca el día en que dejó la presidencia. Cuando me acerco al dormitorio que está a mi izquierda, ya estoy elaborando la estrategia que emplearé con Manning. Tal vez no debería preguntárselo a bote pronto. Él siempre es más accesible con un toque suave. «Señor, sé que esto le parecerá muy extraño… Señor, no sé muy bien cómo decirle esto… Señor, ¿realmente soy tan imbécil como creo?» Conociendo la respuesta, abro la puerta del dormitorio y…
—¡Ahhh…! —grita la primera dama, dando un brinco en su silla, delante del escritorio antiguo, en un rincón de la habitación. Se vuelve hacia mí tan de prisa que se le caen las gafas, y aunque está completamente vestida con una blusa azul pálido y pantalones blancos, me cubro los ojos y retrocedo inmediatamente.
—Disculpe, señora. No sabía que usted estaba…
—Es… está bien, Wes —dice ella, haciéndome un gesto con la mano derecha para tranquilizarme. Estoy esperando que me arranque la piel a tiras. Pero como ha sido sorprendida con la guardia baja, su reacción no se produce. Tiene el rostro encarnado y sus ojos no dejan de parpadear, tratando de calmarse—. Es sólo… que me has sorprendido.
Aún a media disculpa, me agacho para recoger las gafas y avanzo torpemente para entregárselas. Sólo cuando estoy frente a ella veo que su mano izquierda ha escondido algo debajo del cojín de su asiento.
—Gracias, Wes —dice ella y coge las gafas sin alzar la vista.
Giro sobre mis talones y me dirijo hacia la puerta, pero no antes de echar un último vistazo de reojo. La doctora Lenore Manning ha pasado por dos elecciones presidenciales, tres batallas para gobernador, dos partos naturales y cuatro años de interminables ataques contra ella, su esposo, sus hijos, su familia y prácticamente todos sus amigos íntimos, incluyendo una historia de portada en
Vanity Fair
con la fotografía más fea que jamás le hayan hecho acompañando el titular «La primera dama es
In
: Por qué lo bello está
Out
y la inteligencia hace furor». En ese momento hasta los peores ataques le resultaban indiferentes. De modo que cuando veo que me está mirando, cuando nuestros ojos se encuentran y advierto que los suyos están enrojecidos e hinchados, algo que ella trata de ocultar con una sonrisa y otro gracias… justo en ese momento, mis piernas se quedan inmóviles. Ella puede parpadear todo lo que quiera. Reconozco las lágrimas cuando las veo.
Cuando me acerco a la puerta, la sensación de incomodidad es abrumadora. «Vamos, muévete… Desaparece.» No es aquí donde se supone que debo estar. Sin pensarlo dos veces me apresuro a salir al pasillo y me dirijo hacia la escalera. Cualquier cosa con tal de salir de allí. Mi cerebro funciona a toda pastilla, luchando aún para procesar la información de la escena que acabo de presenciar. «No es ni siquiera… En todos los años que llevo con ellos… ¿Qué es eso tan terrible que la hace llorar?» Buscando una respuesta, me paro en seco al comienzo de la escalera y miro de reojo. A mi derecha está la bandera del día en que nos marchamos de la Casa Blan… No. No nos marchamos de la Casa Blanca. Nos echaron. Nos echaron por la reacción que tuvo Manning aquel día en la pista de carreras. Nos echaron después de que disparasen a Boyle. Nos echaron después de que Boyle muriese en aquella ambulancia.
Yo seguí el funeral por televisión desde mi cama en el hospital. Naturalmente, las cámaras volvían una y otra vez al presidente y la primera dama para captar sus reacciones. Con el rostro oculto debajo de su sombrero negro de ala ancha, ella mantenía la cabeza erguida, tratando de contener la emoción, pero cuando la hija de Boyle comenzó a hablar… La cámara la sorprendió durante medio segundo. La primera dama se secó la nariz y luego se sentó más erguida que nunca. Eso fue todo. Había sido la primera vez que veía llorar a la primera dama.
Hasta hace un momento.
Sin dejar de mirar de reojo, echo un vistazo a la puerta del dormitorio, que aún sigue abierta. Es evidente que debería seguir mi camino y bajar a la planta baja. Esto no es de mi incumbencia. Existen infinitas razones por las que Lenore Manning podría estar llorando. Pero en este momento, dos días después de haber visto los ojos castaños y azules de Boyle, un día después de que Nico haya escapado del St. Elizabeth… más lo que fuese que la primera dama estuviese ocultando debajo del cojín de su asiento… Me odio a mí mismo por sólo pensarlo. Deberían enviarme a la hoguera sólo por tener ese pensamiento. Pero con todas las cosas que están sucediendo a mi alrededor, seguir simplemente mi camino, rendirme, fingir que no está ahí, bajar la escalera sin tratar de averiguar por qué una de las mujeres más poderosas del mundo está destrozada… No, no puedo, necesito saber.
Me vuelvo hacia el dormitorio y empiezo a andar sigilosamente sobre la alfombra dorada tejida a mano que cubre el pasillo. Alcanzo a oír un suave sollozo en el interior del dormitorio. No es llanto, es más bien un resuello vehemente y final que entierra toda la emoción anterior. Aprieto los puños y contengo la respiración antes de dar otros dos pasos de puntillas. Durante ocho años me he esforzado por proteger la intimidad del presidente y la primera dama. Ahora soy yo quien la está invadiendo. Pero si hay algo que ella sabe, algo relacionado con lo ocurrido… Sigo andando y ya casi me encuentro nuevamente delante de la puerta. Pero en lugar de continuar hacia el dormitorio, a mi izquierda, estiro el cuello para asegurarme de que la primera dama no puede verme y me asomo a través de la puerta abierta del baño que se encuentra situado en diagonal al otro lado del pasillo.
Con el sol ocultándose en el horizonte, el baño está en penumbra. Cuando entro y me oculto detrás de la puerta el corazón me late tan de prisa que lo siento en las sienes. Para estar más seguro, entrecierro la puerta y miro a través de la pequeña abertura que la separa del quicio. Al otro lado del pasillo, en su dormitorio, la primera dama está sentada ante su escritorio y de espaldas a mí. Desde mi ángulo de visión sólo alcanzo a ver la mitad derecha de su cuerpo —como si estuviese dividida en dos— pero es la única mitad que necesito ver, sobre todo cuando mete la mano debajo del cojín y saca de allí lo que sea que hubiese escondido.
Apretando la nariz contra la delgada abertura, hago un esfuerzo por ver qué es. ¿Una fotografía? ¿Un memorándum? Pero es imposible, su espalda me lo impide. Sin embargo, mientras lo sostiene en la mano, bajando la cabeza para examinarlo, el súbito cambio de postura es inconfundible. Sus hombros se hunden. Su brazo derecho comienza a temblar. Levanta una mano como si estuviese apretándose el puente de la nariz con los dedos; pero, cuando otro sollozo corta el aire seguido de un gemido casi inaudible, me doy cuenta de que no se está apretando la nariz. Se está secando los ojos. Y llorando una vez más…
Entonces, con la misma celeridad, se yergue y eleva los hombros. Igual que antes, entierra el momento con un resuello final que elimina los últimos vestigios de cualquier emoción previa que ella se haya permitido exteriorizar en un momento de debilidad. Incluso en la soledad de su dormitorio, incluso cuando su brazo no deja de temblar, la esposa del presidente se niega a mostrar debilidad.
Entonces, moviéndose como si tuviera prisa, la doctora Manning coge la fotografía o el memorándum o lo que sea, y lo mete entre las últimas páginas de lo que parece ser un libro encuadernado en rústica. Casi lo he olvidado. Manning no es la única persona en esta casa a la que la gente del Madame Tussaud han venido a ver. Con un último y profundo suspiro, la primera dama se alisa los pantalones, se da un ligero toque en los ojos y alza la barbilla. La máscara pública está nuevamente en su sitio.
Cuando se vuelve para abandonar la habitación, la doctora Manning mira al otro lado del pasillo, hacia el espacio oscuro donde estoy yo, haciendo una breve pausa. Me aparto de la abertura de la puerta y ella sigue avanzando, apartando la mirada con la misma rapidez. No, no, es imposible, ella no ha visto nada. Oculto en la oscuridad, veo cómo viene hacia mí, desviándose hacia la izquierda al llegar al pasillo. Pocos segundos después, sus pasos resuenan en los escalones de madera, apagándose a medida que se alejan. No me atrevo siquiera a respirar hasta que no oigo que sus pasos desaparecen al llegar a la alfombra de la planta baja. Aun así, cuento hasta diez, sólo para asegurarme. Siento vértigo. ¿Qué coño estoy haciendo?