El líbro del destino (12 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

BOOK: El líbro del destino
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17

—Tal vez sería mejor que saliéramos fuera —sugiere O'Shea, que sigue de pie junto a mí con sus casi dos metros. Tiene una nariz achatada que revela claramente que no teme a los golpes. Trata de ocultarlo con sus gafas de sol, pero hay algunas cosas que resultan difíciles de pasar por alto. En el momento en que exhibió su credencial del FBI, la gente se volvió para mirar.

—Sí, eso estaría bien —contesto, levantándome tranquilamente de mi asiento y siguiéndolo a través del sendero que lleva a la zona de la piscina. Si mi intención es mantener este asunto en secreto, lo último que necesito es que me vean en compañía de un agente del FBI en un lugar público.

Rodeada de palmeras por los cuatro costados, la piscina es la imagen misma de la intimidad —a esta hora de la mañana todas las tumbonas están vacías—, pero, por alguna razón, O'Shea no afloja el paso. Hasta que hemos pasado junto a una de las numerosas y exageradamente grandes plantas en tiestos no veo lo que está mirando: dos tíos en un pequeño cobertizo de madera doblando toallas, preparando la jornada. O'Shea continúa andando. Sea lo que sea, quiere que sea en privado.

—Escuche, ¿puede decirme adonde…?

—¿Qué tal su viaje a Malasia?

Cuando hace la pregunta estoy mirando la nuca de O'Shea. Él ni siquiera se da la vuelta para ver mi reacción.

—Bien, estuvo bien.

—¿Y el presidente se lo pasó bien?

—No veo por qué tendría que haber sido de otro modo —contesto molesto.

—¿No ocurrió nada? —pregunta O'Shea, enfilando ahora por un corto sendero que está encharcado. Una ola rompe a la distancia, pero hasta que una lluvia de arena cae sobre mis mocasines no me doy cuenta de que nos encontramos en la playa privada que se extiende detrás de la piscina. Tumbonas vacías, puestos de salvavidas también vacíos. La playa se extiende, desierta, a lo largo de varios kilómetros.

Cuando pasamos delante de otro cobertizo donde se guardan los equipos para practicar submarinismo, un hombre con el pelo castaño cuidadosamente peinado sale de detrás y me palmea la espalda. Le falta un pequeño trozo en la parte superior de la oreja izquierda.

—Salude a mi compañero. Se llama Micah —explica O'Shea.

Me vuelvo hacia el hotel, pero gracias al muro de palmeras, apenas si alcanzo a divisar unos pocos balcones en las plantas superiores del edificio. No hay un alma a la vista. Es en ese preciso momento cuando me doy cuenta de que Micah ha aflojado el paso, de modo que ahora se encuentra ligeramente detrás de mí.

—Tal vez quiera sentarse —dice O'Shea, señalando un grupo de tumbonas.

—Sólo será un segundo —añade Micah a mis espaldas.

Me vuelvo y comienzo a desandar mis pasos.

—La verdad es que debería…

—Hemos visto el informe que presentó al Servicio Secreto, Wes. Sabemos a quién vio en Malasia.

Me freno en seco allí mismo, y casi tropiezo con la arena. Recupero el equilibrio y me vuelvo para mirarlos. O'Shea y Micah tienen el océano a sus espaldas. Las olas rompen sin clemencia en la playa. La sutileza no es su fuerte.

—¿De qué está hablando? —pregunto.

—El informe —dice O'Shea—. Un tío de cincuenta y tantos con la altura de Boyle, el peso de Boyle, la cabeza rapada de Boyle, aunque por alguna razón no incluyó el color de los ojos… ni el hecho de que pensó que era Boyle.

—Escuche, no sé qué fue lo que vi aquella noche…

—Está bien, Wes —dice Micah con cierto sonsonete en la voz—. Boyle estaba en Malasia. Usted no está loco.

La mayoría de las personas se sentiría aliviada ante esta noticia. Pero había estado demasiado tiempo con los de la secreta para conocer sus trucos. Éste se llama «marcar el tono». Destinado a afectar inconscientemente el estado de ánimo del objetivo, se basa en el hecho de que tiendes a utilizar el mismo tono que utilizan contigo. Cuando alguien grita, tú gritas. Susurran y tú susurras. Habitualmente, el FBI lo usa para animar a un testigo que está deprimido o para bajarle los humos a alguien que se pasa de listo. Micah me canta y espera que yo haga lo mismo. Sólo hay un problema. Los agentes del FBI no cantan… ni yo tampoco. Si emplean sus trucos, hay algo que no están diciendo.

—¿De veras que Boyle está vivo? —pregunto, negándome a admitir nada.

O'Shea me estudia atentamente. Por primera vez tiene la mirada fija en mis cicatrices.

—Sé que esto es personal para usted…

—¡No es eso de lo que estamos hablando! —digo alzando la voz.

—Wes, no estamos aquí para atacarlo —dice Micah suavemente.

—¡Y ya está bien de esos jodidos trucos con la voz! ¡Sólo quiero saber qué demonios está pasando!

El viento barre la playa, agitando el pelo de Micah. O'Shea cambia el peso del cuerpo de un pie al otro, sintiéndose incómodo en la arena y consciente de que ha apretado el botón equivocado. No son sólo sus trajes lo que hace que se destaquen en el paisaje. Los dos agentes se miran. O'Shea asiente brevemente.

—¿Mencionó Boyle alguna vez un grupo llamado Los Tres? —pregunta Micah.

Niego con la cabeza.

—¿Qué me dice de El Romano?

—¿Se trata también de un grupo?

—Es una persona —dice O'Shea, observando mi reacción.

—¿Se supone que debo conocerlo? —pregunto.

Los dos agentes se miran por segunda vez. O'Shea entorna los ojos cuando el sol de la mañana se filtra entre las nubes.

—¿Tiene idea de cuánto tiempo hace que vamos tras los pasos de Boyle? —pregunta O'Shea—. ¿Cree que todo esto comenzó con su milagrosa «muerte»? Le seguíamos los pasos en los tiempos de la Casa Blanca, esperando a que cometiera un error. Y, entonces, cuando lo hizo… ¡Puf! Jugó la carta más alta para librarse de la cárcel.

—O sea, que cuando le dispararon…

—… nos engañaron. Igual que al resto de Estados Unidos. Incluso cerramos el caso y archivamos todo. Tres años más tarde, Boyle cometió su primer error y fue visto en España por un ex agente local que sabía lo bastante de política norteamericana para reconocerlo. Tuvimos suerte y nos llamó, pero antes de que pudiésemos hacer un seguimiento, el coche del testigo explotó misteriosamente delante de su casa. Un trabajo profesional: Semtex-H con un dispositivo accionado a presión. Por suerte nadie resultó herido, pero el mensaje era claro. El testigo decidió que no había visto nada.

—¿Y creen que Boyle sabe algo acerca del uso del Semtex-H? Quiero decir, no es más que un contable.

—Lo que significa que sabe cómo pagarle a alguien y manipular y mantener sus huellas dactilares lejos de todo lo que haya podido tocar.

—Pero él…

—Se gana la vida aprovechándose de la gente. Eso es lo que hace, Wes. Eso fue lo que hizo en la Casa Blanca, con nuestros agentes y, especialmente, con el Servicio Secreto.

Al ver la confusión en mi rostro, añade:

—Vamos, hombre, usted debió deducirlo. Los doce minutos en la ambulancia, la sangre del otro grupo… ¿Por qué cree que Manning y el Servicio Secreto lo ayudaron? ¿Porque son buenos y generosos? Boyle es una termita, Wes, cava en las partes vulnerables y luego exprime sus debilidades. ¿Entiende lo que estoy diciendo? Todas las debilidades.

Por la forma en que me estudia, la forma en que tiene fijos en mí sus brillantes ojos azules…

—Espere un momento, ¿acaso me está diciendo que yo…?

—Comprobamos sus antecedentes, Wes —añade O'Shea, sacando una hoja de papel doblada del bolsillo de la chaqueta—. Siete meses con un tal doctor Collins White, quien, según dice aquí, es un «especialista en incidentes críticos». Suena bastante técnico.

—¿De dónde ha sacado eso? —pregunto.

—Y el diagnóstico: desorden de pánico y estrés postraumático…

—¡Eso fue hace ocho años! —les digo.

—… provocando un comportamiento compulsivo con los interruptores de la luz, las llaves de las puertas…

—Eso no es siquiera…

—… y la obsesión de rezar de forma repetitiva —continúa O'Shea, impertérrito—. ¿Es eso verdad? ¿Acaso era su manera de hacer frente al tiroteo? ¿Repetir las mismas plegarias una y otra vez? —Comienza a leer la segunda página—. Ni siquiera es una persona religiosa, ¿verdad? Es una auténtica reacción Nico.

Ante mi propia sorpresa, mis ojos se llenan de lágrimas y siento una opresión en la garganta. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien…

—Sé que fue muy duro para usted, Wes —añade O'Shea—. Incluso más duro que equivocarse con Boyle. Pero si él tiene algún trato con usted podemos ayudarlo a salir de esta situación.

«¿Ayudarme a salir de esta situación?»

—¿Creen que yo…?

—Aunque le haya ofrecido cualquier cosa, usted sólo conseguirá quemarse.

—¡El no rae ofreció nada!

—¿Por eso lucharon?

—¿Luchar? ¿Qué está…?

—¿La mesilla de café rota? ¿El cristal roto? Leímos el informe —interrumpe Micah, pero su voz cantarina hace rato que ha desaparecido.

—¡Yo no sabía que él estaba allí!

—¿De verdad? —pregunta Micah y su voz se acelera—. En mitad de un discurso en un país extranjero, usted se aleja del presidente, que era donde se suponía que debía estar…

—Les juro que…

—…y desaparece entre bastidores para ir al camerino donde Boyle se estaba escondiendo…

—¡Yo no lo sabía! —grito.

—¡Tenemos agentes que estaban allí! —explota Micah—. ¡Ellos encontraron el nombre falso que utilizó Boyle en el hotel! Cuando interrogaron a los empleados del hotel que estaban de servicio aquella noche, ¡uno de ellos señaló su fotografía diciendo que usted era quien lo estaba buscando! Ahora, ¿quiere que empecemos de nuevo o quiere hundirse aún más? Sólo queremos que nos diga por qué Manning lo envió a usted y no al Servicio Secreto para encontrarse con él.

Es la segunda vez que han confirmado que Manning y el Servicio Secreto estaban implicados, y la primera vez que me doy cuenta de que no es a mí a quien buscan. Los grandes cazadores van tras las grandes presas. ¿Y por qué conformarse con un cachorro cuando puedes coger al León?

—Sabemos que Manning se ha portado bien con usted…

—Ustedes no saben nada de él.

—En realidad, sí —dice O'Shea—. Del mismo modo que conocemos a Boyle. Puede creerme, Wes, cuando estaban en el poder, usted no veía ni la mitad de las cosas que…

—¡Estaba con ellos cada día!

—Estuvo con ellos durante los últimos ocho meses, cuando lo único que les importaba era la reelección. ¿Cree que eso es la realidad? Sólo porque sabe cómo les gustan los bocadillos de pavo no significa que sepa de lo que esos tíos son capaces.

Si yo fuese Rogo, me lanzaría hacia él y le hundiría el puño en la mandíbula. Me limito a hundir el pie en la arena. Cualquier cosa que me ayude a mantenerme en pie. Por lo que me están diciendo, no hay duda de que Manning tiene las manos muy sucias. Tal vez sólo están echando la caña a ver si pican. Quizá sea verdad. En cualquier caso, después de todo lo que Manning ha hecho por mí, después de haberme llamado de nuevo y estar a mi lado durante todos estos años… No pienso morder esa mano hasta no conocer los hechos.

—¿Ha visto alguna vez una colisión de tres coches? —pregunta Micah—. ¿Sabe cuál es el coche que sufre más daños? El que está en el medio. —Hace una pausa para que calen sus palabras—. Manning, usted, Boyle. ¿Qué coche cree que es usted?

Hundo el pie aún más en la arena.

—Eso… eso no es…

—Por cierto, ¿dónde consiguió ese reloj tan bonito? —me interrumpe Micah, señalando mi clásico Frank Muller—. Es un juguete de diez mil pavos.

—¿Qué está tratando…? Fue un regalo del presidente de Senegal —explico. En casa tengo al menos otra media docena de relojes, incluyendo un Vacheron Constantin de platino que me regaló el príncipe heredero saudí. Cuando estábamos en la Casa Blanca era distinto. No hay reglas en cuanto a los regalos que se hacen a los anteriores presidentes y su personal. Pero antes de que pueda explicarles…

—Señor Holloway —llama alguien a mis espaldas.

Me vuelvo justo a tiempo de ver al camarero del desayuno. Está junto a la piscina y sostiene mi tarjeta de crédito en la mano.

—Lo siento, no quería que se olvidara esto —añade, dirigiéndose hacia nosotros.

O'Shea se vuelve hacia el océano, de modo que el camarero no pueda oírlo.

—Piénselo, Wes, ¿realmente les guarda una devoción tan ciega? Sabe que ellos le mintieron. Siga encubriéndolos y será usted quien necesitará un abogado.

—Aquí tiene, señor —dice el camarero.

—Gracias —contesto, forzando una media sonrisa.

O'Shea y Micah no son tan amables. Por las miradas airadas que me taladran puedo deducir que aún quieren más. El problema es que no tengo nada que darles. Todavía. Y hasta que eso no suceda, no tengo nada que ofrecer a cambio de protección.

—Espere, regresaré con usted —digo, dándome la vuelta y siguiendo los pasos del camarero.

Hace años solía mordisquear un pequeño callo que tenía en el índice de la mano derecha. Cuando llegué a la Casa Blanca, Dreidel me dijo que abandonase esa costumbre porque no quedaba bien en el fondo de las fotografías del presidente. Por primera vez en una década comencé a mordisquearme el callo.

—Nos veremos pronto —dice O'Shea.

No me molesto en contestar.

Cuando llegamos a la zona de la piscina ya hay una familia preparándose para empezar el día. Papá saca un periódico, mamá saca un libro de bolsillo y su hijo de tres años, con un corte de pelo tipo tazón, está a cuatro patas jugando con dos coches Matchbox, haciéndolos chocar de frente una y otra vez.

Vuelvo la cabeza hacia la playa. O'Shea y Micah ya se han marchado.

Tienen razón en una cosa: necesito un abogado. Por suerte, sé dónde encontrar uno.

18

Washington, D.C.

—Sabe que ellos le mintieron. Siga encubriéndolos y será usted quien necesitará un abogado.

—Aquí tiene, señor.

—Gracias —dice la voz de Wes a través del pequeño altavoz colocado en el borde del archivador de metal—. Espere, regresaré con usted.

Ajustando el volumen, El Romano hizo girar ligeramente el mando, sus manos gruesas y fuertes eran casi demasiado grandes para ese trabajo. Cuando era pequeño, sólo podía ponerse los guantes de su abuelo. Pero después de años de atar cebos en el hilo de pescar había conseguido dominar el arte de un toque suave.

—Que pase un hermoso día, señor Holloway —dijo una voz a través del altavoz.

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