El libro de un hombre solo (50 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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Ella quiere decir que no es homosexual, que entre Martina y ella nunca ha habido nada de lo que imagináis los hombres y que sabe muy bien lo que tú vas a imaginar. Podría decirte que todavía se siente unida a Martina, que comprende por qué se suicidó. No estaba loca, pero su familia quería curarla como si de verdad lo estuviera. Sin embargo, todo era pura fachada. En realidad, su madre no aguantaba que su hija se convirtiera en una puta, aunque no lo era, nunca lo fue; tan sólo era una mujer que nadie entendía, que nadie quería entender. Eso es todo.

52

—¡La victoria para el pueblo!

Esto fue lo que gritaron en la tribuna de Tiananmen. Sin embargo, no fue el pueblo quien consiguió la victoria, sino el Partido, el Partido que aplastó de nuevo a un grupo antipartido. Menos de un mes después de la muerte de Alao, el Partido metió en la cárcel a su viuda, Jian Qing, y el pueblo se echó de nuevo a la plaza Tiananmen para celebrar la victoria: ¡El Partido siempre tenía razón! ¡Siempre era glorioso! ¡Siempre grandioso! Y Mao Zedong permanecía inmortal, mientras su cuerpo reposaba tranquilamente en un féretro de cristal y el pueblo iba a contemplarlo.

Muchos altos cargos del Partido fueron rehabilitados, recuperaron sus puestos o incluso los ascendieron, y algunos de los que él protegió, sobre todo la camarada Wang Qi, recordaron lo que había hecho por ellos y le hicieron volver a Beijing, a él, un simple ciudadano. En Dashalan, en una calle estrecha, más allá de Qianmen, se encontró de frente con el gran Li, antiguo compañero con el que se rebeló. Durante los años de control militar, éste fue objeto de varias investigaciones y permaneció aislado durante más de dos años. En ese momento acababa de salir del hospital psiquiátrico donde había estado encerrado durante tres o cuatro años. El gran Li lo reconoció, le tomó la mano con fuerza y se echó a reír, mirándolo fijamente a los ojos. Los de su institución le dijeron que Li se había vuelto loco y que se reía siempre que encontraba a algún conocido. Así era, efectivamente. Estaban en medio de una calle llena de gente, obstaculizando el paso en la estrecha acera; Li no le soltaba la mano, tenía una expresión risueña. Él no quería retrasarse; intercambiaron algunas palabras, apartó la mano y se alejó rápidamente.

A Danian lo detuvieron oficialmente, colocándole unas esposas en las muñecas. Tras la disolución de la comisión de control militar por sus «errores de línea política», lo aislaron y lo sometieron a una investigación, antes de que el nuevo delegado del ejército denunciara sus crímenes en el transcurso de una asamblea general. Era responsable de la muerte de dos personas: sus hombres torturaron y obligaron a hablar a Lao Liu una noche en el sótano del gran edificio de su institución. Le calentaron las tripas con un cable eléctrico forrado de caucho, luego lo llevaron hasta la última planta del edificio y lo tiraron al vacío para que los demás pensaran que se trataba de un suicidio. A una china de ultramar que había vuelto del extranjero también le ocurrió lo mismo. La torturaron con descargas eléctricas y la obligaron a confesar delante de una grabadora que era una espía de Taiwan; también tuvo que delatar las distintas ramificaciones de la red y los nombres de todos los niveles, con el fin de desenmascarar a los altos cargos disidentes. Algo parecido le ocurrió al ex teniente implicado en este complot.

El marido de Wang Qi, que fue acusado de miembro de la banda negra antipartido, volvió al trabajo en el comité central del Partido y entró en una comisión de examen especial de las nuevas bandas antipartido. Wang Qi subió de escalafón; había envejecido, pero todavía parecía más benévola que antes. Durante el control militar a ella también la investigaron y la encerraron sola más de seis meses en un pequeño cuarto de un almacén. En el techo, una bombilla de cien vatios iluminaba el lugar de día y de noche. El interruptor estaba fuera del habitáculo y habían tapado la ventana con un cartón grueso que no dejaba ver si era de día o de noche. Ella tenía que escribir sin descanso las actividades que había llevado a cabo en la época del Guomindang en Beijing, cuando pertenecía al movimiento estudiantil clandestino. Le dijo que se trastornó por completo en aquella época. Cuando cerraba los ojos tenía la impresión de que su cuerpo giraba sin parar y que las piernas estaban por encima de la cabeza. Le explicó que, aun así, su situación era privilegiada, ya que no la torturaron físicamente, ni la humillaron, probablemente debido a su edad y porque algunos de sus antiguos camaradas todavía estaban en funciones en el seno del ejército y seguramente la protegieron.

Casi todos los antiguos altos cargos recuperaron su puesto. Una parte de ellos, ya demasiado mayores, como por ejemplo el antiguo secretario del comité del Partido, Wu Tao, al principio fueron rehabilitados, recuperaron sus viviendas y su remuneración. Luego les dieron trabajo a sus hijos para que ellos pudieran jubilarse. Los funcionarios que no pertenecían al Partido, como Lao Tan, que era jefe adjunto de una subsección y que tenía en su historial algunas manchas, continuaron trabajando en la escuela de funcionarios hasta que la suprimieron. Cuando los gobiernos locales la transformaron de nuevo en granja de reeducación por el trabajo para los criminales,

Tan volvió a Beijing, pero, como todavía no tenía edad de jubilarse, se quedó esperando un nuevo destino.

Lin se divorció. Poco después se volvió a casar con un viceministro recién nombrado que había perdido a su mujer durante la Revolución Cultural.

Él empezó a publicar algunos libros y, tras abandonar su antigua institución, se hizo escritor. Lin lo invitó un día a cenar a su nueva casa, con su marido, que habló con él de literatura y le dijo: «¡Habrá que relatar con cuidado la catástrofe que nuestro Partido acaba de vivir para educar a las generaciones futuras!». Ella estaba con ellos en el salón, mientras una criada preparaba la comida. Lin fue una de las primeras en utilizar perfumes extranjeros; en aquel momento probablemente llevaba uno de los últimos de Chanel, una marca célebre en cualquier caso.

Él estaba en trámites de divorcio. Su mujer, Qian, mandó una carta a la Asociación de escritores para denunciar sus ideas reaccionarias, pero no tenía ninguna prueba. Él explicó a los funcionarios pertinentes que durante la Revolución Cultural ella tuvo demasiadas presiones y su cabeza no las aguantó, y que, como él pidió el divorcio, ella lo odiaba. Durante los diez años de la «Gran Revolución Cultural», las demandas de divorcio se acumularon, quizá no tanto como las demandas de matrimonio, pero era un fenómeno corriente. Al tribunal, que acababa de retomar la actividad, le costaba mucho rectificar las antiguas causas injustas y no quería tener nuevos problemas, por eso no le fue demasiado difícil conseguir por fin el divorcio. Le confesó a su ex mujer que, aunque fue la Revolución Cultural del Presidente Mao la que le arruinó la juventud, él también tenía su parte de culpa. No sabía cómo compensarle su sufrimiento. Por suerte, el asunto de su padre, considerado contrarrevolucionario y espía, no había avanzado, y las autoridades olvidaron el tema. De todos modos, logró dejar el campo para volver con su padre.

Recibió una carta de Lu que decía: «En la montaña han tirado un montón de árboles de buena calidad; pero, ahora, ¿de qué sirve esta madera podrida?...».

Lu renunció al puesto que le ofrecieron de presidente de la comisión de control de disciplina del Partido, recién creada en la región. Anunció que iba a jubilarse y construir una casa en la montaña para pasar los días que le quedaran en este mundo.

Pasó otro año. Tuvo la ocasión de volver al sur para una misión y se desvió expresamente para ver al hombre que lo había protegido. Primero fue a la cabeza de distrito. Su antiguo compañero de clase, Rong, todavía vivía en su casa de adobe. La había restaurado una vez y ya tenía que cambiar de nuevo el tejado de paja. Rong había tenido otro hijo, pues el control de natalidad en la cabeza de distrito era menos riguroso que en la ciudad, y además mantenía un trato muy familiar con los policías que se encargaban de estos asuntos. Ya hacía veinte años que Rong vivía en aquel lugar. Su mujer era de la región. Tardaron un poco, pero al final les concedieron la autorización para registrar el nacimiento de su nuevo hijo. Rong todavía era técnico agrícola en la comarca y su mujer continuaba vendiendo artículos de bazar en la tienda de la cooperativa que estaba a las afueras de la ciudad. Esperaba que la trasladaran a la tienda que había justo en la calle de detrás de su casa, de ese modo podría ocuparse mejor de los hijos pequeños, pero no había ofrecido suficientes regalos a los funcionarios que se encargaban del asunto y no lo consiguió. Rong aún hablaba menos que antes; le pareció muy largo el tiempo que pasó con él en silencio.

Llegó al pequeño burgo en autobús desde la cabeza de distrito. Los coches que circulaban por aquellos campos todavía eran modelos antiguos. La gente que esperaba se apretujó para subir antes de que bajaran todo los pasajeros. Cuando salió del autobús, no recorrió la pequeña calle, tampoco fue a la escuela, para evitar encontrar a alguien que lo invitara a comer y que lo entretuviera demasiado tiempo; si iba a casa de uno, tendría que ir a casa del otro, y necesitaría un par de días como mínimo. De pie en la plaza, miraba a su alrededor y buscaba a alguien para preguntarle dónde había construido Lu su nueva casa.

—¡Hola! —gritó un joven de la cooperativa de producción de artículos de madera, con un cigarrillo en los labios. Lo reconoció y le dio la mano. Habían disparado juntos a las dianas durante los entrenamientos de la milicia popular, habían bebido y charlado juntos, seguramente ahora debía de ser funcionario. No lo invitó a comer; sólo le propuso que fuera con él un rato a sentarse en la cooperativa maderera. Al fin y al cabo, tan sólo había estado ahí una temporada; probablemente, para todos seguía siendo un extraño en esa región.

Supo que la nueva casa de Lu estaba detrás de la mina de carbón, frente a la montaña, cerca del río, a unos tres o cuatro kilómetros; tenía que andar un buen rato. Rong le advirtió que en el distrito los funcionarios estaban haciendo correr el rumor de que Lu se había vuelto loco, que se había construido una chabola de cañas en el monte y ahora era vegetariano para cultivar las viejas recetas taoístas que preparaban la droga de la inmortalidad. Pero en las altas esferas, los viejos camaradas de Lu que volvieron a sus puestos y recuperaron sus antiguas funciones o que habían subido de escalafón pensaban que sin duda su entusiasmo revolucionario se había debilitado. Fue lo mismo que le dijo Lu cuando llegó a su casa.

—Ya no quiero ensuciarme más las manos, con esto tengo suficiente: una choza de caña, un jardín de bambúes púrpura, las verduras que planto y unos cuantos libros para leer sin prisas. No soy joven como tú, ya soy un viejo, así ocupo mi vida —le dijo Lu.

Por supuesto, la casa en que vivía Lu no era de caña, era una construcción de ladrillo que no se veía desde fuera. Si no se subía por la montaña de detrás de la mina de carbón, era imposible verla. Lu consiguió un dinero que daban para que los antiguos dirigentes se instalaran y lo empleó en aquella vivienda. El mismo había hecho los planos y vigiló la construcción que realizaron los campesinos. El suelo estaba cubierto de adoquines de piedra oscuros. En el dormitorio, tras apartar una losa móvil, había una entrada secreta a un paso subterráneo que llevaba a una pequeña casa de madera situada al borde del río, en el medio de un bosque de pinos. Lu había conseguido salvar la vida hasta entonces, pero era consciente de que en cualquier momento podía surgir algún complot contra él, era una de las cosas que había aprendido en su experiencia de vida.

Mandó que los campesinos trajeran la estela rota del templo en ruinas que había en la cima de la montaña y la colocó en la habitación principal, empotrada en la base de una pared. La inscripción estaba incompleta, pero aun así se podía leer la suerte y los sentimientos de aquel monje que construyó el templo: un pobre letrado vino a refugiarse a aquel lugar, después de participar en la rebelión de los Taiping, que también soñaron en construir una utopía y que, debido a los problemas internos y a las masacres, acabaron en la ruina.

En el dormitorio había un montón de libros: obras de lectura restringida que se entregaban sólo a los altos cargos del Partido, como la autobiografía de Tanaka Kakuei, el primer ministro japonés, o las
Memorias de esperanza
del general De Gaulle en tres volúmenes. También había una edición encuadernada a la antigua usanza del
Compendio de materia médica
[55]
—no sabía de qué año era aquella edición—, y además algunas selecciones de poesía clásica que habían vuelto a publicar.

—Me gustaría escribir algo. Ya tengo hasta el título:
Crónica de un hombre de la montaña
, ¿qué te parece? Pero no sé si seré capaz —le dijo Lu.

Rieron juntos. Un entendimiento tácito facilitaba esa relación de amistad y le permitió gozar de la protección de Lu durante los últimos años.

—¡Vamos a buscar algunos platos para poder beber bien!

Lu, que no era en absoluto vegetariano, lo llevó a la cantina de la mina. A la entrada del yacimiento, que estaba al pie de una colina, había unos ascensores; al lado se amontonaban las casas de los mineros. Era por la tarde, el momento en que acababa la jornada laboral. En la cantina que instalaron en un hangar cubierto de bambúes, los mineros hacían cola frente a las ventanillas con un gran tazón en la mano. Lu entró en la cocina. De pronto, una voz femenina lo llamó:

—¡Profesor!

Una joven se volvió de entre los hombres negros de polvo. De inmediato reconoció a su antigua alumna Sun Huirong; iba vestida con una bata larga de campesina, pero todavía tenía unos ojos preciosos, aunque su cara y su cuerpo se habían redondeado. Entusiasmada, se precipitó hacia él.

—¿Qué hace aquí?

No pudo contener su expresión de sorpresa e iba a dirigirse a ella cuando Lu salió de la cocina, lo empujó por el hombro y le dijo:

—¡Vamos!

Obedeció instintivamente, era la costumbre desde que se colocó bajo su protección. No obstante, se volvió a mirarla. Leyó en la mirada de la muchacha, todavía más negra y profunda que antes, el miedo, el desconcierto, la desesperación y la humillación. Su boca se entreabrió como si quisiera decir algo, pero se quedó en silencio, como hechizada, con el tazón en la mano, fuera de la cola de los mineros. Todo el mundo la miraba.

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