Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
Después de apagar la lámpara, se desnudó y escuchó tumbado cómo rugía el viento de la montaña, como si fuera una fiera que se quejaba con voz grave. A veces el viento traía también el sonido del agua que pasaba por el barranco. Aquella noche durmió mal, se quedó en una especie de estado de alerta y con la impresión de que en cualquier momento podía irrumpir en la habitación una fiera salvaje. Se levantó temprano e hizo la cama. Descubrió que las sábanas grisáceas y las fundas de las almohadas estaban llenas de manchas; sintió bastante asco.
En el camino de vuelta pensó en su alumna Sun Huirong. Se dio cuenta de que la vida del campo en estos años lo había convertido en una persona sin carácter. Por fin había conseguido ocultarse perfectamente, y sentía una cierta paz interior; incluso era capaz de mirar la montaña durante horas, contemplar el curso del arroyo que no cesaba, sin pensar en nada. No obstante, cada vez se parecía más a una larva.
Ella quiere ir a ver una selva virgen. Tú dices: «Pero ¿dónde quieres que haya una selva virgen en Sydney? Habría que conducir durante días para llegar a uno de esos lugares deshabitados de la inmensa Australia. Además, ya lo has visto todo desde el avión, una tierra árida de color ocre con montañas de rocas en forma de espina de pescado. El paisaje no ha cambiado durante unas horas cuando íbamos en el avión, ¿dónde quieres que haya una selva virgen?». Ella abre un mapa turístico y señala los trozos verdes.
—¡Aquí y aquí!
—Son parques —respondes.
—¡El parque nacional es una zona de protección natural —insiste ella—; los animales y las plantas se conservan en su estado original!
—¿También los canguros? —preguntas.
—Claro —dice ella.
—Entonces tenemos que ir a un zoo. No es como en tu país, que compran lobos por todo el mundo y los encierran para que los visitantes los miren ir de un lado a otro.
No has conseguido convencerla, acabas refunfuñando:
—Habría que pedir a los amigos del centro dramático que nos consiguieran un coche.
Le explicas que ellos te han invitado para los ensayos de tu obra, los acabas de conocer, no te gusta molestar a la gente así. Pero ella dice que hay un tren directo que va hasta allí. Su dedo avanza en el mapa, de la estación central, que se encuentra en el centro de la ciudad, hasta el borde del pedazo verde que indica el Royal National Park.
—Mira, aquí hay una estación, Sutherland. ¡Es muy fácil llegar hasta allí! —dice.
Se llama Sylvie, es francesa, tiene el pelo corto, a lo chico, pinta de estudiante de secundaria, parece muy joven, pero sus grandes nalgas muestran que es toda una mujer. Has tostado un poco de pan, preparado el café con leche, pero ella toma el café solo, siempre sin azúcar, no come pan ni mantequilla, tiene que mantener la línea.
Habéis salido del edificio en que os alojáis. De repente cae en la cuenta de algo, se da media vuelta y regresa a la habitación a tomar una toalla y su traje de baño; dice que después de la zona de protección natural del Royal National Park se puede llegar hasta el mar y quizá podría bañarse y tomar el sol.
El tren ha ido directo de la estación central a Sutherland, una pequeña estación en la que sólo se apean algunas personas. Al salir de los andenes hay un pequeño pueblo, todavía nada de selva ni de parque. Dices que habría que preguntar a alguien, vuelves a la estación y te diriges al vendedor de billetes.
—¿Puede indicarme el camino para ir a la selva virgen? ¿Al parque, el Royal National Park?
—Tenía que bajar en la siguiente estación, en Loftus —responde el expendedor de billetes.
Volvéis a comprar un billete. El próximo tren llegará dentro de veinte minutos, pero ése no para en Loftus, tenéis que tomar el siguiente.
Esperáis media hora antes de que por el altavoz de la estación anuncien que el próximo tren viene con un poco de retraso y que hay que cambiar de andén para esperarlo. Ella va a preguntar qué ocurre al jefe de estación. El hombre metido en carnes responde antes de cerrar la puerta de su despacho:
—Esperen, tranquilos, llegará pronto.
Le recuerdas que el día en que llegasteis a Australia os previnieron de que si se tomaba el tren de Sydney a Melbourne se podía tardar dos días, tres días, una semana, no se sabía. Ellos nunca tomaban el tren por eso; todos iban en avión o en coche. Le dices que quizá tengáis que esperar hasta que anochezca. Pero Sylvie camina de un lado a otro, un poco nerviosa. Le dices que se siente, pero ella no puede estar quieta.
—Ve a comprar una bolsa de cacahuetes, o esa especialidad de Australia que tiene tanta grasa, esa pequeña fruta redonda, ¿cómo se llama?
Intentas hacerla rabiar expresamente, pero ni te mira.
Transcurre una hora más hasta que llega el tren.
Loftus. Cuando salís de la estación, el pueblo todavía es menor que el anterior, todo de color gris. Sobre la pasarela de la vía férrea hay una banderola desplegada: «Bienvenido a la visita del museo del Tranvía».
—¿Vamos? —preguntas.
Ella no te presta atención y se vuelve para preguntar en las taquillas de la estación, antes de hacerte un ademán para que vayas. Vuelves a la estación. En las taquillas, el empleado os hace unos gestos.
—¿La selva virgen se encuentra en el andén? —preguntas.
—Te han hablado en inglés y no has comprendido —dice ella.
Le das las gracias en inglés al empleado. Ella te mira de reojo y se echa a reír. Su mal humor ha desaparecido y te explica lo que te ha dicho: es más rápido pasar por el andén. Bueno, cruzas las vías tras ella, caminas sobre los montones de balasto que hay a los lados, en el andén un empleado con uniforme os mira. Le preguntas en voz alta:
—¿Dónde está el parque? ¿El Royal National Park?
Eso puedes decirlo en inglés. Os señala que detrás de vosotros hay una salida con una barrera rota.
Llegáis a una carretera grande, donde pasan los coches a toda velocidad, no hay peatones. Sobre el muro de la estación hay un gran cartel que pone: «Museo del Tranvía» y una flecha. La única opción que tenéis es ir a ese museo a preguntar. Una inmensa puerta, y detrás, una pequeña garita de madera, que proporcionalmente parece un juguete. Hay un letrero con las tarifas de entrada, precio diferente para los niños y los adultos, pero no hay nadie en la garita. En un amplio terreno descubierto, veis unos raíles sobre los que está parado un viejo tranvía con los vagones de madera y el barniz descascarillado. Una mujer y una decena de niños rodean a un anciano que lleva una gorra de visera ancha y cuenta la historia del tranvía. Cuando el anciano acaba, la mujer hace que los niños suban a bordo, mientras que el hombre os saluda levantando la mano a la altura de la visera de su gorra. Sylvie le explica por qué estáis ahí y el viejo señala con el brazo:
—El Royal National Park es aquí, todo esto está dentro del parque, ustedes, yo, el museo, todos estamos en el parque.
El tal «museo» que señala con la mano se refiere al viejo tranvía estacionado.
—¿Y la selva? ¿La selva virgen? —pregunta Sylvie. Frente a ese hombre corpulento, Sylvie parece más mujer, a pesar de llevar el pelo cortado como si fuera un chico.
—La selva está por todos los lados... —dice él, señalando los bosques de eucaliptos que bordean la carretera.
Se te escapa una carcajada, ella te mira con rabia y pregunta al viejo:
—¿Por dónde se puede entrar?
—Por donde quiera. También pueden ir en tranvía, cinco dólares por persona, es la tarifa para los adultos.
—De acuerdo —dices sacando tu monedero del bolsillo—. ¿El tranvía entra en la selva?
—Claro, es un billete de ida y vuelta, no tienen que pagarlo ahora. Si quedan satisfechos, pagan; si no, pueden volver a pie, no está lejos.
El viejo tranvía se puso en marcha tras el pertinente tañido de la campana, que no debía de ser muy vieja, porque emitía un sonido bastante claro. Estás tan contento como los niños que han subido al tranvía, pero Sylvie pone mala cara, aunque no tiene ninguna razón para estar enfadada. El tranvía entra en el bosque, eucaliptos, eucaliptos, eucaliptos de todas clases, no consigues diferenciarlos. Algunos tienen el tronco rojo oscuro, otros amarillo oscuro, otros acaban de perder la corteza, otros son totalmente negros, seguramente se han quemado hace poco, las ramas están torcidas, las copas de los árboles parecen cabellos que se mueven por el viento, tienen un aspecto un tanto fantasmagórico. Un cuarto de hora más tarde, llegáis al final de la vía.
—¿Has visto los canguros? —te mofas.
—¿Te estás riendo de mí? ¡Te encontraré uno para pasártelo por las narices!
Ella baja del tranvía y se adentra en un pequeño sendero siguiendo la flecha que indica un punto de información. Tú te sientas al lado de la vía. Bastante más tarde, regresa cabizbaja, en la mano lleva unos folletos y dice que hay un atajo para ir al mar, pero que tendréis que andar durante varias horas. El sol ya está llegando a la altura de los árboles, pronto serán las cuatro. Ella te mira sin saber qué hacer.
—Bueno, volvamos por el mismo camino, al menos habremos visitado el museo del Tranvía —dices.
Volvéis a marchar con el grupo de niños, ella ya no te habla, como si te hubieras equivocado tú. Una vez en la estación, volvéis a tomar el tren hacia Sydney, ella se tumba en los asientos del compartimiento vacío. Al observar el mapa, te das cuenta de que estáis a punto de pasar por una ciudad que se llama Cronulla y que está al borde del mar. Le sugieres que bajéis inmediatamente del tren y haces que se levante.
Efectivamente, cerca de la estación hay una playa. El sol de la tarde da un color azul oscuro al agua; grandes olas blancas como la nieve rompen en la orilla. Se pone el traje de baño, pero se le rompe un tirante. Parece afligida.
—Tenemos que encontrar una playa nudista —dices para reírte de ella.
—¡Deja ya de burlarte! ¡No sabes vivir! —dice en tono de reproche y alzando la voz.
—¿Qué hacemos entonces?
Sugieres que utilice el cordón de tu bañador en lugar de su tirante.
—¿Y tú?
—Te esperaré en la playa.
—No. ¡Si tú no te bañas, yo tampoco!
En realidad tiene muchas ganas, pero quiere mostrarse complaciente. Tienes una idea:
—Podemos utilizar un cordón de zapato.
—Buena idea, después de todo no eres tan estúpido como pareces.
Gracias al cordón, consigues cubrir sus senos; te besa rápidamente y corre hacia el mar. El agua está helada. Cuando te llega a la altura de las rodillas, empiezas a tiritar.
—¡Está helada!
Gritando, ella se tira de cabeza dentro de la espuma.
A lo lejos, en el extremo izquierdo de la bahía, más allá de una roca, unos muchachos hacen surf. Más lejos, el agua es profunda y oscura, las olas caen impetuosamente. El sol de la tarde está oculto tras las nubes, la brisa marina te azota, hace todavía más frío. Alrededor de vosotros, casi todos los bañistas han salido del agua y los de la playa recogen sus cosas para marcharse.
Tú vuelves donde las tuyas y te pones una camisa, miras el mar, pero ya no ves su cabeza. Los surfistas han subido a una roca. Estás un poco inquieto; te pones de pie para mirar a lo lejos. Crees percibir un punto negro que aparece y desaparece en la espuma. Tienes la sensación de que se aleja cada vez más. Empiezas a tener miedo. Los reflejos sobre las olas se difuminan; el espacio entre el cielo y ese inmenso océano Pacífico del hemisferio sur se pone cada vez más oscuro.
Hace poco que la conoces y no la entiendes en absoluto. Sólo habéis pasado algunas noches juntos. Cuando le dijiste que unos amigos te invitaban a dirigir los ensayos de tu obra, ella pidió vacaciones en su trabajo para poder acompañarte. No es una mujer fácil; no sabes si la amas, pero te hechiza. Está con varios hombres que sólo son amigos, como ella misma dice. «¿Amigos de sexo?», le preguntaste. Ella no lo niega, quizá sea por eso que te excita tanto. Te dice que todavía está en contra del matrimonio; vivió varios años con un hombre, después se separaron, ahora ya no quiere pertenecer a ninguno. Dices que te parece muy bien. Ella dice que no es que no quiera tener una relación estable, pero que para tener estabilidad los dos tienen que estar estables, lo que es muy difícil. Tú dices que estás de acuerdo con ella, que tenéis muchas cosas en común. Lo que quiere es una vida transparente, ya te lo dijo la primera vez que se acostó contigo, incluso te habló de las relaciones que tuvo y de las que todavía mantenía. La honestidad en las relaciones entre un hombre y una mujer es lo más importante. En eso también estás de acuerdo. Su honestidad es lo que más te excita.
No se distingue casi nada a lo lejos; estás muy preocupado. Miras por toda la orilla para ver si encuentras un puesto de socorro. Entonces te das cuenta de que ha salido del agua algo más allá. Al ver que estabas mirando en su dirección, se para; tiene la cara y la boca azules de frío.
—¿Qué mirabas? —pregunta cuando llega a tu lado.
—Buscaba un socorrista.
—Una chica guapa, ¿no? —bromea sin dejar de tiritar; tiene la piel de gallina.
—Es cierto que había una rubia que estaba tomando el sol...
—¿Te gustan las rubias?
—También las castañas.
—¡Cerdo!
Te ha insultado con dulzura, ríes satisfecho.
Cenáis en un pequeño restaurante italiano que tiene pintado en el escaparate un Papá Noel blanco. Unas guirnaldas verdes de papel que imitan las ramas de un pino cuelgan sobre las mesas; pronto será Navidad, pero en el hemisferio sur está a punto de entrar el verano.
—Estás pensando en otra cosa, salir contigo para divertirse no es fácil —dice ella.
—¿Descansar no es también divertirse? Tampoco tenemos que estar haciendo siempre algo.
—En ese caso da igual que estés con una chica en particular, cualquiera te conviene, ¿no es eso? —dice ella, mirándote a través de su vaso.
—Me he asustado mucho, hace un rato, ¡casi llamo a un socorrista! —dices.
—¡Era demasiado tarde! —dice ella, posando su vaso para acariciarte la mano—. ¡Lo he hecho expresamente, quería que te asustaras! ¡Eres un idiota, deja que te enseñe a vivir!
—De acuerdo.
Aquella noche hiciste el amor con mucho ímpetu.
En el burgo cortaban la electricidad con mucha frecuencia. Tenía que encender la lámpara de petróleo y cuando escribía a la luz de esa lámpara todavía se sentía más en paz consigo mismo; todos sus escrúpulos desaparecían y él se expresaba con mayor facilidad. Llamaron muy flojo a la puerta. En el campo nadie llamaba así; en general gritaban primero o llamaban golpeando violentamente la puerta. Pensó que era un perro. El perro amarillo del director del colegio a veces venía a rascar la puerta para pedir un hueso cuando percibía el olor de la carne que estaba cocinando, pero hacía días que comía en la cantina y que no encendía el horno de leña. Un poco extrañado, escondió lo que había escrito en el cesto para la leña que tenía en un rincón de la habitación. Luego escuchó durante un instante junto a la puerta, pero no oyó nada. Volvía a la mesa cuando oyó de nuevo que golpeaban muy flojo.