El libro de un hombre solo (46 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—Casi todos los habitantes de estas montañas son campesinos que cultivan los campos en tiempos de paz, pero en los periodos de conflicto se transforman en bandidos. Aquí no son raras las decapitaciones. He crecido asistiendo a ese tipo de escenas. En aquella época, los bandidos que capturaban mantenían la cabeza erguida mientras esperaban que los decapitaran con un sable, su cara ni siquiera cambiaba de color. No es como ahora, que fusilan a los condenados de rodillas y les retuercen el pescuezo con un alambre. ¡Los guerrilleros eran unos auténticos bandidos! —Estas palabras horribles salieron de la boca de Lu con una pasmosa tranquilidad antes de concluir—: Pero tenían un objetivo político: acabar con los tiranos y repartir las tierras.

Lu no dijo que hoy las tierras que repartieron entre los campesinos habían sido de nuevo confiscadas y que los cereales se repartían per cápita, pero los sobrantes debían entregarse a las autoridades.

—Cuando los guerrilleros necesitaban dinero o víveres, se dedicaban a raptar y a ejecutar a los prisioneros, empleaban los mismos procedimientos violentos que los bandidos. Si alguna vez la mercancía no se llevaba al lugar que habían pactado antes, tomaban a un rehén vivo, lo ataban con las piernas abiertas sobre un bambú joven, estiraban la caña y, a una señal, la dejaban, ¡cortando al hombre en dos!

Si Lu no lo hizo personalmente, al menos lo vio hacer, y ahora quería darle algunos consejos.

—Tú eres un letrado del exterior, no creas que la vida es fácil en estas montañas, no creas que esto es un nido de paz. ¡Si uno no se establece sólidamente, es imposible quedarse en un lugar como éste!

Lu no empleaba el lenguaje oficial de los pequeños funcionarios que sólo querían trepar de escalón en escalón como si se tratara de una carrera. Al contrario, en ese momento estaba liquidando por completo lo poco que le quedaba en la cabeza de las fábulas revolucionarias. Quizá Lu lo necesitara un día e intentaba que fuera tan duro y tan feroz como él, para que se convirtiera en el asistente de este rey de la montaña cuando retomara el poder. Lu le habló de los intelectuales de las grandes ciudades que se habían unido a las guerrillas.

—¿Qué entienden los estudiantes de la revolución? El viejo tenía razón al decir... —El viejo del que hablaba Lu era Mao—... que el poder nace del fusil. ¿Qué general o comisario político no tiene las manos manchadas de sangre?

El dijo que nunca sería general y que tenía miedo de pelear; pensó que era mejor decir estas palabras de antemano.

Lu respondió entonces:

—A mí no me apasiona el poder, de lo contrario no me habría refugiado aquí. Pero debes defenderte y estar atento para que no vengan a por ti.

Esta regla de supervivencia era la experiencia que Lu había vivido.

—Ve a hacer una investigación social entre la gente del burgo, les dirás que te envío yo. No necesitas una carta oficial, sólo debes decir que te he confiado la tarea de escribir la historia de la lucha de clases en este burgo y escucharás lo que te cuenten. Por supuesto, no te creas todo lo que te digan, y no hagas preguntas sobre lo que está ocurriendo actualmente; aunque les preguntes, no verás nada claro. Déjales hablar de lo que quieran, será como escuchar cuentos, y te darás cuenta de todo poco a poco. En otro tiempo, antes de que los coches pasaran, esto era un nido de asaltadores de caminos. No te fíes del herrero que se arrodilla delante de ti y parece dócil. Si le dejan, te tratará con toda delicadeza, pero, si le empujan, puede cortarte la cabeza con su hacha en cualquier campo. En la calle, la vieja coja que hierve el agua para el té, ¿crees que tiene los pies vendados? Eso no se hacía en estas montañas. Fue rehén de las guerrillas, le quitaron los zapatos en pleno invierno, se le helaron los dedos y se le cayeron, pero era una mujer, por eso no la mataron. Esta casa era suya, fusilaron a su padre, su hermano mayor murió en un campo de reeducación. Sólo le queda un hermano que, según cuentan, se fue al extranjero.

Así te educó el secretario Lu, así te educó también la vida, borrando de golpe la compasión, el sentido de la justicia, la indignación y el impulso que provocaban en ti.

—¡Hemos bebido mucho! —dijo Lu—. Mañana por la mañana, cuando se te haya pasado la borrachera, vendrás conmigo a dar una vuelta por la montaña del sur. En la cima había un templo que fue bombardeado por los aviones japoneses. Los japoneses no llegaron hasta aquí, se quedaron en la cabeza de distrito, mientras que los guerrilleros se refugiaron en las montañas. Sólo pudieron destruir el templo. Lo construyó un monje después de la derrota de los Taiping. La rebelión de los Taiping surgió del crecimiento de los bandidos, pero como finalmente no consiguieron resistir a la corte imperial, algún superviviente vino a refugiarse aquí después de la derrota y se hizo monje. Sólo queda una estela rota con una inscripción incompleta, tendrás que descifrarla.

48

El mundo cambia cuando se mira a través de un objetivo. Las cosas más feas pueden parecer magníficas. En aquella época, tenías una vieja cámara fotográfica y, durante aquellos años que pasaste en el campo, la llevabas cada vez que ibas a la montaña; era tu otro ojo. Has fotografiado los paisajes, la montaña cubierta de bambúes inclinados por el viento, esa ola verde esmeralda en forma de pluma que quedaba fija sobre el papel por el disparo del obturador. Por la noche revelabas las fotos en tu casa y, aunque perdieras los colores, las sombras y las luces del contraste entre el blanco y negro eran fascinantes; parecía un mundo de ensueño. Utilizabas carretes caducados, más de doscientos metros de película que compraste de saldo en un estudio cinematográfico gracias a un amigo de Beijing; pagaste por todo treinta yuans, casi un regalo. Entonces sólo se hacían documentales sobre las maravillas de la revolución. En las imágenes que mostraban se tocaban gongs y tambores y todos bailaban en un gran entusiasmo general, el Gran Dirigente pasaba revista a las guardias rojas, la bomba atómica explotaba con éxito, la anestesia con acupuntura resultaba muy eficaz, el pensamiento de Mao Zedong cosechaba nuevas victorias, a los enfermos se les hacía el trabajo ideológico antes de que les abrieran el pecho o el abdomen, a menos que se escalara el Everest y entonces la bandera roja flotara sobre el techo del mundo. Para todos aquellos documentales se utilizaba una película de un tono más o menos rojo, producto nacional. Tú preferías las fotos en blanco y negro, sin la confusión que traen los colores, y podías contemplarlas durante mucho tiempo sin que se te cansara la vista.

Te pasabas horas mirando aquellas casas de campo en blanco y negro, sus tejados de tejas grises, los estanques bajo la lluvia fina, y una gallina sobre un puente de madera. Te gustaba especialmente la fotografía de aquella gallina negra. Estaba delante de tu objetivo, levantando la cabeza para mirarlo después de haber picoteado por el suelo, sin entender qué era aquel juguete. Lo miraba con un ojo redondo de admiración y su pupila mostraba una gran vivacidad. Lo observaba con detenimiento, con la cabeza levantada. En su mirada veías insondables sobrentendidos.

También tenías una fotografía de unas ruinas que encontraste en un pueblo abandonado. La casa estaba llena de malas hierbas, el tejado hecho pedazos, ya no vivía nadie allí, sólo había escombros; no quedaba la menor huella del Gran Salto adelante. Aquel año les obligaron a entregar todos los cereales que se cosecharon y el pueblo sufrió una hambruna que convirtió a sus habitantes en fantasmas, incluido el secretario de la célula del Partido. Quién hubiera podido imaginar que el Partido no sólo se desentendería por completo de la suerte de la población, sino que llegaría incluso a colocar en la estación de autobuses de la cabeza de distrito a algunos hombres armados para vigilar a los ciudadanos e impedir que se marcharan a mendigar. Además, la cantidad de cereales que tocaban por persona se racionaba en la ciudad, mendigando tampoco se habría conseguido gran cosa. Los niños de cierta edad que vivían en aquellas montañas recordaban cómo intentaban calmar el hambre desenterrando raíces de bejuco. Cuando se las comían, tenían que hacer sus necesidades con el culo a la vista de sus amigos, ayudándose mutuamente a deshollinarse el trasero con un palo. Las costras que formaba el bejuco eran tan duras como las piedras, lo que hacía que su evacuación fuera extremadamente dolorosa. Te lo contaron tus alumnos. Por supuesto, eso no salía en tus fotos, pero la desolación que se podía captar era espléndida. Fijando una imagen con el objetivo, podías transformar una situación catastrófica en un simple paisaje.

También hiciste una foto de dos chicas adorables; la mayor tenía dieciocho años, la menor quince. La de dieciocho parecía pensativa y estaba ligeramente inclinada hacia un lado. Su padre era profesor en el colegio de la cabeza de distrito, su abuelo paterno era terrateniente, y antes de acabar sus estudios de secundaria la enviaron a instalarse en aquellas montañas. La menor estudiaba primer ciclo de secundaria, su padre trabajaba de óptico en la capital de provincia. Naturalmente, no pudo tener a su lado a su hija.
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En la fotografía, la joven levantaba la cara riendo de forma estúpida, como si alguien le estuviera haciendo cosquillas. Llevaban en ese lugar más de un año. Cuando la escuela de la aldea volvió a funcionar, las instaron a enseñar, ya que no había profesores, y, de este modo, se libraron de trabajar en los campos; era una forma de ocuparse de ellas. Cuando te oyeron decir que ibas a llevar a tus alumnos a recoger té, se entusiasmaron y te propusieron que se hospedaran en su escuela. Era lo ideal, había dos aulas; en una dormirían los niños, en la otra las niñas. Entre las dos había una habitación separada por un tabique de planchas; un lado lo utilizaban para preparar las clases, el otro tenía una cama de madera y hacía de dormitorio. Te propusieron que te quedaras allí cuando llegaras, ellas podían pasar la noche en la aldea. Es posible que antes de llegar al campo hubieran participado en la crítica a los profesores de su colegio; sin embargo, al verte a ti, profesor de secundaria en el burgo, tenían la sensación de encontrar a un pariente. Con mucho afecto, prepararon para ti carne salada hervida al vapor, unos huevos fritos y una sopa de brotes de bambú frescos. No dejaron de hablar mientras estabas con ellas. Entonces tomaste esta foto. No eran como las chicas de estas montañas, que huían nada más ver una cámara. Al contrario, se sentían cómodas, incluso posaban, y apretaste el obturador justo en el momento en que la más joven de las dos no pudo contenerse y se echó a reír. Después, al revelar la fotografía, te diste cuenta de que la mayor evitaba mirar al objetivo y parecía muy triste, mientras que en la risa tonta de la otra se percibía un abandono que pocas veces se ve en una muchacha de su edad. Y todo eso teniendo de fondo un acantilado abrupto y bajo las gruesas ramas oscuras de un viejo árbol de torreya.

En la primavera, un hermoso día de abril, cuando el campo empezaba a verdear —era casi la estación en que se recogía el té—, subió a las montañas bordeando un barranco, alcanzó una cima y atravesó el arroyo por un pequeño puente hecho de troncos enteros. Sentía el agradable calor de los rayos del sol y le llegaba el dulce murmullo del agua. Por fin, llegó a una plantación de té y de bambú. Subió por una ladera para encontrar al encargado, que en ese momento estaba haciendo un reguero para plantar maíz. Le explicó que quería traer a treinta alumnos del burgo a recoger té durante diez días y que dormirían en la escuela primaría. Los alumnos traerían su propio arroz, pero la leña, las verduras, el aceite, la sal y el queso de soja los debían proporcionar los encargados de la plantación. Los gastos totales se restarían de los salarios de los alumnos. Cuando regresó a la aldea, ya eran las cuatro de la tarde, y para volver al burgo tendría que ir de noche por la montaña. Entonces las dos jóvenes profesoras le pidieron que se quedara a dormir en la escuela.

En las montañas, la noche empieza temprano. Cuando el sol se escondió tras el acantilado, el campo de deportes de la escuela ya estaba oscuro. El caserío se cubrió de una bruma que subía del arroyo, y los hombres y las mujeres que trabajaban en las montañas volvieron a sus casas, con la azada al hombro. La aldea se animó. Los ladridos de los perros retumbaron y se mezclaron con el jaleo que armaban los hombres. Luego empezó a salir humo de las chimeneas de las casas.

Fuera había mucha humedad. La chica mayor encendió la cocina de leña y se puso a hervir una olla de agua para que él se lavara. Había caminado durante todo el día por la montaña; fue un placer poner los pies dentro de agua caliente. Enseguida sintió que se le iba el cansancio. La otra joven trajo el jabón. Sentadas bajo la lámpara de petróleo, durante un rato estuvieron corrigiendo los deberes de sus alumnos, hasta que llegaron los del pueblo: hombres adultos, adolescentes y niños. Los hombres se sentaron junto a la chimenea, mientras que los jóvenes empezaron una partida de cartas alrededor de la mesa, bajo la lámpara de petróleo. Las dos muchachas recogieron los cuadernos en una esquina. Había algunas jóvenes que ya estaban en edad de festejar; las que ya eran madres seguramente debían de estar en sus casas, ocupadas con sus tareas. Los niños entraban y salían armando bastante alboroto, mientras que los hombres bromeaban con las muchachas, que, como casi todas las chicas de la montaña, mostraban un gran desparpajo en esas ocasiones. Las dos jóvenes que venían de la ciudad eran mucho más recatadas y dulces, pero ya empezaban a abandonar el tono de buenas alumnas que empleaban con él, e incluso a veces se atrevían a soltar algunos tacos, sin perdonar a nadie. La escuela era el lugar de encuentro nocturno de los habitantes del pueblo, un lugar en el que se sentían a gusto.

—¡Venga, ya está bien por hoy! El profesor está cansado, ha caminado durante todo el día. ¡Hay que ir a dormir!

La chica mayor empezó a echar a los lugareños, que se marchaban a regañadientes. Las dos muchachas le desearon buenas noches y se fueron también hacia el pueblo.

Todavía quedaban algunos trozos de carbón crepitando, la temperatura del cuarto bajó. En el aula oscura de al lado, el viento entraba y enfriaba el ambiente. Fue a cerrar la puerta, pero una ráfaga la volvió a abrir. Percibió que no había cerrojo en la puerta, lo habían arrancado, y la madera y el marco estaban acribillados de agujeros. Reflexionó durante un momento; luego volvió al aula para cerrar la puerta grande, pero en la oscuridad no consiguió encontrar la barra. Había dos ganchos detrás de la puerta para colocar una barra, pero no la encontraba por ninguna parte. Colocó una mesa contra la puerta para que se mantuviera cerrada. Una vez volvió a la habitación, tomó la lámpara de petróleo y pasó al dormitorio, separado sólo por un tabique de planchas que llegaba a media altura. Al fondo del cuarto, había una pequeña puerta que conducía a la otra aula. También habían arrancado el pestillo de allí, sólo quedaba la parte del marco de la puerta. Por suerte, la puerta cerraba bien. No fue a comprobar si la de la otra clase estaba cerrada y no entraba el aire. De todos modos, en aquel edificio no había nada que robar, salvo dos jóvenes muchachas desamparadas que dormían solas y habían llegado de la ciudad para instalarse allí.

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