Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
Has tenido miedo a la muerte cuando disminuían tus fuerzas. Tuviste la sensación de que se te acababa el aire, miedo a no recuperar el aliento, como si cayeras a un abismo; una sensación que aparecía a menudo en tus sueños de niño y que te despertaba empapado de sudor. Sin embargo, no sufrías ningún mal. Tu madre te llevó varias veces al hospital para que te hicieran reconocimientos médicos y no tenías nada. Hoy ya no te apetece hacerte esos chequeos, y aunque el médico te lo recomendara, dejarías pasar el tiempo.
Ahora tienes claro que llega un momento en que la vida se acaba y que en ese momento el miedo desaparece con ella. Ese miedo es finalmente la manifestación de la vida. Cuando la conciencia y el conocimiento desaparecen, todo se acaba en un instante, sin tiempo a hacerse a la idea, y sin que tenga algún sentido. La búsqueda del sentido de la vida ha sido tu sufrimiento, con tu compañero de infancia ya hablabas de eso. Sin embargo, por aquel entonces no habías vivido casi nada, mientras que ahora ya has probado todos los sabores —agrio, dulce, amargo, picante— de la vida. Es inútil, no sirve de nada buscar ese sentido, resulta ridículo; mejor aprovechar la vida, y, al mismo tiempo, observarla.
Te parece verlo, a él, en una especie de vacío, una pequeña luz llega de no se sabe dónde, está de pie sobre una tierra ni fija ni determinada, parece un tronco de árbol sin sombra, el horizonte ha desaparecido, o está como un pájaro en medio de la nieve, mirando de izquierda a derecha, a veces fija su mirada, como si reflexionara. ¿Sobre qué? No está muy claro, pero es una actitud, una actitud aun así bastante bella; existir es adoptar una actitud, la más agradable posible. Con los brazos abiertos, arrodillado y volviéndose, vuelve a su conciencia, o, mejor dicho, su actitud es justamente su conciencia, es el tú en medio de su conciencia y que le provoca un placer especial.
No hay tragedia, ni comedia, ni farsa; todo eso son juicios estéticos sobre la vida, distintos puntos de vista según las personas, los momentos y los lugares, llega a ser puro lirismo: de un sentimiento en un momento determinado se pasa a otro; la tristeza y el sentido del ridículo a veces hasta podemos intercambiarlos. No hace falta burlarse, ya ha habido demasiadas burlas y autocríticas. Basta con perseverar tranquilamente en este modo de vida, aprovechar las maravillas del instante, sentirse bien, y cuando nos examinemos, hacerlo solos, sin pensar en la mirada de los demás.
No sabes lo que todavía serías capaz de hacer, ni lo que te queda aún; inútil pensarlo, haz lo que te apetezca. Si sale bien, mejor, si no, qué se le va a hacer. Hacer una cosa u otra no importa demasiado; si tienes hambre o sed, come o bebe. Por supuesto, cada uno tiene su punto de vista, su forma de ver las cosas, sus gustos y hasta sus cabreos; todavía tienes fuerza para cabrearte, y naturalmente siempre tendrás tus indignaciones justas. Sin embargo no es la misma excitación, aunque todavía tengas sentimientos y deseos; si existen, déjalos existir, pero el rencor ha desaparecido, ya que no sirve para nada e incluso te puede perjudicar.
Sólo das importancia a la vida. Gracias a ella tienes sentimientos inacabados y todavía te quedan ganas de descubrir cosas y sorprenderte. Sólo la vida merece que nos entusiasmemos, ¿no es así?
Una tarde que pasaba cerca de la torre del Tambor, estaba a punto de bajar de la bicicleta para entrar en un pequeño restaurante cuando alguien gritó su nombre. Volvió la cabeza hacia una mujer que se había parado y lo miraba. Ella parecía estar a punto de echarse a reír y se mordía los labios.
—¿Xiaoxiao? —preguntó, dudando. Ella sonrió de forma forzada.
—Perdona.
—No sabía qué decir—. No imaginaba que...
—¿No me reconoces?
—Estás más fuerte... —Él recordaba un cuerpo delgado de muchacha y unos pequeños senos.
—¿Parezco una campesina? —preguntó Xiaoxiao con ironía.
—No, pero estás más fuerte que antes —añadió rápidamente.
—¿No soy miembro de una comuna popular? ¡Pero no soy una flor que mira el sol, ya estoy marchita!
Xiaoxiao se había vuelto cáustica, hacía alusión a la letra de una canción, dedicada al Partido, que comparaba a los miembros de las comunas populares con las flores de girasol, que siempre miran al astro. Prefirió cambiar de tema:
—¿Has vuelto a la ciudad?
—Estoy pidiendo la autorización. He venido con el pretexto de que mi madre está enferma y necesita que me ocupe de ella; soy hija única. Tengo que rellenar los papeles para que me dejen volver a la ciudad, pero aún no tengo la autorización.
—¿Tu familia vive todavía en el mismo lugar?
—Mi padre ha muerto y mi madre acaba de volver de la escuela de funcionarios.
No sabía nada de lo que le había ocurrido a su familia. Sólo fue capaz de decir:
—Fui a buscarte a aquella callejuela...
Se refería a diez años antes.
—¿No quieres que nos sentemos un rato? —preguntó ella.
—Claro.
Aceptó sin pensárselo, pero en realidad no tenía muchas ganas. En aquella época pasó muchas veces por aquellas callejuelas con la esperanza de volverla a ver, pero eso no se lo dijo, se contentó con balbucir:
—No sé en qué número vives.
—No te lo dije.
Ella recordaba perfectamente aquellos tiempos; no había olvidado aquella noche de invierno en que se marchó antes de que amaneciera.
—Hace mucho tiempo que no vivo en esa casa; he pasado cerca de seis años en el campo. Ahora vivo en las viviendas colectivas de la institución en que trabajo.
Era una explicación como cualquier otra, pero Xiaoxiao no le dijo si había ido a buscarlo. Caminó un momento a su lado empujando la bicicleta. Entraron en una callejuela por la que ya había pasado varias veces en bicicleta. La recorrió en muchas ocasiones de una punta a otra. Salía a la avenida y volvía a entrar. Examinaba cada patio a ambos lados de la calle y siempre pensaba que algún día la encontraría. Pero ni siquiera sabía su apellido, no tenía cómo saberlo; Xiaoxiao era seguramente un apodo que utilizaban sus compañeros de clase y sus padres. La callejuela parecía mucho más larga a pie.
Xiaoxiao franqueó la puerta de un patio, un gran patio en desorden. A la izquierda de la entrada, en una pequeña puerta, había un candado. Al lado tenían una cocina de carbón. Abrió con su llave una pequeña vivienda. En el interior el desbarajuste era impresionante, menos en la gran cama, sobre la que se amontonaban las mantas. Xiaoxiao se apresuró a recoger las ropas que había sobre el sofá y las tiró encima de la cama.
—¿Y tu madre? —preguntó él mientras se sentaba en el sofá, que crujió al recibirlo.
—Está en el hospital.
—¿Qué tiene?
—Cáncer de mama, se le ha extendido a los huesos. Espero que aguante lo suficiente para que pueda transferir mi autorización de residencia.
Se sentía incómodo haciéndole esas preguntas, pero no sabía qué decir.
—¿Quieres una taza de té?
—No, gracias. —Tenía que encontrar algo que decir—. ¿Cómo estás? Háblame de ti, de tus asuntos...
—¿De qué quieres que te hable? —preguntó Xiaoxiao de pie, delante de él.
—Del campo, de todos estos años...
—Tú también has estado en el campo, ¿qué quieres saber?
Empezaba a arrepentirse de haberla seguido. La habitación en total desorden no se correspondía con la imagen de la muchacha por la que sintió pena. Sentada al borde de la cama, Xiaoxiao lo miraba, con el ceño fruncido. Él ya no sabía qué decir.
—Fuiste mi primer hombre.
Sí. Recordó su pecho izquierdo; no, con la mano izquierda apretaba su seno derecho, que tenía una cicatriz.
—Pero fuiste realmente estúpido.
Se sintió herido y tuvo ganas de preguntarle por aquella cicatriz para atacarla también, pero sólo dijo:
—¿Por qué?
—Fuiste tú quien no quiso... —dijo Xiaoxiao tranquilamente, cabizbaja.
—¡En aquella época todavía ibas al colegio! —dijo para justificarse.
—Los del campo no tenían tantos escrúpulos. Apenas llevaba allí un año y me convirtieron en una campesina.
—Podías haber presentado una acusación...
—¿Contra quién? ¡Realmente eres imbécil!
—Creía que...
—¿Qué?
—Creía que eras virgen...
Recordaba aquella época; no se atrevió a hacerle daño.
—¿De qué tenías miedo? Era yo la que debía tener miedo... ¡Eres realmente un cobarde! Sabía que con un origen familiar como el mío no tendría mucha suerte, ¡yo me presenté en tu casa de noche, pero tú no te atreviste!
—Tuve miedo de las consecuencias.
Tenía que reconocerlo.
—No te conté lo que les ocurrió a mis padres.
—Pero lo supuse. Ahora es demasiado tarde... Estoy casado.
—Claro que es demasiado tarde, me he convertido en una mujer fácil, ya he abortado dos veces, dos fetos que no quería.
—¡Usa métodos anticonceptivos!
También tenía que herirla un poco.
—Bueno —dijo ella con una risa sardónica—, los campesinos nunca se ponen condón. Siempre me han dicho que he nacido con mala estrella, en una mala familia, sin nadie que me sostenga. No podré seguir viviendo así toda mi vida en el campo.
—Todavía eres joven. Tienes mucho que vivir. No te abandones...
—Claro que tengo que vivir; no necesito que vengas a decírmelo, no quiero más lecciones —dijo ella riéndose de verdad, con las manos apoyadas sobre la cama y moviendo todo el cuerpo.
El rió con ella hasta que se les saltaron las lágrimas. Xiaoxiao se paró. De pronto, encontró en su rostro la ternura de antes, cuando era una muchacha, pero fue sólo durante un instante.
—¿Quieres comer algo? Sólo tengo tallarines, ¿no es lo que me preparaste?
—Fuiste tú quien los preparó —le señaló.
Xiaoxiao se puso a cocinar la pasta en un fogón que había cerca de la entrada y cerró la puerta. El contempló el desorden de la habitación y la ropa que había sobre la cama; había hasta unas bragas sucias. Tenía que quitarse esa impresión de pena que despertaba en él, como en un sueño, tenía que relajarse, tenía que ver a esta mujer como una vil mercancía, una puta que utilizaban los campesinos.
Xiaoxiao puso la pasta en la mesa después de recoger lo que había sobre ésta: un carné de cupones de cereales, las llaves y un montón de objetos pequeños. El la abrazó por detrás y apretó sus senos. Recibió un suave golpe en las manos.
—¡Siéntate y come!
Xiaoxiao no estaba enfadada, ni emocionada; sus relaciones con los hombres debían de ser siempre así, estaba acostumbrada. Mientras comía, miraba hacia abajo y no decía nada. Él pensó que sin duda entendía sus pensamientos; era inútil hablar, había desaparecido cualquier obstáculo.
Xiaoxiao comió muy rápido, recogió su tazón y los palillos y lo miró en silencio durante un momento.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó él con cierto tono de hipocresía.
—Haz lo que quieras —dijo Xiaoxiao con tranquilidad, sin cambiar de actitud.
Él se levantó y se puso a su lado, le levantó la cabeza y quiso besarla; pero Xiaoxiao se volvió y no lo consiguió. Pasó la mano por el escote y fue a acariciar sus senos, que eran más grandes.
—Vamos a la cama —suspiró Xiaoxiao.
Sentado en el borde de la cama, miró como cerraba la puerta con llave. Aunque estaba junto al interruptor, no apagó la luz de la lámpara que colgaba del falso techo cubierto de viejos periódicos amarillos. Sin prestarle atención, se quitó la ropa. Le extrañó no ver la cicatriz bajo su pecho en la sombra de la lámpara. Mientras él se quitaba los zapatos, ella subió a la cama, apartó las mantas y se tumbó boca arriba.
—¿No decías que estabas casado? —preguntó ella con los ojos muy abiertos.
Él no contestó, se sentía humillado, quería vengarse, ¿de qué? No lo sabía. De golpe, apartó las mantas, se echó sobre su cuerpo y pensó en el cuerpo de otra muchacha, en el almacén del equipo de producción que había al lado de la carretera; toda la violencia que había acumulado la soltó en el cuerpo de Xiaoxiao.
Ella mantuvo los ojos cerrados:
—No te preocupes, aunque me quede embarazada, abortaré.
Miró aquel cuerpo desconocido de mujer, sus pezones rojos y las aureolas marrones, que estaban hinchadas; sus senos eran blancos y suaves. Al final encontró una cicatriz oscura del tamaño de un pulgar. Prefirió no hacerle más preguntas.
Xiaoxiao le dijo que ya no tenía miedo de nada; los vecinos podían decir lo que les diera la gana. Pero él le dijo que era un hombre casado; si el comité de los vecinos lo denunciaba a su unidad de trabajo, la demanda de divorcio no prosperaría. Mientras se vestía, Xiaoxiao se quedó tumbada sobre la cama. Parecía que sonreía, pero era una expresión amarga.
—¿Volverás? No veo a ninguno de mis compañeros de antes; me siento muy sola.
Nunca más volvió a su casa, incluso evitó pasar cerca de la torre del Tambor, temía no saber qué decirle si la volvía a encontrar.
Con bastante dificultad, pero al final consigue quitarse la máscara que lleva en el rostro, una especie de falsa piel de plástico moldeado. Es una máscara producida en serie según un modelo estándar, algo elástica, puede ensancharse o estrecharse. Una vez se coloca en la cara, la máscara hace que parezca siempre un verdadero y respetable personaje positivo, capaz de interpretar el papel de hombre común, obrero, campesino, vendedor, estudiante y empleado, o también el de hombre culto, profesor, redactor, periodista y médico con su estetoscopio. Cuando cambia el estetoscopio por las gafas, se convierte en catedrático o escritor. Las gafas son facultativas, mientras que la máscara es obligatoria; los que se la quitan son malos elementos, ladrones, gamberros, o enemigos del pueblo. Es una máscara muy común, el pueblo la usa mucho. Los dirigentes y altos cargos, así como los héroes populares, llevan una máscara todavía más rígida y exagerada; puede que esté hecha de polietileno de alta densidad; es imposible destruirla hasta con un martillo.
Él se divierte con esta máscara. Aprieta sobre los ojos y las cejas, quizá podría darle una expresión humana normal, pero no quiere llevar otra máscara, como la del disidente, del «cultureta», del nuevo rico o del profeta. Una vez se ha quitado la máscara, se siente un poco inquieto, ya no sabe muy bien cómo comportarse. Pero, de todos modos, ha abandonado la mentira, las preocupaciones y una moderación forzada; ya no tiene dirigente, no está sometido al control del Partido o de cualquier organización, no tiene patria, ni lo que se llama ciudad natal, sus padres han muerto, no tiene familia, ni preocupaciones, está solo en el mundo, mucho más ligero, puede ir a donde le plazca, dejarse llevar por el viento, con la condición de que nadie le moleste. En cuanto a sus tormentos, se encarga de ellos él mismo, y cuando consiga sacárselos de encima, no habrá nada, absolutamente nada que le moleste ni que le importe.