Era lo que quería la RPC: ciudadanos conscientes y asustados. Ciudadanos controlados.
Contra eso tendría que luchar, recitando su mantra y enfocando sin cesar su pensamiento; concentrándose en el siguiente paso, y en la importancia de su misión.
Si se enteraba la RPC, si descubría que toda una vida de «reeducación» había quedado sin efecto, Xie no dispondría de ninguna otra oportunidad. Si las autoridades descubrían que recordaba su secuestro, el asesinato de sus maestros y, sobre todo, que sabía que era el Panchen Lama, cuya aparición tanto temían todos, jamás vería cumplido su objetivo de reunirse con el Dalai Lama.
El itinerario incluía excursiones a Roma, Londres y París, pero en lo que pensaba Xie no era en los grandes museos de cada ciudad; sus ideas, cuando las dejaba en libertad, iban siempre a un museo muy pequeño situado en el centro de un jardín. Era ahí donde cambiaría todo, independientemente de que le rodease mucha o poca gente, o de que hubiera mucho o poco ruido en la sala. La visita marcaría un antes y un después durante el resto de su vida.
A menos que se diera cuenta la RPC y le descubriese, en cuyo caso no saldría vivo de Francia.
—Lástima que no puedas meterme en la maleta —dijo Cali, abatida.
—¿Y entonces qué haría con mi ropa?
—Ya te comprarás ropa nueva al llegar a Londres.
—¿Y cómo pasarías la aduana?
—Por favor… En Londres no abren las maletas en la aduana.
La seriedad de Cali hizo reír a Xie, que le contagió la risa.
—¿Trato hecho? —preguntó ella—. ¿Me meto en cuanto este termine con tu maleta?
Xie deseó, como lo había hecho ya cientos de veces, tener otro destino, uno que le permitiera tomar en brazos a esa chica, hacer el amor con ella, unirse a su causa y estar satisfecho con aquella vida; pero a él le ataba lo que estaba convencido de que constituía un deber kármico, una senda que estaba obligado a seguir a cualquier precio.
—¿Señor Ping? —dijo el funcionario por un micrófono—. Ahora tengo que ver sus billetes.
Xie los introdujo por la rendija de la mampara y esperó a que el funcionario leyera los documentos. Al ver que fruncía el ceño, le dio un vuelco el estómago. Notó que Cali, que estaba a su lado, le cogía la mano.
París
Miércoles, 25 de mayo, 7.30 h
Estaba exhausta por toda una noche de viaje y de preocupación. Jac cerró los ojos, pero el taxi no inducía más al sueño que el avión. Cuanto más cerca estaban de la ciudad, más nerviosa se ponía. Hacía dieciséis años que no pisaba París. Su abuela vivía en el sur, en Grasse, con el resto de su familia francesa: tías, tíos, primos… Hasta Robbie se había instalado en Grasse; todos excepto su padre, y de él no quería saber nada; ni antes de su enfermedad, ni desde que la tenía.
Robbie.
¿Dónde estaba Robbie?
De pequeños, ya eran polos emocionalmente opuestos. Jac siempre encontraba un toque melancólico a las cosas de las que él más disfrutaba. Aun así, tenían mucho en común, y se querían tanto… La diferencia de edad no les había impedido ser cada uno el mejor amigo del otro. Jac era infantil para su edad, y Robbie, mayor para la suya. Juntos y solos en la mansión, se inventaban mundos por conquistar, y juegos que les tenían ocupados durante los largos y áridos períodos en que su padre estaba absorto en el trabajo, y su madre perdida en su infelicidad.
Uno de esos juegos inventados, el de las fragancias imposibles, se había convertido en una obsesión. Sentados frente al órgano de perfumista a escala infantil que les había hecho su padre en la sala de juegos, preparaban fragancias para usarlas a modo de palabras: todo un vocabulario de olores que podían usar como idioma secreto. La risa, el miedo, la alegría, la rabia, el hambre, la pena… Todo tenía su sustancia.
Mirando por la ventanilla, fue reconociendo cada vez más cosas. Cuando el taxista llegó al sexto
arrondissement
, Jac ya oía los latidos de su propio corazón.
Giraron por la rue des Saints-Pères. Había un coche patrulla aparcado de cualquier manera, medio en la acera, medio en la calzada. Dos gendarmes custodiaban la entrada de la tienda. Jac ya había previsto la escena, pero la realidad la estremeció.
La policía la esperaba. Aun así, examinaron su pasaporte: primero un gendarme y luego el otro. Finalmente, le dejaron abrir la puerta con sus propias llaves. Hacía más de dieciséis años que no las empleaba.
Cruzó el umbral sin respirar y miró a su alrededor. Todo se veía como la última vez, a pesar de que en su vida todo hubiera cambiado: los mismos espejos antiguos, que le ofrecían el reflejo (cansado, ojeroso) de su cara, y la consabida mezcla de las fragancias clásicas de la casa, yendo a su encuentro. Miró hacia arriba. En los frescos del techo, como siempre, le daban la bienvenida los encantadores y alegres querubines Fragonard, aunque aquella mañana su jovialidad era un insulto a la gravedad de la situación.
Sus pasos reverberaron en la acristalada tienda. Se paró en el mostrador y pasó los dedos por la fría superficie. Era donde había vendido perfumes su padre, y el padre de su padre, y así hasta el primer L’Etoile, el que había abierto la tienda en 1770: era, como todos los primeros perfumistas, un guantero que usaba las fragancias para impregnar la piel de cabritilla de un aroma más agradable. Al comprobar lo satisfecha que quedaba su clientela, incorporó al género otros productos perfumados: velas, pomadas, jabones, bolsitas, polvos y aceites y cremas para la piel.
A Robbie le encantaban las anécdotas de antaño; conocía a todos sus antepasados por sus fechas, y por las fragancias que habían creado.
Robbie.
No por mucho posponer lo ineludible podría evitarlo. Si había alguna pista sobre dónde estaba Robbie, y qué le había pasado, no la encontraría en la tienda. ¡Qué tontería haber pensado que jamás tendría que volver a enfrentarse al taller!
Su mano tembló al empujar un espejo detrás del mostrador. La puerta secreta basculó. Frente a Jac se abría el pasillo, oscuro y poco acogedor. Se adentró en el vacío.
La puerta de madera maciza del fondo estaba cerrada. Cogió el pomo, pero no lo giró. Todavía no. Si se volvía loca alguna vez, pensó, sería ahí.
Al entrar, sus hombros acusaron el peso de la tristeza de antaño. Buscó indicios de lo que pudiera haber sucedido, pero solo percibía la vieja, conocida y fantasmal fragancia: especias, flores, maderas, lluvia, tierra… Un millón de extractos y destilaciones combinados para crear el olor peculiar y único de aquella sala. A veces Jac se despertaba de un sueño con las mejillas húmedas de llanto, y aquel olor en la nariz.
Casi nunca lloraba, salvo en esos sueños. De niña, al sentir el picor de las lágrimas, ya parpadeaba para no llorar. Su madre era el caso contrario: a menudo Jac se la encontraba ante su mesa del despacho de la torre, con la cabeza inclinada sobre los papeles y el rostro cubierto de lágrimas.
—No llores, por favor —le susurraba Jac.
Ver tan triste a Audrey formaba un nudo en el estómago de la pequeña, que levantaba las manos para secarle la mejilla con una caricia: una hija consolando a su madre. Lo contrario de como tenía que ser.
—Deja de llorar, por favor.
—Llorar no tiene nada de malo, cariño. No se puede tener miedo de los sentimientos.
¡Qué contradictorio había resultado el consejo en una mujer que acabaría rindiéndose a sus sentimientos, y siendo víctima de ellos!
De pronto Jac no pudo seguir aguantando la respiración. La cacofonía de olores del taller era más avasalladora aún de lo que recordaba.
Hacía tantos años que no sufría episodios que creía estar curada, pero por primera vez desde los quince sintió por toda la extensión de los brazos unos escalofríos que jamás había olvidado, como pinchazos de frío dolorosos. Los olores que la rodeaban se intensificaron. La luz se hizo más débil. Cayó la penumbra. Sus pensamientos amenazaban con desvanecerse.
No, ahora no. Ahora no.
En la clínica, Malachai le había enseñado un ejercicio que la ayudaba a controlar las visiones aprovechando sus habilidades innatas. Jac los llamaba sus «preceptos de cordura». Los recordó sin esfuerzo, y siguió la serie de instrucciones:
Abrir una ventana. Una puerta. Buscar aire puro. Hacer respiraciones largas y concentradas. Poner deberes al pensamiento para sacarlo de la vorágine. Reconocer los olores del aire.
Sin ser consciente de haber salido del taller, se encontró fuera, en el patio, respirando el aire fresco y matutino del jardín. Hierba, rosas, lilas y jacintos. Los jacintos de color morado oscuro que bordeaban los senderos estuvieron a punto de hacerla sonreír.
Mientras seguía respirando, dejó atrás las pirámides de boj y entró en el laberinto.
Ya estaba en casa, en su elemento, oculta por los dos cipreses doblemente centenarios cuya poda formaba muros impenetrables, de una altura que impedía ver al otro lado: un complejo puzle de recovecos y caminos sin salida. Quien no supiera orientarse por el laberinto estaba perdido. Jac y su hermano, sin embargo, sabían de memoria el recorrido, al menos de pequeños.
En el centro la esperaban dos esfinges de piedra. Jac y Robbie, en un ataque de risa, las habían bautizado Pain y Chocolat, como su desayuno preferido.
Entre las dos, un banco de piedra; y frente al banco, un obelisco de piedra cubierto de jeroglíficos. Jac se sentó a la sombra de este último.
A nadie de la casa le gustaba entrar en el laberinto. Por eso aquella verde habitación era el escondite de Jac, donde huía del enfado de sus padres o niñeras. Allá estaba a salvo de todos, excepto de Robbie.
Y nunca le molestaba que su hermano viniera a hacerle compañía.
¿Dónde estaba Robbie?
Sintió la amenaza del pánico. No, no le convenía. Tenía que estar lúcida y buscar respuestas. Aspiró el olor, punzante y limpio, y obligó a su pensamiento a regresar al estado del taller. Era un caos. Aunque hubiera indicios de lo ocurrido hacía dos noches, ¿quién podría cribar el desorden para encontrarlos?
Robbie ya le había descrito toda la confusión, todo el desbarajuste que había heredado, pero hasta entonces Jac no lo había entendido en todo su horror. «Una metáfora visual del estado del negocio familiar —le había advertido Robbie—; y del estado mental de nuestro padre.»
Según él, en los últimos años Louis lo guardaba todo, hasta el último papelito, recibo, carta, frasco y caja. Las pruebas visibles rebosaban de los armarios y de las estanterías. Robbie se quejaba de que cada vez que abría un cajón topaba con nuevos problemas.
—¿Mademoiselle L’Etoile?
Los gruesos setos mitigaron una voz masculina.
—Sí —dijo ella—. El laberinto es pequeño, pero es fácil perderse. Quédese donde está, yo salgo a su encuentro.
Tras deshacer sus pasos por los enrevesados pasadizos verdes, Jac vio a un hombre maduro y bien vestido, que miraba ceñudo el laberinto.
—Me he dado cuenta enseguida de que no llegaría. —El hombre tendió la mano—. Soy el inspector Pierre Marcher.
Curiosamente, le sonaba de algo. Su cara le era familiar.
—¿Nos conocíamos? —preguntó.
—Sí —dijo él—, de hace mucho tiempo.
No acababa de identificarle.
—Perdone, pero no…
—Llevo veinte años asignado a este distrito.
Jac asintió al comprender la indirecta.
—O sea, que estuvo aquí aquel día.
—Sí, y hablamos —dijo él con suavidad—. Era usted tan joven… Fue una lástima tremenda que tuviera que encontrarla usted.
Audrey se había suicidado en el taller de su marido, previendo que el cadáver lo encontrase él. Era fin de semana. Robbie estaba en casa de su abuela y Jac en el campo, en la de la familia de una amiga. Sin embargo, volvieron antes de lo previsto porque la otra chica se había puesto enferma, y dejaron a Jac en su casa. No había nadie. Al ver luz en el taller, entró para ver si estaba su padre.
Fue la abuela de Jac quien se metió debajo del órgano, desenredó los brazos de la niña de las piernas de su madre muerta y apartó su cabeza de un regazo que ya no se movía. Jac estaba empapada de lágrimas, y del tinte vertido por cien frascos rotos. De sus dedos colgaban tiras de carne ensangrentada. Tenía las muñecas y los brazos cubiertos de profundos arañazos rojos, que los rodeaban como pulseras.
Al ser Jac quien descubriera el cadáver de su madre, el inspector tuvo que hacerle unas preguntas, pero tardó varias horas en obtener las respuestas; la niña estaba tan desorientada, que no entendía lo que había visto.
Con ella, en el taller, había una multitud que gritaba, furiosa. Huyendo de ella, Jac se había escondido debajo del órgano de perfumista, a los pies de su madre. ¿Y si la encontraban los intrusos? Habían matado a Audrey. ¿Y si la mataban también a ella? ¿Por qué querían destrozar el taller? ¿Por qué estaban sucios? ¿Por qué llevaban ropa tan vieja y andrajosa? ¿Y por qué olían tan mal? Ni siquiera los frascos de perfume que rompían aliviaban el hedor.
No, no sabía cuánto tiempo había estado en el taller. No, no lo había roto todo ella. No, no sabía qué era cierto y qué era imaginado. Ya no. Quizá no volviera a saberlo nunca.
Marcher sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Le molesta —preguntó—, mientras estamos aquí fuera?
Aunque Jac ya no fumara, pidió uno. Marcher le tendió el paquete, sacudiéndolo, y Jac sacó el cigarrillo que se deslizó por la abertura. Cuando lo tuvo entre los labios, el inspector encendió una cerilla y se la acercó. La mezcla de tabaco y azufre brindó una deliciosa distracción.
Jac intuyó que el silencio del inspector tenía algo de disculpa, de reconocimiento de que le sabía mal haber presenciado la tragedia de su juventud.
No aguantó ni una calada al cigarrillo, que era de los fuertes. Lo tiró al suelo de guijarros, y al aplastarlo con el tacón se fijó en el dibujo de piedras blancas y negras que rodeaba el obelisco: el yin y el yang. De eso también se había olvidado: de toda la influencia oriental.
—Vámonos —dijo.
Hizo preguntas a Marcher mientras caminaban.
—¿Han descubierto algo que pueda indicar dónde está mi hermano?
—No, nada.
—¿Y el hombre que han encontrado? ¿Saben quién es?
—También nos está dando problemas.
—¿Qué quiere decir?
—La agenda de su hermano lleva anotada una cita con Charles Fauche, un reportero del
International Journal of Fragrance
. Es verdad que en el periódico trabaja alguien con ese nombre, pero ahora mismo está en Italia, haciendo un reportaje, y se marchó hace cinco días.