—A ti probablemente te parezca mal tener gurús, ¿verdad? —preguntó Robbie.
—Digamos que sobre eso también soy escéptico.
—Digamos.
Se rieron. Después Robbie volvió a ponerse serio.
—Los prodigios existen, amigo mío, pero el cinismo los sume en la invisibilidad. Como tú y mi hermana… impregnados los dos del mundo de la magia y del misterio, pero cerrándoos a él, y convirtiéndolo en algo unidimensional que se estudia y cataloga.
Griffin había visto el programa de televisión de Jac, pero la imagen de la pantalla no le permitía deducir en quién se había convertido, más allá de lo guapa que estaba. Todavía. Llevaba el pelo tan largo como siempre. Griffin se alegraba de que no se lo hubiera cortado: un pelo lustroso y oscuro que caía en ondas por su cuello de cisne; un pelo de cuyo peso aún se acordaba, así como su tacto al introducir en él los dedos y acercar a Jac para besarla. Recordaba sus pestañas, poblado marco de unos ojos de un verde casi lima, en los que a veces veía miedo; un miedo que le dolía y le hacía prometer que la protegería. Cosa que no había hecho, ¿verdad?
Entre sorbo y sorbo de vino, miró el rompecabezas de trozos de vasija. Una cosa era analizar y diseccionar el pasado remoto, y otro hacerlo con el suyo.
—Bueno, pues resulta que Campbell escribió que si sustituyeras «dios» por «bondad» en todos los relatos, mitos, textos religiosos, homilías o tratados, entonces sí que tendrías una religión perfecta como pauta de vida. Si en algo tuviera que creer yo, sería en intentar ser bueno.
El cielo se iluminó con otro relámpago, seguido por un trueno sinfónico que hizo temblar los cristales. El repiqueteo de la lluvia en las puertas se intensificó. Las luces del taller parpadearon dos veces y se apagaron del todo.
Robbie encendió varios cirios y los distribuyó por la sala. Su luz creó un baile de sombras alargadas y siniestras.
—Están impregnados de uno de mis nuevos aromas. Tendrás que decirme si te gusta.
—¿A alguien con tan poca sensibilidad olfativa se lo preguntas?
Griffin acercó uno de los cirios a la cerámica y estudió los fragmentos. Aún quedaba mucho por hacer. Había sido un alivio huir de Nueva York, con todos sus problemas, pero no podía quedarse para siempre. Tenía que acabar la traducción y regresar. Cerró el cuaderno, se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.
—Bueno, yo ya estoy. Con esta luz no puedo hacer gran cosa. Voy a llamar al hotel para saber si tienen electricidad. Si me dicen que sí, te vienes a cenar. Tú a oscuras tampoco puedes hacer mucho.
—No tardará en volver la luz —contestó Robbie—; además, he quedado dentro de una hora con aquel periodista. Está bien que me entrevisten sobre mi nueva línea; un poco de prensa me ayudará bastante a encontrar más salidas que nuestra tiendecita.
En el hotel tenían luz, así que Griffin confirmó sus planes de volver a la mañana siguiente sobre la misma hora, las diez, y se fue, tomando prestado un paraguas.
Mientras caminaba por la calle se acordó de la muñeca de Elsie, y de que le estaría esperando en el hotel. ¡Qué contenta se pondría! Al final de la rue des Saints-Pères no funcionaba la farola, y llovía tanto que no se veía bien. Forzó la vista. Ninguna luz. No se acercaba ningún coche. Bajó de la acera, con una ligereza acentuada por el vino y por pensar en la alegría de su hija. No oyó ni vio el coche que llegaba por la esquina a toda velocidad hasta el momento del impacto.
Nueva York
Lunes, 23 de mayo, 14.00 h
Malachai quería darse prisa, pero corría el riesgo de llamar demasiado la atención. Si lloviera, tendría una excusa, pero hacía calor, y la mayoría de los paseantes de Central Park se tomaban las cosas con calma: gente paseando a sus perros, con carritos de bebé, o admirando simplemente los manzanos y cerezos en flor. Las flores rosadas y blancas perfumaban el aire con su lozanía. De no ser por Jac L’Etoile, dudó que se hubiera fijado. Hasta hacía dos semanas, casi nunca pensaba en los olores. Ahora le tenían absorto.
Al oeste de la Lechería, entró en la Casa del Ajedrez y las Damas. Dentro del edificio rojo y blanco de ladrillo se estaba más fresco. Reconoció el olor afrutado de un tabaco de pipa que no le desagradó del todo. En la primera mesa de la derecha estaban jugando dos hombres. A su izquierda se sentaba un individuo pulcro, de unos treinta y cinco años, con chinos y camisa azul. La pipa, apagada, descansaba encima de su mesa, al lado de las piezas de ajedrez y un libro abierto. Al acercarse, Malachai vio que tenía ilustraciones de tableros de ajedrez.
—¿Qué, por fin estudias la Inmortal de Petrov? —preguntó.
Reed Winston levantó la vista.
—Tenías razón, es una partida muy imaginativa.
Era un hombre casi guapo, de mandíbula cuadrada y facciones marcadas, pero tenía los ojos demasiado pequeños y se le veían demasiado las encías al sonreír (cosa que hacía demasiado a menudo, sobre todo al dar noticias no exactamente buenas).
—Puede que de las más imaginativas de la historia. Y de las más emocionantes.
—¿Vuelvo a poner el tablero? —preguntó Winston.
—No, no tengo tiempo de jugar. Perdona, es que me han entretenido en la oficina. Para lo que sí tengo tiempo es para un café. ¿Te apuntas?
Mientras Winston recogía las piezas de marfil y las guardaba en la caja, Malachai conversó con él acerca de la célebre partida de 1844 entre el maestro ruso Alexander Dmitrievich Petrov y F. Alexander Hoffmann. Al salir del edificio, seguían hablando de ajedrez. Malachai esperó a estar al aire libre para abordar el tema que motivaba su encuentro clandestino.
Malachai mandaba inspeccionar su oficina semanalmente en busca de micrófonos, pero poco podía hacer contra los direccionales, que el FBI ya había usado con él y con la fundación. En los últimos años le habían interrogado acerca de varios robos, hasta le habían detenido; y a pesar de que nunca le hubieran acusado oficialmente de ninguna fechoría, siempre era uno de los principales sospechosos del FBI en cualquier delito relacionado con instrumentos de memoria. Aunque en esos momentos no hubiera ningún indicio claro de que el FBI tuviera puesto el ojo en él, ni motivos obvios para hacerlo, ciertas conversaciones prefería tenerlas al aire libre.
—¿Qué tipo de contactos tienes en París? —preguntó Malachai.
—De los buenos.
Un niño pequeño se soltó de la mano de su madre y se interpuso en su camino. Segundos después le dio alcance su madre, que se disculpó.
Malachai le sonrió y le dijo que no se preocupase. Esperó a que la mujer ya no pudiera oírles para contestar a Winston.
—Yo preferiría de los excelentes.
—Se hará lo que se pueda.
—Esta vez necesitaré garantías.
Pese a no participar personalmente en actividades delictivas, desde hacía unos años Malachai se había visto en más de una ocasión del lado de la ilegalidad. Los legendarios instrumentos no los buscaba solo él; por eso a veces no le quedaba más remedio que recurrir a otras personas para que le hicieran trabajos más bien sucios, que por desgracia nunca habían dado frutos.
—Hemos tenido demasiados accidentes, Winston, y hemos desaprovechado demasiadas oportunidades de primera. Esta vez, si pasa algo, te aseguro que nuestra colaboración en el futuro habrá terminado.
—Teníamos un equipo fabuloso…
Malachai le puso una mano en el hombro. Se les podría haber tomado por un padre con su hijo, o un tío con su sobrino.
—No te estoy pidiendo que defiendas tu trabajo; solo te aviso, ¿vale?
—Vale, perfecto —dijo Winston, esta vez sin una de sus sonrisas marca de la casa.
—Mañana harán entrega en tu domicilio de varias fotos del objeto, junto con un nombre y una dirección.
—¿«Domicilio»? ¡Ja! Si vieras mi piso, es la última palabra que usarías.
Habían llegado a una pérgola de glicinias, de unos tres metros de longitud, sobrecargada de frondosas ramas verdes y pletórica de flores de color lavanda. Las vidrieras de Tiffany con glicinias de la fundación eran preciosas, pero mucho más lo eran las plantas de verdad. Malachai levantó la cabeza hacia las flores, que colgaban bajas, y aspiró su aroma. No recordaba haberlo hecho nunca. Gracias a sus últimas lecturas, se había enterado de que hay flores de las que se puede extraer el olor. Los químicos lo reproducían con productos sintéticos que se aproximaban, pero sin estar casi nunca a la altura de la obra de la naturaleza. Al volver al despacho, llamaría a Jac para saber si la glicinia figuraba entre ellas.
—¿Tú has olido alguna vez las glicinias? —le preguntó a Winston.
—¿Olido? Que yo sepa, no. —Winston puso cara de perplejidad, y olfateó—. Pues mira… —Aspiró otra vez—. Creo que sí las había olido. Me recuerdan a la casa de mi abuela. Debía de ser aquella parra tan grande que crecía en el porche de delante.
—Los olores despiertan recuerdos. A veces te encuentras por casualidad un olor, y de golpe te acuerdas de todo un día de tu infancia. Es un recuerdo tan vivo, que parece que hubiera sucedido pocas horas antes. —Malachai no tenía por costumbre divagar—. Es un tema que he estado estudiando.
—¿Porque está relacionado con lo que quieres que encuentre?
—Sí.
—Y cuando lo encuentre, ¿lo querrás?
—No; de momento solo observamos, pero sin tocar.
El ex agente de la Interpol arqueó las cejas.
—¿Y eso es lo que quieres que organice?
—Sí. Esta vez lo haremos todo más despacio, y con más cuidado. No puedo permitirme otro paso en falso. Además, los implicados son amigos míos.
—¿Jugar sobre seguro?
Malachai asintió con la cabeza. Los instrumentos de memoria que hubieran pervivido durante tanto tiempo podían estar en cualquier sitio. Lo sabía él, y lo sabía el FBI. Podían ser objetos que estuvieran ante sus narices, pero sin ser vistos; podían estar enterrados entre ruinas, o expuestos en un museo, o en una tienda de antigüedades, o en la vitrina de curiosidades de alguna abuelita. Hasta la fecha, la búsqueda había durado años y había costado una fortuna; no solo en dinero, sino en vidas. Nadie podía saber si se prolongaría mucho o poco. Lo que buscaba Malachai era una sola herramienta, intacta y en funcionamiento; nada más.
Por desgracia, era como decir que «solo» querías bajar una estrella del firmamento.
De momento, el hallazgo de una herramienta estaba resultando ser un sueño imposible, pero Malachai no podía desistir. Había consagrado su vida al estudio de la reencarnación, y tenía grandes planes para reorientar la creencia del ser humano en las vidas pasadas, presentes y futuras. Quería regalarle al mundo la esperanza.
Sin embargo, no era su única motivación, ni la razón de que tuviera prisa. Para ser octogenario, su padre gozaba de muy buena salud, pero ¿durante cuántos años seguiría en posesión de sus facultades mentales? Malachai no podía tardar mucho en ponerse al corriente de sus propias vidas pasadas. Si lo que él sospechaba era cierto, quería oír la reacción de su padre, y saborear su dolor al darse cuenta de lo que había descartado con tanta displicencia.
Tres veces había estado Malachai a punto de hacerse con un instrumento, y otras tantas había fracasado. No podía haber una cuarta.
—Llevamos demasiado tiempo caminando —observó—, pero antes de irme, creo que me convendría que siguieras la pista al agente Lucian Glass. Comprueba que no se esté fijando en mí, ¿de acuerdo? Si vemos alguna señal de que sí, te pediré que te replantees nuestra estrategia.
Y sin despedirse, ni darle al ex agente ninguna señal de que se iba, dio media vuelta y empezó a bordear el lago por donde había venido. Solo hizo una parada, bajo la pérgola de las glicinias, para inhalar una vez más la dulce fragancia de las flores violetas.
París
Lunes, 23 de mayo, 20.30 h
Para Robbie fue una agradable sorpresa que el reportero llegara con total puntualidad, a pesar de la lluvia.
—Soy Charles Fauche —dijo su visitante, sin darse cuenta de que su paraguas estaba dejando un charco de agua en el parquet del siglo
XVIII
.
—Sí, sí, y yo Robbie L’Etoile. Pase. Deje que me ocupe yo de esto.
Tomó el paraguas y lo depositó en un paragüero de Meissen.
—¿Le sirvo algo caliente de beber? ¿Café? ¿Té? —preguntó al llevar al periodista (un hombre maduro) por la tienda y el pasillo.
—Un té, con mucho gusto.
—Me impresiona su valentía. Está cayendo una señora tormenta —dijo Robbie, abriendo la puerta del taller y haciendo entrar a Fauche.
—Ya había salido. Es que tengo un plazo de entrega muy justo. Espero que no tuviera usted otros planes…
—No —dijo Robbie—. La verdad es que estoy entusiasmado con el interés de la revista por mi línea.
Su última aparición en la prensa había sido ocho años antes, al irse a vivir al sur de Francia. Que un L’Etoile de la sexta generación montase una empresa de perfumes selectos en Grasse era toda una noticia. Ahora querían saber cómo le iba.
—Siéntese. —Robbie ofreció al periodista una de las sillas tapizadas del rincón—. Voy a poner el té en marcha.
Encendió el hervidor eléctrico y después llenó la cestita de alambre con una generosa ración de fragantes hojas de té.
—Esto es Sur le Nil, una mezcla de té verde, algunas especias de Egipto y cítricos. ¿Sabe usted de tés?
Fauche sacudió la cabeza.
—Normalmente me conformo con que esté caliente, aunque suena bien.
Se oyó silbar el hervidor. Robbie lo apagó y siguió el ritual de verter una pequeña cantidad de agua para calentar la tetera. La removió un poco para asegurarse de que se hubieran humedecido bien las hojas, y después la llenó. Finalmente, la puso en una bandeja donde ya estaban preparadas dos tazas y unas servilletas de papel.
—Aquí tiene —dijo, dejando la bandeja en la mesa baja que tenía delante el reportero.
—¿Puede contarme algo sobre la inspiración de sus nuevos perfumes? —preguntó Fauche, empezando la entrevista sin preámbulos.
—Yo soy budista —dijo Robbie.
—¿Y?
El reportero arqueó las cejas.
—Pues que mis creencias han influido mucho en esta línea. He usado la idea del yin y el yang para crear pares de olores que acentúan nuestras naturalezas espiritual y sensual.
—Interesante.
Fauche hizo unos garabatos en una libreta; nueva, observó Robbie. El té ya llevaba bastante tiempo en infusión. Robbie vertió el líquido humeante, y al tender la taza a Fauche, sus dedos rozaron sin querer la chaqueta de cuero gastado de este último. Estaba empapada. ¿Por qué no se la había quitado?