—Bastante para vivir en una de las zonas más exclusivas de París —dijo Bob—. ¿Las iniciales son R. L. E.?
John arqueó las cejas y fue mirando a los demás.
—Vaya, pues sí que es el mismo tío —dijo finalmente—. Creo que habrá que ir a buscar a un poli.
París
14.15 h
Jac le vio antes que él a ella mientras cruzaba la puerta del bar. Caminaba con la misma soltura de siempre. Jac aún se acordaba de la gracia de sus movimientos, a pesar de su estatura. La boca de Griffin dibujaba una horizontal de seriedad. Sus ojos, de un gris azulado, tenían el color de un mar embravecido. Al verla, sin embargo, sonrió tal como recordaba ella: una sonrisa peculiar, satisfactoria, que le levantaba un poco más la comisura derecha. El pelo, a pesar de algunas hebras plateadas, seguía siendo abundante, con ondas que caían por la frente. Ladeó ligeramente la cabeza hacia la izquierda, y sus cejas se elevaron casi imperceptiblemente: una sola mirada que bastó para transmitir la hondura de su preocupación por Jac. Ella recordó la sensación de pensar que estaban hechos el uno para el otro.
En las últimas horas, cada vez que se había permitido imaginar aquel momento, Jac no había visualizado que Griffin la abrazase sin que se hubieran dicho nada, pero fue lo que hizo: cogerla en brazos sin titubear y estrecharla.
Jac aspiró su olor. Por inverosímil que fuera, seguía siendo el mismo de siempre.
—Lo siento —dijo Griffin al soltarla—. Le encontraremos. Estoy seguro.
Se sentaron. A pesar del jet lag, del shock de la desaparición de Robbie y de que la policía hubiera descubierto un cadáver sin identificar en el taller, Jac sintió despejarse algo en su interior. A quien tenía delante era a Griffin, mirándola a los ojos. ¿Cómo podía seguir ejerciendo tanta influencia sobre ella? Como si no hubiera pasado nada de tiempo, cuando había pasado toda una vida… Al irse, la había dejado tan perdida y furiosa que nunca había querido volver a verle. Ahora estaba con él, y necesitaba su ayuda.
Vino el camarero y pidieron dos cafés.
—Lo siento —repitió Griffin.
—¿Por qué te disculpas? ¿Podrías haber hecho algo para impedir lo que ha ocurrido?
Él se encogió de hombros.
—No, probablemente no, pero estaba con él; acababa de irme.
No le quitaba la mirada de encima.
—¿Cuánto tiempo hace que estás en París? —preguntó Jac.
—Pocos días.
Griffin puso las manos encima de la mesa. Tantos años trabajando con piedras y arena habían dejado huella. Jac se preguntó hasta qué punto sería rasposo el contacto de sus dedos en su piel.
—¿Por trabajo?
—Más o menos. Robbie se enteró de que me he separado de mi mujer, y me pidió que viniera a ayudarle en una cosa.
—¿Habéis seguido siendo amigos? Robbie nunca me ha hablado de ti.
—Mantenemos el contacto. Yo sí que te he ido siguiendo.
Otra sonrisa, algo triste esta vez.
—¿En qué le ayudabas?
—Había encontrado algo y me pidió que averiguase qué era.
—No seas tan críptico. Tú siempre tan avaro en detalles… —Jac sonrió a medias al acordarse de aquel rasgo de Griffin, y de lo fastidioso que le resultaba. Después volvió a dominarla la preocupación—. ¿Para qué necesitaba ayuda?
—¿No te lo había contado?
Se quedó callada pensando en la última vez que había visto a su hermano, y en la conversación mantenida en la cripta de su madre.
—Creo que lo intentó, pero estábamos discutiendo.
—Sí, ya me lo dijo.
—¿Ah, sí?
—Desde el jueves, hemos pasado entre doce y catorce horas juntos al día, y hemos hablado mucho.
—¿Entonces ya sabes en qué condiciones se encuentra Casa L’Etoile?
El camarero trajo los cafés. Jac se bebió el suyo demasiado deprisa y se quemó la lengua, dolor que agradeció, como alivio de tanta turbulencia emocional.
—Robbie tenía la esperanza de que su descubrimiento pagase una parte de los préstamos.
—¿De qué estamos hablando? ¿Qué encontró? ¿No me lo puedes contar de una santa vez?
—Al tomar el relevo de vuestro padre, Robbie se encontró el taller patas arriba. ¿Lo has visto?
Jac asintió.
—Según Robbie, era como si vuestro padre se hubiera puesto a buscar su memoria, y al buscarla lo hubiera destrozado todo. En uno de los montones, Robbie halló una cajita con trozos de cerámica. Investigó un poco y descubrió que eran del antiguo Egipto. Fue por lo que vino a verme a Nueva York, y yo accedí a ayudarle. He conseguido determinar que el objeto era una vasija redonda de la dinastía ptolemaica, y que contenía una sustancia cerosa, como una especie de pomada. El cuerpo está decorado con jeroglíficos que cuentan la historia de dos enamorados que usaron el perfume para recordar sus vidas anteriores y encontrar sus
ba
, sus…
Griffin había usado la palabra en egipcio antiguo.
—Almas gemelas —concluyó Jac en su lugar, recordando la historia que les había contado su padre a ella y Robbie: el antiguo libro de fórmulas, y la fragancia descubierta doscientos años antes en Egipto. El tesoro perdido de los L’Etoile.
—La leyenda de tu familia es verídica, Jac. Robbie ha encontrado la prueba.
—¿La prueba de qué? —Jac pasó un dedo por el borde de su taza de café, palpando su lisura y redondez—. Los fragmentos de cerámica se pueden imitar. En el siglo XIX ya se ganaba mucho dinero con el negocio de las falsificaciones. Con una historia así se venderían más perfumes. No existe ningún olor que desencadene…
Dejó la frase a medias, recordando el episodio del taller.
Algunos psicólogos tenían la teoría de que ciertos olores podían provocar episodios psicóticos. Los científicos de Blixer Rath habían hecho experimentos con Jac, sin lograr, no obstante, reacciones olfativas.
Griffin la miró, más preocupado que antes. Siempre la había interpretado tan bien, y había reaccionado con tanta rapidez a sus cambios de humor o a sus pensamientos… Jac se sorprendió de que conservara aquel don.
—¿Qué te pasa? ¿Jac?
Una noche se habían sentado juntos en la cama, en la oscuridad, y se habían contado sus secretos: Griffin, el de su padre, y Jac, el descubrimiento de su madre muerta. También los episodios. En ese momento, sin embargo, no tenía ganas de hablar de sus demonios íntimos, y menos después de tantos años.
—No existe ningún libro de fórmulas.
—Cleopatra tenía un taller de perfumes, Jac. Eso es verdad. Lo mandó construir Marco Antonio para ella. Lo han encontrado en el desierto, en el extremo sur del mar Muerto, a treinta kilómetros de Ein Gedi. También hallaron perfumes antiguos.
—No existe ningún perfume de almas gemelas —dijo ella—. Son todo fantasías. El perfume es eso, magia e imaginería. Se lo inventaron todo mis antepasados para darle más aura a Casa L’Etoile.
La mirada de Griffin se oscureció. Jac había olvidado que sus ojos podían perder sus tonos azulados con los cambios de luz y adquirir la impenetrable frialdad del acero.
—No es todo inventado —dijo él con vehemencia—. Los trozos de vasija son auténticos, y el análisis químico de la arcilla demuestra que estaba impregnada de aceites antiguos.
—Pues entonces, Robbie debería haber podido reconstruir el olor y demostrar si tiene algún efecto. Puede conseguir los mismos aceites y esencias que usaban los egipcios.
—Parece que algunos ingredientes no se pueden identificar, Jac. El laboratorio no consiguió aislarlos, y Robbie tampoco los reconoce con el olfato. La lista está en la inscripción de la vasija. Es en lo que estábamos trabajando.
Mientras Griffin profundizaba en sus explicaciones, Jac volvió a hacerse la misma pregunta de antes, a pesar de su convicción de que la supuesta fragancia era pura fantasía, y de que lo que daba a entender Griffin carecía de cualquier lógica. ¿Cuál era la nota olfativa que siempre había percibido en el taller, aquel aroma inidentificable que ni su hermano ni su padre eran capaces de oler, pero ella sí? ¿Tenía algo que ver con sus ataques?
Nueva York
Miércoles, 25 de mayo, 10.30 h
Malachai subió por la escalinata de la biblioteca pública de Nueva York. La mañana era más calurosa de lo normal, y pese a la brevedad del recorrido entre el taxi y la puerta, agradeció el oasis de frescura y penumbra que encontró al entrar.
Un agradecimiento que era mutuo.
Después de tantos años estudiando oscuros tratados sobre la teoría de la reencarnación, se había aprendido de memoria los majestuosos espacios de la biblioteca, y sus más secretos rincones. Era un ente vivo que se daba a los demás con mucho gusto, y valoraba a quienes lo valoraban. Una idea romántica, para qué negarlo, pero que a Malachai le complacía.
Se paró un momento al fondo del vestíbulo, al pie de la escalera, para hacer acopio de fuerzas. Dos años antes, un accidente durante un concierto en Viena le había dejado un dolor leve pero constante en la cadera, que empeoraba al subir escaleras.
Miró hacia arriba, fascinado por los techos altos, que elevaban su espíritu y le llenaban de veneración y sobrecogimiento. La biblioteca era un lugar de culto al afán creativo y a la búsqueda del saber.
Reed Winston estaba en una mesa larga de la sala de lectura principal, con media docena de libros, y cuando Malachai pasó a su lado, no se giró. Tampoco acusó recibo de la presencia de su jefe ocho minutos más tarde, cuando Malachai se sentó enfrente.
Malachai abrió el libro que había pedido:
Cartas de D.H. Lawrence
. Lo hojeó en busca de una página específica. Al encontrarla, sacó de su bolsillo un librito encuadernado en piel y tomó apuntes.
Durante la siguiente media hora, estuvieron sentados frente a la misma mesa llena de rasguños, compartiendo la misma lámpara de cristal verde, y dando la impresión de ignorarse mutuamente. A las once, Malachai devolvió el libro en el mostrador principal y se fue.
Llegó a la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cuarenta justo cuando se ponía el semáforo en rojo.
—Me parece que se ha dejado esto en la biblioteca.
Se giró.
Winston, jadeante, le tendía su cuaderno de piel.
—Es verdad. Gracias.
Winston sacudió la cabeza.
—No hay de qué.
Si Winston no le hubiera seguido, Malachai habría entendido que el ex agente temía que les estuvieran vigilando.
El semáforo cambió de color. Cruzaron la calle, y al llegar al otro lado se pusieron a hablar de verdad, yendo hacia Madison Avenue.
—¿Qué narices ha ocurrido en Francia? —preguntó Malachai—. Me habías dicho que tenías a los mejores y que no pasaría nada raro. Me habías dado garantías de que no perderíamos de vista al objetivo.
—Son los mejores.
—¿Y aun así, Robbie L’Etoile ha desaparecido?
—Sí; parece imposible, pero es lo que me ha dicho mi contacto.
—¿Lo sabe la policía?
—Sí. L’Etoile está en paradero desconocido, y es el principal sospechoso en la investigación sobre el asesinato.
—¿Y siguen sin haber identificado a la víctima?
Winston asintió con la cabeza.
—¿Y la hermana de L’Etoile?
—Vigilada.
—¿Por quién?
—Por los mejores que tenemos.
Malachai le miró.
—No se podría haber hecho nada para impedirlo —alegó Winston, aunque Malachai no hubiera dicho nada—. Lo que ha pasado era imprevisible.
—A ti, y a los hombres que trabajan para ti, se os paga para tenerlo todo previsto.
—Sí, pero es imposible.
Por muy disgustado que estuviera Malachai, sabía que el agente tenía razón: había cosas imposibles de prever. Por ejemplo, darse cuenta de golpe, a los cincuenta y ocho años, de que te rodea un mundo de olores.
—Esto no se me va escapar de entre los dedos. Me niego.
Malachai se refería a una vasija, pero pensaba en una mujer.
—Lo comprendo.
—Habrá que viajar a París —dijo.
—Puedo salir esta misma noche.
—No, tú no; el que se va soy yo.
No le gustaba dejar su consulta sin previo aviso. Los niños a los que ayudaba eran sagrados. Ahora bien, si los fragmentos de cerámica eran un instrumento de memoria, y si habían desaparecido, tenían prioridad. Ya se las arreglaría para que otro psicólogo se ocupara de sus casos durante unos cuantos días. No podía fiarse de que viajara otra persona a Francia.
—Saldré mañana en avión. Despide a todos los que tengas trabajando en París, y búscame a alguien que no sepa lo que quiere decir la palabra «imposible»; ni en francés, ni en inglés.
París
Miércoles, 25 de mayo, 15.45 h
Cuando Jac y Griffin volvieron al taller (para que él pudiera enseñarle las fotos y leerle su traducción del relato de la vasija), les esperaba el inspector Marcher.
—Me han llamado de la policía del valle del Loira —dijo sin preámbulos.
—¿Y? —preguntó Jac.
No se dio cuenta de toda la tensión concentrada en aquel «y» hasta que Griffin le cogió con suavidad el brazo.
—Han encontrado la cartera y los zapatos de su hermano a la orilla del río —informó el inspector con tono neutro y carente de emoción, como si hablara del tiempo.
Jac, que estaba de pie, buscó el asiento más cercano. Se derrumbó en la silla del órgano de perfumista.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Nada concluyente. Es posible que se lo robase alguien y lo tirase al río.
—¿Robarle los zapatos?
Respiró hondo para no ceder al pánico: una vez, dos veces… Y a pesar de que estuvieran hablando de la desaparición de su único hermano, le distrajo la súbita conciencia de volver a inhalar el misterioso olor que con tal fuerza la había transportado hacía unas horas; un olor que flotaba en las inmediaciones del órgano como una nube. Volvió a sentir el leve mareo de antes.
—¿Para qué iban a robarle los zapatos?
—Aún no sabemos qué ha pasado. Por eso hemos organizado una batida por toda la zona —explicó el inspector.
Jac miraba los pequeños frascos de cristal que reflejaban el sol de la tarde. No había polvo en ningún sitio. Robbie lo tenía todo muy limpio.
—¿Su cartera y sus zapatos? ¿Está seguro de que son de Robbie?
—Lo siento, pero sí.
Algunas etiquetas de los frascos estaban escritas a mano por su abuelo, y otras por su padre. También Robbie debía de haber escrito alguna, ya que llevaba tres meses trabajando en el taller. Seguro que había traído algún producto sintético nuevo. Jac, sin embargo, no encontró una sola etiqueta con la letra de su hermano. No había pruebas de la existencia de Robbie en el último lugar donde había estado.