El libro de las fragancias perdidas (16 page)

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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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Paseando por la orilla del Sena, y viendo pasar un barco de turistas, intentó persuadirse de que todo iría bien. Al llegar a la esquina de la rue des Saints-Pères, casi se había convencido. Entonces vio los coches de la policía.

¿Qué ocurría?


La rue ici est fermée
—dijo el policía cuando Griffin llegó al cordón.


Mais j’ai un rendez-vous avec monsieur L’Etoile
—contestó él en su mejor francés del instituto.

—¿Con monsieur L’Etoile? —preguntó el policía, pasando al inglés—. ¿Esta mañana?

—Sí, esta mañana; ahora.

—Espere, ¿de acuerdo? Voy a buscar a alguien.

Regresó diciendo que el inspector quería hablar con Griffin y le hizo pasar al interior de la tienda. Dentro estaba Lucille, sentada frente a una de las mesas antiguas. Tenía los ojos rojos, y apretaba con tal fuerza un pañuelo arrugado, que sus nudillos se le habían puesto blancos como el hueso.

—¿Qué pasa? —preguntó Griffin—. ¿Qué ha sucedido?

—Cuando he llegado, la tienda no estaba cerrada con llave. —Lucille abarcó con la mirada todo el establecimiento—. Pero no se veía nada fuera de su sitio. —Se giró y miró fijamente los estantes de cristal, llenos de frascos de líquidos, como si volviera a interpretar lo que había ocurrido poco antes—. He pensado que monsieur L’Etoile me había dejado la puerta abierta y se había tenido que ir al taller; no sería la primera vez, así que he hecho lo que hago normalmente, sin imaginarme nada. Yo al taller nunca voy, nunca. Siempre sale a saludarme monsieur L’Etoile cuando pido café para los dos, que es a las nueve y media. —Señaló la entrada de la calle—. Va de la casa al taller, y del taller aquí.

Durante la explicación de Lucille, llegaron y se fueron varios oficiales y agentes, serios y en silencio. Algunos murmuraban entre sí o hablaban por teléfono; otros hacían fotos, buscaban huellas dactilares y recogían fibras de la alfombra.

—Al ver que monsieur L’Etoile no llegaba, he esperado. No me gusta molestarle, aunque él diga que no le importa. Es tan atento…

Se quedó callada, cerrando los ojos.

—Luego han llamado por teléfono. Como él esperaba la llamada, le he avisado por el interfono, y al ver que no contestaba he ido a llamar a la puerta. Normalmente, cuando no contesta nunca voy, pero ayer me había dicho que era una llamada muy importante. He vuelto a llamar… No sé si he hecho mal en entrar… Debería habérselo dejado a la policía… Ahora jamás se me olvidará. Quedará grabado en mi memoria para siempre.

—Lucille, por favor, explíqueme qué le ha pasado a Robbie.

Ella sacudió la cabeza.

—No lo sé, no estaba. En casa tampoco está, ni lleva encima el móvil, que está sobre su mesa.

—Pero todo esto… —Griffin hizo un gesto, refiriéndose a la actividad policial—. No puede ser solo porque no esté.

—Había un hombre en el suelo.

Lucille hablaba con un ritmo entrecortado, como si solo pudiera pronunciar una cantidad limitada de palabras cada vez.

—No he sabido qué hacer. Parecía enfermo. Le he tocado… —Otra interrupción. Griffin vio temblar su cuerpo—. Estaba frío. Estaba… estaba… Ni siquiera he tenido que comprobarlo… Ya sabía… que estaba muerto.

Ahora lloraba desconsolada. Griffin acercó la silla para poder pasar un brazo por la espalda de aquella mujer a quien apenas conocía, pero que estaba asustada, y sola, reviviendo una pesadilla que la perseguiría con seguridad durante el resto de su vida.

—¿Y entonces ha llamado a la policía?

—Sí. Han venido enseguida, pero monsieur L’Etoile sigue sin aparecer.

—Tiene que estar en algún sitio, Lucille. ¿Puede ser que no dejaran abierta la puerta de la calle, sino que la forzaran? ¿Han entrado a robar? ¿Falta algo?

Un hombre les interrumpió antes de que Lucille pudiera contestar.

—¿Es usted monsieur North?

Era bastante bajo (un metro setenta) y delgado. Le sentaba bien el traje azul marino, y su camisa blanca parecía limpia. Llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, y unas gafas elegantes con montura de alambre. En vez de ceja derecha tenía una cicatriz blanca e irregular, como una grieta en una cerámica vidriada sin ningún otro defecto.

—Yo soy el inspector Pierre Marcher, y querría hacerle unas preguntas.

Al hablar, la zona del ojo derecho no se le movía en absoluto. Su inglés era casi perfecto.

—Faltaría más.

—¿Le importaría dejarnos solos, mademoiselle Lucille?


Pas de problème
—dijo ella, levantándose.

El inspector se sentó donde ella y se sacó del bolsillo una grabadora en miniatura, que dejó sobre la mesa, entre los dos.

—¿Tiene algún inconveniente en que grabe la conversación? Me resulta más fácil que tomar notas.

Griffin sacudió la cabeza.

—¿Puede explicarme por qué está en París?

Una vez que Griffin le contó el motivo de su viaje, Marcher le preguntó dónde se alojaba.

—En el hotel Montalembert, a unas manzanas de aquí.

—Muy buen hotel. ¿Puede decirme qué hizo ayer?

—Estuve trabajando todo el día aquí, con la cerámica, y hacia las siete volví al hotel.

—¿O sea, que salió en pleno apagón, y con tormenta?

Griffin asintió a la pregunta, formulada con tono de incredulidad.

—El hotel está a pocas manzanas —repitió.

Justo cuando lo explicaba, vio la imagen del coche apareciendo demasiado deprisa en la esquina, como por arte de magia.

—¿Qué pasa, monsieur North?

Se lo explicó.

—¿No llegó a alcanzarle?

—Por muy poco.

—¿Recuerda algún detalle del coche?

—Era un turismo oscuro.

—¿Y algo más, aparte de que fuera un turismo oscuro? ¿La matrícula, o la marca?

Griffin sacudió la cabeza.

—No; llovía demasiado, y el coche iba demasiado deprisa.

—¿Durante su estancia en París ha habido algún otro incidente de este tipo?

—¿Accidentes, o que hayan estado a punto de serlo?

—Como prefiera llamarlos.

—No, ninguno. Hasta este momento, mi estancia había sido tranquila.

Marcher se quedó pensativo, como si necesitara tiempo para asimilarlo.

—Y anoche, al irse, ¿monsieur L’Etoile no salió con usted? Estaban a oscuras, ¿verdad? Se había ido la luz.

—Sí, pero encendió unas cuantas velas.

—Después de que usted se fuera, ¿monsieur L’Etoile volvió a la casa?

—No lo sé. Yo le dejé en el taller. Dijo que estaba citado con un periodista.

—¿Y ese periodista llegó antes de que usted se marchara?

—No.

—Cuando usted se fue, ¿había alguien con monsieur L’Etoile?

—No, nadie.

—Hemos encontrado una bandeja de joyero encima de su mesa —dijo Marcher—. ¿Sabe algo de eso?

—Sí; es donde guarda Robbie los fragmentos de cerámica en los que estamos trabajando.

—¿Y la última vez que los vio estaban en la bandeja?

—Sí, claro. Son antiguos, y frágiles. Yo estoy intentando que encajen para poder leer la leyenda que hay en un lado de la vasija, pero no los saco de la bandeja.

El inspector no había apartado ni una sola vez la vista de los ojos de Griffin. Su tono estaba siendo equilibrado y curioso, pero no acusador. Aun así, Griffin era consciente de que le estaban interrogando, y de que algo se avecinaba. Lo que no sabía era qué.

—¿Le sorprendería, por lo tanto, saber que la bandeja está vacía?

Se quedó de piedra.

—¿Vacía?

—¿Está seguro de que al final del día monsieur L’Etoile no los sacaba de la bandeja y los guardaba en otro sitio?

—No; durante todo el tiempo que he estado trabajando en la cerámica, él la ha tenido siempre en la bandeja. De noche guardaba la bandeja en una caja fuerte empotrada. Ahora bien, lo que hizo anoche no lo sé. Yo me fui antes.

—Es decir, que cuando usted se marchó, monsieur L’Etoile estaba solo. Unas catorce horas más tarde, cuando hemos llegado nosotros, hemos encontrado un muerto en el suelo, la bandeja en la mesa sin su contenido, y ni rastro de su amigo. ¿Le importa si registramos su habitación de hotel?

—¿Se creen que tengo algo que ver? ¿En serio? ¿Y habría vuelto por mi propio pie?

—No es muy probable, no; a menos que… —El inspector hizo una pausa para pensárselo. Su ojo izquierdo parpadeó; no así el derecho—. A menos que sea justamente por lo que ha vuelto: para dar menos verosimilitud a las sospechas.

16

Nanjing

Martes, 24 de mayo, 20.00 h

Un funcionario de semblante adusto sacó unos vaqueros de la maleta de Xie, los desdobló y registró metódicamente todos los bolsillos.

Xie, que estaba con Cali al otro lado de una mampara de plástico, miró hacia otra parte; estaba nervioso, pese a saber que las inspecciones puntuales de salida no eran ninguna anomalía en China, y que en su equipaje no había ningún artículo de contrabando. ¿Por qué le elegían justo a él? ¿Habría adivinado Chung que Xie tenía otras razones para querer hacer el viaje, y habría dado la alerta?

—Después de este control tendremos que separarnos —dijo Cali, señalando la siguiente zona de seguridad.

Xie pensó que su mano parecía una flor bajo la brisa.

—Nos despediremos, y luego tú te irás.

Se alegró de que Cali le distrajera del guardia, que le ponía más nervioso con cada prenda que sacaba de la bolsa.

—¿Te habías ido alguna vez tan lejos? —preguntó Cali.

—No, nunca he salido de China. —Le sorprendió lo fácil que le resultaba a veces mentir, incluso con alguien a quien tanto apreciaba—. El año pasado fui a Hefei para ver cómo le daban el premio Lanting al profesor Wu.

Era un premio a la excelencia caligráfica, el más prestigioso de toda China.

El guardia sacó de la maleta un jersey gris y lo sacudió. Xie procuró no mirar fijamente.

—No me refería a dos horas y media en autobús —dijo Cali—. Esta vez sales de China. En avión. Verás otros países. Comerás cosas que no sabrás qué son.

Los ojos de Cali brillaron al pensar en el viaje.

—A ti también deberían haberte elegido —dijo Xie—. Lo haces igual de bien que todos los seleccionados, y mejor que la mayoría.

—Pero soy demasiado directa, casi subversiva. —Cali se rió—. No me molesta que no hayan seleccionado mi obra; lo que me molesta es que tú salgas y yo no. Me gustaría ver todo el arte que verás tú. —Bajó mucho la voz, a pesar de la mampara—. Y hablar con la gente que conocerás; contarles lo que pasa aquí de verdad.

—Ya lo sé —dijo Xie.

El guardia desenrolló unos calcetines negros y buscó en su interior.

—Se lo contaré yo.

Los ojos oscuros de Cali brillaron de rabia.

—No, no lo harás —dijo—. No te arriesgarás. Te conozco. Tendrás cuidado. Por favor, Xie, no tengas cuidado. Necesitamos contarle a la gente lo grave que es aquí la censura, y lo que hacen para controlarnos.

Xie había tardado dos años en fiarse bastante de Cali para contarle que tenía un secreto; y al explicarle de qué se trataba, se había guardado la mitad. «Quiero hacerme monje budista.» Era lo único que le había dicho. Las otras palabras no sabía pronunciarlas; no sabía cómo traducir en frases enteras la historia que llevaba encerrada en su interior, la de cuando le habían reconocido como lama, la de los años en el monasterio, el incendio y el secuestro.

Perpleja ante el deseo de Xie de llevar una vida tan austera, Cali se había enfadado con él por no saber exponer los motivos por los que daba tanta importancia a ser monje. Ella le había pedido que en vez de eso se uniera a su grupo de amigos, jóvenes radicales que querían cambiar China, y pasara a formar parte de la nueva generación que abría puertas.

Xie, sin embargo, deseaba tomar la otra dirección: el camino de vuelta a un mundo de meditación y aislamiento que prácticamente había desaparecido.

A pesar de no entenderlo, Cali aceptó ayudarle, y usó sus conocimientos de hacker que le permitían saltarse los controles de internet en China, para mandar de parte de Xie e-mails encriptados a monasterios de otros lugares del mundo. Convencida de que Xie pedía orientación espiritual, nunca se había enterado de lo que ponía de verdad en los mensajes, ni de lo que estaba tratando de organizar su amigo.

Y ahí estaban. Cali quería cambiar el mundo, pero era Xie quien se iba de viaje para tratar de conseguirlo. Dado que, con todo su pesar, Xie no podía explicarle que tenían los mismos objetivos, y que el viaje formaba parte del esfuerzo por cumplirlos, al menos podía consolarla.

—Ya llegará tu oportunidad —dijo—. El año que viene. De todos modos, los que más posibilidades tienen siempre son los de segundo de posgrado. El año que viene.

En ese momento el guardia estaba examinando las zapatillas deportivas de Xie, empezando por la izquierda y siguiendo por la derecha. Hasta sacó las plantillas. Por la espalda de Xie corrían gotas de sudor. ¿Sería una simple táctica dilatoria, hasta que llegase un funcionario de mayor graduación y le detuviese? No, no lo habrían montado así. No fingirían. Si sospechasen de él, le arrestarían y punto. ¿O no?

—No te olvides de nada de lo que veas. —Cali había pasado de una de sus pasiones a otra. Lo que la entristecía ahora era lo artístico—. Con tantos cuadros y esculturas…

Poco importaban, sin embargo, los cuadros y esculturas; lo importante no era Londres, ni Roma, sino París, que era donde estaba la oportunidad de Xie. Era a París adonde tenía que ir, por muchos obstáculos que hallase en el camino. Sería en París donde realizase una declaración política que por fin enorgullecería a Cali.

Siempre y cuando, naturalmente, saliera de China, y su gobierno no averiguase sus planes. Siempre y cuando no hiciera nada que despertase las sospechas de alguno de los alumnos afiliados al Ministerio de Seguridad Pública que le acompañarían.

El gobierno tenía espías infiltrados en todos los ámbitos de la sociedad: simple gente de a pie que participaba activamente en el trabajo, u organización, o universidad, que vigilaban, para estar siempre bien integrados, pero cuyas instrucciones eran observar e informar de cualquier actividad que se saliera de lo normal.

Xie tenía la sospecha de que los alumnos de la República Popular de China participantes en el viaje extremarían la vigilancia. A donde fuera le estarían observando varios ojos, que tomarían nota de todos sus actos. Si no era concienzudo, corría el riesgo de ponerse nervioso, e incómodo.

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