—Malachai se ha llevado una decepción muy grande. También me ha preguntado por el análisis químico, y no es que le haya puesto de mejor humor, pero cuando le he dicho por qué altura voy de la traducción, ha aumentado la oferta por los trozos de cerámica.
Robbie se hizo el sordo.
—Es hora para un
café crème
, ¿no crees?
—¿Robbie? Malachai dice muy en serio lo de comprar la cerámica. ¿Al menos me dejas decirte cuánto ofrece?
—No la puedo vender.
—¿Ni siquiera quieres oír la cantidad?
Robbie se rió.
—¿Por qué? ¿Te paga alguna comisión?
—Debería sentirme insultado —repuso Griffin con dureza—. Doscientos cincuenta mil dólares.
—No puedo vender —repitió Robbie, abriendo la puerta.
Estuvo fuera unos minutos. Al volver, se colocó detrás de Griffin y miró el enigma de la bandeja de terciopelo.
—Un mismo símbolo puede tener muchas lecturas —dijo Griffin—. Te crees que vas en la buena dirección hasta que encuentras la siguiente pieza del rompecabezas, y de repente pone otra cosa. Escucha: «Y entonces, durante todo el tiempo, las almas de él y de ella pudieron encontrarse de nuevo, una y otra vez…».
—¿Puedo leerlo? ¿Todo lo que llevas traducido?
Griffin le dio el cuaderno y, mientras Robbie leía, miró el jardín desde la cristalera.
Delimitado por muros de piedra de cinco metros, con la casa de los L’Etoile a un lado y el taller en el otro, el patio no se podía ver desde la calle. Diseñado a finales del siglo
XVIII
, el
petit parc
, tupido y frondoso, contaba con decenas de árboles antiguos y setos de estilo egipcio, y estaba adornado con estatuas. En el centro había un laberinto de cipreses recortados. La historia del parque la había desgranado Robbie el sábado, al pasearse con Griffin por los caminos relucientes de guijarros blancos y negros, hasta llegar al corazón del laberinto, un pequeño oasis con un banco de piedra flanqueado por estatuas de esfinges y un enorme y auténtico obelisco de piedra caliza.
Llamaron a la puerta.
—
Entrez!
—dijo Robbie.
Era Lucille, con una bandeja.
Viendo que depositaba frente a ellos sendas tazas, Griffin pensó que eran cosas que solo pasaban en París. El refrigerio lo enviaban del bar de al lado, con tazas de porcelana, vasos de agua, servilletas y cucharas. Para desayunar, cruasanes, y por la tarde, bocadillos o pastas.
Robbie se llevó el café al órgano de perfumista, y se sentó. Era un prodigio de aparato, cuya disposición seguía la del instrumento musical homónimo. De dos metros y medio de largo y uno y medio de alto, estaba hecho con madera de álamo, y ocupaba ni más ni menos que una cuarta parte de la sala. En la consola había tres registros, pero no de teclas, sino de hileras de probetas con distintas esencias, más de trescientas en total.
—¿Qué sabes de la procedencia del órgano? —preguntó Griffin.
Robbie acarició con cariño el borde de la estantería.
—El ebanista no sé quién fue, pero según mi abuelo es tan antiguo como el taller.
—¿O sea, que es anterior a la Revolución francesa?
Robbie asintió y bebió un sorbo de café.
—Hace siglos que los perfumistas practican su oficio en laboratorios como este. —Dejó la taza y cogió una pipeta de plástico desechable. Después abrió un pequeño frasco, apretó la perilla y dejó caer varias gotitas de un líquido parduzco en una probeta limpia de cristal—. Aunque muchos laboratorios modernos ya no usen estos órganos, para mí es la mejor forma de trabajar. El perfume trata del pasado… de los recuerdos… Trata de los sueños. —Separó los brazos—. Todas las generaciones de perfumistas de mi familia han usado los mismos frascos y se han sentado en esta silla.
—Y ahora, el miembro más joven de Casa L’Etoile mantiene vivo el método más antiguo para orquestar un perfume —dijo Griffin.
—Es que las tradiciones son importantes, ¿no? Te dan una base. Y ahora mi padre, sin saber qué hacía, lo ha puesto todo en peligro.
Griffin asintió con la cabeza. Conocía los sentimientos de su amigo. Le puso una mano en el hombro.
—Valora la oferta de Malachai. A pesar de los resultados del laboratorio, está dispuesto a pagarte tres veces la valoración de la casa de subastas.
—Es una suma generosa, pero ahora que sé lo que está escrito en la vasija, tendría que pensármelo mucho, aunque fuera bastante para saldar la deuda. Ya tengo decidido qué haré con los fragmentos.
—¿Sí?
—Cuando hayas acabado con la traducción, iré a darle la cerámica al Dalai Lama.
—¿Al Dalai Lama? ¿Tú estás loco? ¿De qué le serviría una caja de trozos de cerámica?
—De mucho más que a Malachai, que los pondría en una de esas vitrinas tan bonitas que tiene. Hace dos días que no pienso en otra cosa, desde que empezaste a progresar en serio con la traducción. Si ha existido alguna vez una fragancia que ayudaba a recordar vidas anteriores, podría volver a existir. Será un gran estímulo para los tibetanos, y una aportación incalculable a su causa. Podría contribuir a concienciar a la opinión pública, y a dar todavía más relieve a la crisis por la que atraviesan.
—Robbie, solo es una inscripción en una vasija de cerámica… —dijo Griffin—. Ni siquiera sabemos que haya existido alguna vez ese ungüento que dices. La vasija podía contener perfectamente un perfume de lo más normal, y la leyenda podría ser una versión antigua de las campañas de marketing actuales.
—Y también podría ser que existiese un perfume que desencadenase recuerdos de vidas pasadas. Pareces mi hermana. ¿Por qué tendré el karma de que me rodeen cínicos? —Robbie sacudió la cabeza—. El fin de semana que viene, Su Santidad estará en París. Estoy intentando concertar una audiencia a través de un lama con quien estudio en el centro budista.
—¿Ya está? ¿Estás decidido a regalar este tesoro? ¿No puedo disuadirte de ninguna manera?
—¿Por qué ibas a intentarlo? A mí nunca me podría beneficiar tanto como a Su Santidad.
—¿Aunque pudiera saldar una parte de la deuda de la empresa?
—La oferta de Malachai solo cubriría un porcentaje pequeño de lo que debemos. Los plazos del banco seguirían ahí. Mi única opción es resignarme a la solución de mi hermana. Se pagará la cantidad entera… —Hizo chasquear los dedos—. De un solo golpe de guillotina.
—Pero la cerámica tiene valor histórico…
—Sí, y nadie te impedirá que lo establezcas. Te queda casi una semana. En ese tiempo podrás terminar la traducción y verificar todo lo que hayas hecho.
—No se trata de mí, ni de mi estudio —alegó Griffin.
¿O sí? ¿No sería ese su auténtico temor, no poder acabar la traducción a tiempo? Siempre podía hacer fotos, claro, pero no era lo mismo trabajar en dos dimensiones; con el objeto en las manos, pudiendo tocarlo y darle vueltas, la relación era distinta.
—Hace siglos que es de tu familia. —Griffin no se podía rendir tan fácilmente—. Está muy bien ser altruista, pero… ¿hasta la autodestrucción?
—Ah, amigo mío, ahí te equivocas; aspirar al heroísmo es algo muy egoísta, y la demostración de que aún me queda un largo trecho en el camino a la iluminación.
Robbie incorporó a la probeta dos gotas de un líquido rojizo, y tres de color ámbar.
—¿No te das cuenta? Cualquier prueba de la reencarnación, por ínfima que sea, podría ayudar al Dalai Lama a mantener con vida la cultura y el sistema de creencias tibetanos frente al ateísmo chino. Está en jaque toda su forma de vida y su cultura, en peligro de quedarse obsoleta. Se ha hablado, incluso, de que Su Santidad designe a un sucesor en vez de recurrir al método de la reencarnación. —Hizo girar el mejunje—. Ven a oler esto.
Griffin aspiró en la boca del tubo de cristal.
—Di un sitio —dijo Robbie—, el primero que se te ocurra.
—Una iglesia.
—Sí, se parece. Lo que hueles es incienso, mirra y esencias de varias maderas exóticas. Son los ingredientes más antiguos que conocemos. Hace más de seis mil años, los sacerdotes de la antigüedad ya usaban estos elementos para hacer incienso, primero en la India y después en Egipto y China. El perfume fue algo sagrado antes que cosmético. Se creía que el alma viajaba al cielo con el humo, hasta llegar a los dioses.
—Robbie, no hemos encontrado ninguna prueba de la reencarnación —dijo Griffin—. Lo único que hemos descubierto es un mito escrito en el flanco de una vasija.
—De momento es lo que hemos encontrado, pero nos quedan seis días hasta que llegue el Dalai Lama; seis días para que yo concierte una cita, y tú averigües el resto de los ingredientes… viviendo tal vez tu propia aventura del pasado.
París
14.12 h
François Lee estaba en el vestíbulo, esperando a que le abrieran. Lo bueno de que Valentine tuviera un piso alquilado en aquel bloque era que el tráfico nunca cesaba, a ninguna hora del día o de la noche. Nadie que observase la entrada del edificio se fijaría en la llegada de tres personas por separado en intervalos de cuarenta minutos.
Marcó un ritmo con la uña en su reloj de pulsera. El olor a cebolla y ajo le recordó que tenía hambre. Deseó que Valentine tuviera algo de comer, porque él se había saltado el almuerzo y su estómago protestaba. En principio, Valentine tenía que mantener surtida la nevera, pero casi nunca se acordaba; lo intentaba, pero le molestaba tener que ocuparse de las tareas domésticas, cosa que François no le podía reprochar. Después de casi diez años trabajando para la tríada, Valentine tenía ganas de ascender, tener más responsabilidad y pisar más la calle; pero era una mujer, y la organización se caracterizaba por su misoginia. Ya se lo había advertido François el día en que ella le dijo que quería entrar en la tríada, pero Valentine era tozuda, y estaba segura de que les haría cambiar, de que sería ella la excepción.
—Fíjate en lo que he hecho ya —dijo, riéndose—. ¿A que nunca pensaste que fuera a llegar tan lejos?
No, al principio no; desde luego no aquella gélida noche de febrero doce años atrás.
François había acabado a las dos de la madrugada su último set en Le Jazz Hot del Quartier Chinois. Cuando salió del club, la calle estaba vacía; al menos así le pareció hasta tropezarse con un cuerpo encogido dentro de la portería.
Era una china flaca, de pelo largo, negro y apelmazado. Pese a la temperatura invernal, no llevaba abrigo, solo un vestido de noche rojo y naranja, sin mangas, sucio, y unas botas negras de charol con tacón. Iba con los brazos desnudos. A François, las marcas ya se lo dijeron todo. Se agachó y se acercó para examinarle la cara. Los labios azules. La piel pálida, sin brillo. Demasiado pálida.
La sacudió, pero no reaccionaba. En el suelo no había nada, ni bolso ni chaqueta. El vestido tampoco tenía bolsillos. No encontró nada que la identificase. ¿Qué hacer? Era tarde, hacía frío, y él estaba cansado, pero la chica estaba sola, inerme. Si él se iba, tal vez no sobreviviera.
La levantó y se la llevó a su coche. Era ligera como un niño, con la piel demasiado pegajosa.
En urgencias quedó a cargo de una enfermera y un camillero, que la pusieron en una camilla y le preguntaron a François si sabía qué le pasaba. Ante su negativa, se la llevaron rápidamente.
Pocos minutos después, una enfermera de administración se sentó con François y le hizo una batería de preguntas.
¿Cuál era el historial médico de la chica? Parecía un caso de sobredosis. ¿Seguro que François no sabía qué había tomado? ¿Cómo se llamaba? ¿Y él? ¿Qué relación había entre los dos?
François supuso que ni a él ni a la chica les beneficiaría la verdad. Las autoridades no se creerían que hubiera sido incapaz de dejarla allá tirada. Sospecharían que era su camello, o peor, su chulo.
—Soy su tío —dijo—. Mi hermano está como loco. Viven en Cherburgo. Se fugó de casa hace unos días. Supongo que vino al club a buscarme, para que la ayudase… pero no llegó a entrar.
—¿Cómo se llama? —volvió a preguntar la enfermera.
Como François no lo sabía, le puso un nombre, el primero que se le ocurrió, inspirado por la última canción que había tocado aquella noche:
My Funny Valentine
.
—¿Apellido? —le preguntó la enfermera.
Dio el suyo.
Estuvo ocho horas sentado en la sala de espera, durmiendo a ratos mientras salvaban la vida a Valentine Lee.
Prostitutas no faltaban en la calle, y él nunca había sentido la necesidad de hacerse el santo rescatando a ninguna. ¿Por qué a ella sí? ¿Por qué le importaba lo que le pasase?
Por fin, la tarde siguiente le dejaron verla. Tenía el pelo empapado y un brillo de sudor en la piel cetrina. Todo su cuerpo temblaba por el mono. Estaba tan flaca, que la bata azul claro del hospital le bailaba por todo el cuerpo. Una niña pequeña y perdida.
La desesperación de su mirada empañó los ojos de François.
La enfermera le invitó a quedarse, a pesar de que Valentine no le reconociera.
—Le irá bien tener compañía y saber que le importa a alguien —dijo.
François, sin embargo, era un desconocido. Su presencia no podía ayudar de ningún modo a la chica. Aun así, se quedó sentado a su lado, mientras ella sufría convulsiones y vómitos, y temblaba, gimiendo. También se quedó todo el día siguiente, el de los peores síntomas del mono.
Desde entonces iba a verla cada día; aparecía temprano y no se iba hasta la hora de salir para Le Jazz Hot. El médico le daba un informe diario completo, notificándole los ansiolíticos y antidepresivos que le daban, y su evolución.
—No espere que mejore demasiado deprisa —le advirtió.
Siempre que François entraba en la habitación, ella se giraba, y si él decía algo, apretaba los labios sin querer hablar. La enfermera le dijo a François que formaba parte del proceso de desintoxicación. No había que tomárselo personalmente, ni sentirse insultado.
La quinta mañana de hospitalización, cuando llegó François, el médico le dijo que si estaba dispuesto a llevársela a casa, podían darle el alta.
¿Llevársela a casa? No tenía pensado llegar tan lejos. A su casa no se la podía llevar.
Entró en la habitación y se la encontró sentada al borde de la cama, duchada, vestida y con una angustiosa delgadez. Su expresión era huraña. Tenía los ojos secos, pero François vio rastros de lágrimas en sus mejillas.
—Si nadie te toma a tu cargo, no te dejarán salir —le dijo—. ¿Tienes a alguien que pueda venir a buscarte, si le llamo?