El León de Damasco (5 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El León de Damasco
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—¡Muy bien,
effendi
! —exclamó Haradja, examinando con ojos excitados a la duquesa. —¡Muy bien, gentil capitán!

Metiub, sin embargo, no era hombre que se dejara derrotar con sencillez y reanudó el ataque con fiera violencia.

Por espacio de dos o tres minutos combatieron los dos demostrando su maestría, hasta que finalmente la duquesa hubo de retroceder.

—¡Ah! ¡Ya estás vencido,
effendi
! —exclamó el turco, disponiéndose a atacarla.

Haradja se había vuelto pálida y ya alzaba la mano para contener al turco, cuando observó cómo la duquesa se doblaba con rapidez hacia el suelo en tanto que afirmaba el pie izquierdo.

Metiub se tiraba en aquel instante a fondo, lanzando una furiosa exclamación.

La espada de la duquesa brilló debajo del pecho de su rival, en tanto que todo el cuerpo de la experta tiradora tomaba una posición casi horizontal, apoyando la mano izquierda en el suelo.

—¡Cuidado, Metiub! ¡Detén ese golpe! —gritó la muchacha.

Metiub lanzó una exclamación de dolor. La punta del arma le había penetrado en el pecho, si bien no profundamente, ya que la duquesa había medido adecuadamente la espada.

—¡Alcanzado, Metiub! —exclamó Haradja, dando palmadas. —¡Cómo lucha este gentil capitán!

El turco alargó su espada para tomar inmediata represalia, pero la duquesa ya se había incorporado. Por medio de una parada en cuarta bajó la espada de Metiub, haciéndole que la soltara.

—¡Pide perdón! —dijo la joven, colocándole la punta del arma en el cuello.

—¡No! ¡Mátame!

—¡Mátale,
effendi
! —indicó Haradja. —La vida de ese hombre es tuya.

En lugar de avanzar, la duquesa se echó unos pasos hacia atrás y, arrojando la espada, dijo:

—¡No! ¡Hamid Leonor no tiene costumbre de matar a los vencidos!

—No estoy herido de gravedad,
effendi
—dijo el turco. —Si me lo consientes, podré tomar represalia.

—¡No lo consiento! —exclamó Haradja. —¡Ya está bien!

Y, luego de haber examinado a la duquesa, musitó:

—¡Guapo, fuerte y generoso! ¡Ese joven vale más que el León de Damasco!

Y, aproximándose a Metiub, le dijo, indicando la puerta:

—¡Ve a que te curen!

—¡Haz que me maten, señora!

—Continúas siendo un valiente —repuso Haradja. —Continuarás siendo el mejor espadachín de la flota y hombres como tú nos son muy necesarios.

El turco bajó la cabeza y abandonó la estancia, intentando restañar la sangre con la mano, que ya manchaba sus ropas.

—¿Quién te ha enseñado a emplear la espada con tanta habilidad? —indagó Haradja a la duquesa, cuando se encontraron a solas.

—Ya te dije: un renegado cristiano que servía a mi padre.

—¿Qué has debido pensar de mi estrafalaria idea de hacerte combatir con Metiub? —interrogó Haradja.

—¡Bah, nada! ¡Un sencillo capricho de mujer turca! —repuso concisamente la duquesa.

—Un capricho de mujer aburrida, pero que acaso te hubiera costado la vida. ¿Me podrás disculpar,
effendi
?

—¡Cuatro estocadas! ¡No merecen la pena, señora!

Tras un instante de silencio comentó Haradja:

—Mi fastidio se ha desvanecido; ahora me corresponde a mí entretenerte. Descendamos al patio de armas. Mis luchadores indios se encuentran ya dispuestos, y aguardan.

—¿Tienes esclavos indios?

—Me los entregó mi tío para que no me aburriera en exceso en Hussif. ¿Me acompañas, bravo capitán?

Descendieron por la escalera y alcanzaron el patio de armas, en cuyos pórticos se habían improvisado unos estrados. En ellos habían ocupado ya su correspondiente lugar los acompañantes de la duquesa y algunos oficiales de la guarnición, en tanto que las terrazas superiores se llenaban de esclavos, deseosos de ser testigos de aquel espectáculo.

En mitad del patio, cuyas piedras se hallaban cubiertas de arena, un par de hombres de bronceada piel, con la cabeza afeitada por completo, constitución hercúlea y cubiertos con un sencillo sayal de seda blanca, estaban detenidos uno delante del otro y en arrogante posición.

En la mano derecha tenían firmemente apretados raros objetos que cubrían sus dedos y que se hallaban provistos de puntas de hierro.

Haradja llevó a la duquesa hacia dos cómodos divanes situados sobre un soberbio tapete persa, y extrayendo de una bolsita una sarta de perlas de mucho valor, la lanzó a unos pasos delante de sí, comentando:

—Éste es el obsequio que aguarda al que triunfe.

Ambos luchadores habían estirado el cuello, clavando una mirada en aquella joya, que para ellos representaba una fortuna.

—¿Cómo pelearán esos hombres? —inquirió la duquesa, que no acertaba a comprenderlo.

—¿No distingues,
effendi
, lo que tienen en la mano?

—Puntas de hierro.

—El
nuki-kokusti
de los luchadores indios —repuso Haradja. —Son armas espantosas, que desgarran las carnes y en ocasiones producen la muerte.

—Y tú, señora, ¿los piensas dejar morir?

—¿Acaso no les pago para que me entretengan? —respondió Haradja. —¡Mi tío no me los ha entregado para que los tenga sin hacer nada! —¡Lo considero una crueldad!

La sobrina del gran almirante hizo un gesto de indiferencia con los hombros, alegando:

—¡Son infieles!

Y sin aguardar más observaciones, dio una palmada, en tanto que los espectadores dejaban instantáneamente de hablar.

Los dos indios, que se habían situado frente a frente, prorrumpieron en un grito agudísimo, salvaje. Posiblemente era su grito de guerra.

Haradja se inclinó para no perder ni un detalle de aquella sangrienta escena. Su semblante se hallaba encendido y sus ojos despedían intenso brillo.

Luego de haber lanzado aquel grito, los dos indios se apartaron unos cuantos pasos y se arrojaron uno sobre otro protegiéndose el pecho con el brazo izquierdo, para defender al menos el corazón contra los golpes de su contrincante.

Aquello, no obstante, no era sino una finta para probar su fuerza y agilidad.

Se apartaron de nuevo, ejecutaron un par o tres de saltos para proporcionar elasticidad a sus músculos y, por último, iniciaron un terrible combate.

Eran, empero, dignos adversarios, a juzgar por la celeridad con que evitaban los golpes.

Haradja los estimulaba con sus exclamaciones:

—¡Así! ¡Muy bien! ¡Más! ¡De firme, valientes!

Los dos indios eludían el ser alcanzados por las puntas de hierro. Brincaban a derecha e izquierda, o bien hacia atrás, rehuyendo los golpes y se doblaban de improviso y se levantaban después igual que si fuesen de goma.

Los espectadores contemplaban con atención los movimientos de ambos combatientes.

Incluso la duquesa, a su pesar, se hallaba interesada en aquel extraño duelo, no conocido por ella.

Por un cuarto de hora los dos indios estuvieron a la recíproca hasta que empezaron a golpearse furiosamente.

No habían transcurrido cinco segundos, cuando uno de ellos se vino pesadamente a tierra. El puño de hierro de su contrincante le había alcanzado en mitad del cráneo y las puntas penetraron profundamente en la cabeza, matándole al instante.

El triunfador se colocó en pie sobre el caído y prorrumpió por tercera vez en un grito de guerra. No obstante no había salido indemne de aquel fiero combate.

La piel de la frente le colgaba hecha jirones, su brazo izquierdo se hallaba cubierto de sangre y tenía una gran herida en el pecho.

—¡Coge las perlas! —indicó Haradja. —¡Las has ganado, y te proclamo valiente!

El indio, sonriendo, tomó la joya y, tras contemplar durante un buen rato al muerto, contra quien no había sentido ningún odio, se alejó con lento paso, dejando tras de sí un reguero de sangre.

—¿Lo has pasado bien,
effendi
? —interrogó Haradja, dirigiéndose a la duquesa.

Leonor guardó silencio durante un instante.

—Me agrada más la guerra —contestó, meneando la cabeza. —Por lo menos allí se enfrentan personas de otra raza, diferente religión y que no se han conocido jamás.

—Soy una mujer, y por ahora no puedo hacerlo —respondió Haradja. —También a mí me agrada más ser testigo de un abordaje. Pero aquí, encerrada en este castillo, ¿qué quieres que haga,
effendi
?

—¡Estás en lo cierto! —convino la duquesa, que no sabía nunca qué responder.

—Ven,
effendi
, no quiero presentarte otros espectáculos, puesto que no te gustan. Pasearemos por la terraza del castillo y así te harás una idea de cómo es la fortaleza y la roca, cuya conquista resultó larga y difícil.

—Estoy a tus órdenes, señora.

La turca hizo un ademán de impaciencia.

—¡Señora, continuamente señora! —exclamó casi con ira. —No eres,
effendi
, un sencillo soldado, sino el hijo de un bajá. ¡Llámame simplemente Haradja!

—Como desees —respondió la duquesa, con una sonrisa enigmática.

—¡Acompáñame!

Abandonaron el patio de armas y subieron de nuevo la escalinata hasta la terraza que se extendía tras del castillo. La turca penetró en una de las torres, invitando a la duquesa a que la acompañara.

—Desde este punto —anunció —disfrutaremos de un magnífico panorama y podremos conversar sin que nos oigan.

Iniciaron la subida por una angosta escalera, por la que debían ir una detrás de otra, y luego de una fatigosa ascensión alcanzaron la terraza superior, cercada por sólidas aspilleras, en las cuales estaban emplazadas dos culebrinas que tenían grabado el León de San Marcos.

—Fíjate,
effendi
—dijo Haradja. —Se domina tanto el campo como el mar. Desde las torres del harén del sultán no se distingue tanta tierra.

5. Historia sangrienta

Un soberbio panorama se presentó a los ojos de la duquesa desde aquella torre, que era la más elevada del castillo.

En dirección a poniente se veía el Mediterráneo, azul y límpido como un espejo; hacia levante y septentrión, la escabrosa y pintoresca costa de la isla, con pequeñísimos promontorios y largas hileras de escollos que recordaban los célebres fiordos de Noruega; por oriente se extendía la verde llanura limitada al horizonte, por una cadena montañosa de alta elevación. En una de las bahías, la duquesa vio la goleta y la carabela ancladas a breve distancia una de otra.

—¿Es aquél tu navío,
effendi
? —inquirió Haradja al distinguirlas.

—Sí, señora.

—¡Ya te dije que Haradja!

—Sí, Haradja.

—¡Qué bien suena este nombre! —exclamó la turca, pasándose la mano por la frente, como si pretendiese ahuyentar una idea impertinente.

Contempló a la duquesa con fijeza y agregó:

—¿Te urge mucho marchar?

—Deseo llevar en seguida a Le Hussière ante el León de Damasco. Mustafá podría enojarse con mi retraso.

—¡Ah! ¡Es verdad! ¡Viniste por el cristiano! —repuso la turca. —Ya casi ni le recordaba. ¿Y si le enviásemos vigilado por Metiub? Pienso que vendría a ser lo mismo.

—Ya conoces, Haradja, que Mustafá desea ser obedecido. Y si no condujese yo al vizconde, podría provocar su cólera y caer en desgracia.

—¡Tú no eres un simple capitán! ¡Eres el hijo de un bajá!

—Mi padre me ha dado orden de obedecer al gran visir, el cual me ha otorgado su protección.

Haradja se acodó en el parapeto y contempló con fijeza la gran extensión del mar.

También la duquesa permanecía en silencio, intentando adivinar el pensamiento de aquella extraña mujer.

Transcurrido un rato, la turca se volvió de improviso hacia la duquesa. Sus ojos estaban brillantes a causa de la cólera y su ceño fruncido.

—¿Te amedrentaría, Hamid, enfrentarte al León de Damasco? —inquirió en tono salvaje, que denotaba un ataque intenso de ira.

—¿Qué pretendes dar a entender, Haradja? —dijo la duquesa con estupor.

—¡Contesta a mi pregunta! ¿Serías capaz de enfrentarte en un duelo al León de Damasco?

—¡Me parece que sí!

—¿Es muy amigo tuyo?

—Sí, Haradja.

—¡Qué importancia tiene eso! ¡Las más firmes amistades se rompen y no sería la primera ocasión en que dos compañeros, bien por una cosa insignificante o por asuntos amorosos, se convirtiesen en mortales enemigos!

—No te entiendo, Haradja —respondió la duquesa, impresionada por el acento iracundo de la turca.

—Me comprenderás mejor esta noche, cuando hayamos cenado, gentil capitán. La libertad del cristiano se encuentra en mis manos. Y si Mustafá desea privarme de los cautivos de mi tío, habrá de combatir conmigo. ¡Qué venga a atacarme si tiene valor! ¡El bajá tal vez valga más que el gran visir y la flota más que el ejército! ¡Qué lo intente!

Haradja se hallaba erguida con los brazos cruzados sobre el pecho, con los ojos llameantes y estremeciéndose a causa de la ira.

—¡Qué lo intente! —insistió con voz silbante.

Y variando de improviso de tono añadió, sonriendo de nuevo con alegría:

—¡Ven, gentil capitán! ¡Hablaremos otra vez después de la cena! ¡Mis tormentas son semejantes a las del Mediterráneo! ¡Cortas pero tremendas, y se apaciguan al momento! Demos una vuelta por la terraza. Te mostraré en qué lugar las galeras de mi tío abordaron la costa.

Todo indicio de cólera se había desvanecido del semblante de la turca. Echó una última ojeada al mar, que empezaba a adquirir una tonalidad rojiza bajo el efecto de los rayos del sol de poniente y bajó la escalerilla de la torre, llegando a las terrazas que rodeaban el castillo, protegidas por sólidas almenas, la mayor parte de ellos deterioradas.

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