El León de Damasco (9 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El León de Damasco
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—Os pregunto que si bello o bella, altivo o altiva, generoso o generosa, señora. ¡Tal vez os hayáis equivocado respecto al verdadero sexo del capitán Tormenta! —adujo sarcásticamente el polaco.

—¿Qué dices? —barbotó Haradja, roja de ira, agarrando a Laczinski por un brazo. —¿Qué dices?

—Que el atractivo Hamid, o el bello capitán Tormenta, se llama Leonor o duquesa de Éboli.

—¡Es una mujer!

—Sí, una mujer.

Haradja soltó un rugido semejante al de una fiera encadenada. Quedóse inmóvil un momento y luego gritó iracunda:

—¡Se han burlado de mí! ¡Me han engañado!

Y, abriendo la puerta, gritó:

—¡Metiub!

El turco, que se hallaba en el patio fumando, se dirigió corriendo hacia la habitación. Al ver a Haradja, cuyos ojos despedían chispas de cólera y el semblante rojo, imaginó que el polaco la había ofendido y desenvainó el yatagán.

—¡No, no es este hombre! —interrumpió Haradja. —¿Dónde se encuentra tu galera?

—Anclada en la ensenada de Doz.

—¡Ponte en marcha en el mejor caballo, despliega las velas y alcanza a la galeota de ese Hamid! ¡Son cristianos y nos han engañado! ¡Corre, marcha y tráeme a Hamid con vida! ¿Me comprendes, Metiub? ¡Le quiero con vida!

—¡Muy bien, señora! —respondió el turco. —¡Antes que el sol se ponga, mi
Namaz
habrá apresado a la galeota y yo habré tenido ocasión de vengar la herida que me ocasionó ese inoportuno cristiano!

8. "¡VIVA LA CAPITANA!"

En tanto que el capitán turco y el renegado polaco marchaban a galope tendido en dirección a la playa con objeto de apresar a los fugitivos, la galeota, impulsada por una fresca brisa, navegaba velozmente hacia el sur para recalar en la bahía de Luda.

La duquesa había resuelto ver por última vez al León de Damasco, al cual debía la vida y la libertad del vizconde, entregarle su velero y fletar otro, aunque los griegos le habían anunciado su deseo de marchar con ella a Italia, donde tendrían oportunidad de alistarse en cualquier navío.

En cuanto la galeota hubo doblado el promontorio, poniéndose a resguardo de la vista de los jenízaros y de la turca, la duquesa bajó con premura al camarote, donde el vizconde la aguardaba con la ansiedad que es de suponer.

Dos exclamaciones brotaron al unísono de sus labios.

—¡Leonor!

—¡Gastón!

El vizconde tomó entre sus manos las blancas y suaves de la duquesa y la contempló con ojos ardientes y que brillaban por efecto de la fiebre.

—Me enteré de que estabais en Chipre —dijo el vizconde, —y la idea de veros algún día me ha permitido soportar las horribles torturas que me hacían padecer los mahometanos.

—¿Ya lo sabéis, Gastón? —inquirió la duquesa.

—Sí. Las hazañas del capitán Tormenta llegaron hasta Hussif o, para ser más exactos, hasta los estanques.

—Pero ¿de qué forma?

—Me habló del capitán Tormenta un cristiano capturado por los turcos y que era compañero mío en la pesca de sanguijuelas. Por los detalles que me dio sobre vuestro rostro y, en especial, por la presencia de El-Kadur, imaginé al momento que aquel capitán a quien los cristianos de Famagusta admiraban erais vos. ¡Ese día poco me faltó para enloquecer de alegría! ¡Vos en Famagusta! Se trataba de la mejor noticia que me podían haber dado para reconfortar mi ánimo, decaído por tan numerosas humillaciones y padecimientos.

—¡Veros finalmente en libertad, frente a mí, luego de tan terribles cosas! ¿No os parece estar soñando, vizconde?

—¡Sí, y me siento orgulloso de ser a vos a quien debo la libertad, a vuestra osadía y al valor de vuestro brazo!

—Hice lo que cualquiera otra mujer hubiera podido y debido procurar hacer, querido Gastón.

—¡No! —exclamó con vehemencia el vizconde. —¡Únicamente una duquesa de Éboli podía tener semejante valor! ¡Otra no se hubiera atrevido a llegar hasta aquí, a esta guarida de tigres y leones, que producen espanto entre los más valerosos guerreros cristianos! ¿Suponéis que no me he enterado de que vencisteis a la mejor espada del ejército mahometano?

—¿Cómo os habéis informado, Gastón?

—El guerrero que me notificó vuestra presencia y la de El-Kadur me explicó también vuestro desafío.

—¡Una cosa sin importancia! —repuso la duquesa, con una sonrisa.

—¡Qué amedrentaba a los capitanes cristianos! —objetó el vizconde.

—Los cuales no tuvieron la fortuna de tener como maestro de armas al mejor tirador de Nápoles —adujo la duquesa. —Ese éxito se lo debo a mi padre.

—¡Y a vuestra valentía, Leonor!

—¡Bah: dejemos esto, Gastón! De aquí a poco conoceréis a mi contrincante.

—¿Al León de Damasco? —inquirió Le Hussière, asombrado.

—Vamos en busca suya, ya que la nave es de él. Le debo la vida, pues gracias a él pude salir viva de Famagusta.

—¿No nos traicionará? —preguntó el vizconde, que parecía inquieto.

—No. Es muy generoso y, por otra parte, si yo le debo mi salvación, también él me debe la vida.

—Ya lo sé. Le habéis perdonado, cuando le podíais haber matado. No obstante no confío en ese turco.

—No os inquietéis, Gastón. Es un musulmán diferente a los demás.

—¿Y emprenderemos pronto el rumbo hacia Italia?

—Sí, Gastón. Nada nos queda por hacer en Chipre. Nos dirigiremos a Nápoles y allí viviremos felices, olvidando todos los horrores pasados. El suave clima del golfo os repondrá en seguida de las innobles torturas que os ha hecho sufrir la implacable Haradja. Vamos al puente, Gastón. No me hallaré tranquila por completo hasta que avistemos las costas de Italia.

—¿Qué nuevo peligro nos puede amenazar, Leonor? —preguntó el vizconde.

—¡Estoy intranquila, Gastón! ¡Temo alguna represalia de Haradja! Esa mujer es enérgica y despiadada y tiene además a su disposición las galeras de su tío.

—Me han asegurado que la flota mahometana continúa anclada en Nicosia —dijo el vizconde. —Antes que se hiciera a la mar, ya estaríamos a mucha distancia.

—No nos detendremos sino el tiempo justo para fletar un navío y tomaremos rumbo hacia occidente.

—Vamos fuera, Leonor. El aire del mar me sentará mejor que el de los estanques.

La cogió de la mano y la llevó hasta la toldilla.

La galeota se hallaba muy distante de la ensenada y avanzaba rápidamente por el Mediterráneo, en dirección sur.

Las costas de Chipre se perfilaban a siete u ocho millas de distancia.

—¿Qué tal vamos, tío Stake? —preguntó la duquesa al viejo marinero, que se acercaba con la gorra en la mano.

—Magníficamente, señora. La galeota avanza con mayor rapidez que una galera. ¿Está contento el señor vizconde de vuestra hazaña?

—Estrechad esa mano, marinero —repuso el vizconde.

—¡Es un gran honor para mí, señor Le Hussière! —exclamó el tío Stake, turbado.

—¡Apretad sin miedo! ¡Son un par de manos cristianas que se encuentran!

—¡Y leales, señor! —repuso estrechando la mano que el vizconde le alargaba. —¡Siempre prestas a caer encima de esos puercos mahometanos!

—¡No comprendo por qué Dios habrá puesto en el mundo a esas bestias feroces!

—¡Desearía ahogarlos a todos —continuó el marinero, rascándose con energía la punta de la nariz —y que se los tragaran los peces espada!

Una voz interrumpió sus palabras:

—¡Buenos días, señor!

—¡Vaya, el pedazo de pan moreno! —susurró el tío Stake, al distinguir a El-Kadur. —¡Hum! ¡Qué aspecto de funeral trae este bárbaro!

El árabe se había aproximado sigilosamente al vizconde.

Su semblante se hallaba realmente triste y sus ojos húmedos.

—¿Eres tú, mi bravo El-Kadur? —exclamó el vizconde. —¡Qué alegría siento al verte de nuevo!

—Y yo, señor vizconde —respondió el árabe. —Me encuentro más seguro desde que hemos conseguido huir de la cautividad. ¡Ahora ya eres dichoso, señor!

—¡Sí, enormemente dichoso! ¡Espero que los mahometanos no me aparten jamás de la mujer a quien amo!

Una gran contracción demudó el semblante del árabe, si bien fue de la rapidez del relámpago. No obstante fue advertida por la duquesa.

—Señor —dijo El-Kadur, —ya no necesitáis de mí. Mi misión ha terminado y deseo pediros un favor que la duquesa me ha negado.

—¿Qué favor? —inquirió el vizconde, con extrañeza.

—Que no me llevéis a Italia.

—¡El-Kadur! —exclamó la duquesa entono enérgico.

—El desdichado esclavo desea regresar a su tierra —prosiguió El-Kadur, simulando no haber oído a la joven. —Mi vida está a punto de acabar y deseo volver allí. Cada noche sueño con los desiertos de Arabia, con las palmeras verdes y con la choza abrasada por los rayos del sol, y también con las hermosas llanuras bañadas por el mar Rojo. Nosotros, los naturales de las tierras calurosas, vivimos muy poco, y cuando sentimos que la muerte se nos aproxima no experimentamos más que dos deseos: un lecho de arena y la sombra de alguna de nuestras plantas. Suplica a la mujer que amas que devuelva la libertad al desdichado esclavo.

—¿De manera que deseas abandonarme? —inquirió la duquesa.

—Si me lo permites, sí.

—¿Por qué razón tú, que te has criado junto a Leonor y has sido su protector y su guía, deseas ahora abandonarla, El-Kadur? —preguntó el vizconde. —Nápoles es mejor que Arabia. El palacio del duque de Éboli vale más que la choza. Explícate.

El árabe tenía los ojos cerrados. La duquesa, que había comprendido la llama secreta que devoraba el corazón del árabe, le examinaba con fijeza.

—¿Asilo deseas, El-Kadur? —le interrogó.

—¡Sí, señora! —repuso el árabe, con voz sorda.

—¿Y no sentirás la ausencia de tu señora, que ha sido tu compañera desde la niñez?

—¡Dios es grande!

—Cuando abandonemos Chipre quedarás en libertad, mi fiel El-Kadur.

—¡Gracias, señora!

Sin pronunciar una palabra más, el árabe se cubrió por completo con su manto y fue a sentarse en la parte de proa. Por su parte, el vizconde y la duquesa respondían a los marineros que los saludaban al pasar.

El tío Stake y Nikola se acercaban otra vez a los jóvenes.

—Señora —adujo el primero, —¿tenéis olvidados ya a los tripulantes de la carabela?

—¿A los marineros turcos? —dijo Leonor.

—Sí. Esos perros rabiosos continúan confinados en la sentina de la galeota. Y como para nosotros podrían representar un gran peligro, venimos a averiguar qué hemos de hacer con ellos.

—¿Cuál es vuestro consejo? —inquirió la duquesa.

—¡Yo los ahogaría luego de haberles amarrado bien las piernas y los brazos! —repuso el tío Stake.

—¡Y yo los ahorcaría! —agregó el griego.

—Ésos no han luchado contra nosotros. No nos han hecho el menor daño.

—¡Pero son turcos, señora!

—Es verdad, tío Stake, mas nosotros somos cristianos y debemos ser generosos. ¿No es cierto, Gastón?

El vizconde hizo un gesto de asentimiento.

—En tal caso, ¿debemos desembarcar a esos bribones? —indagó el veterano marino, algo contrariado por aquella generosidad que consideraba poco adecuada. —¡De haber ido a parar a sus manos, apuesto la gorra mía contra la cabeza de uno de ellos a que en este momento ya seríamos pasto de los peces!

—Acaso estés en lo cierto —convino la duquesa. —Pero yo, como mujer, no puedo admitir que se asesine a sangre fría a esos desdichados.

—Ya no me acordaba de deciros otra cosa —dijo el tío Stake. —Los marineros que hundieron la carabela hallaron en su estiba enormes cajas, que seguramente estaban destinadas a Haradja.

—¿Las habéis abierto?

—Sí. Hemos encontrado magníficas ropas de mujer turca. ¿Debo mandarlas llevar al camarote? Creo que ya no es preciso que vistáis de hombre, ahora que el señor vizconde está aquí para defenderos. A nosotros nos toca protegeros.

—Me agrada la idea de transformarme en una mujer mahometana —dijo la duquesa. —El capitán Tormenta y Hamid no tienen por qué seguir existiendo.

—Estaréis más hermosa, Leonor —opinó el vizconde, —y no haréis volver más la cabeza a las damas. Ya estoy enterado de que Haradja se enamoró perdidamente de vos, imaginando de verdad que erais un príncipe árabe.

—Idilio que me hubiera hecho reír de no haberos encontrado en su poder —respondió la duquesa. —¡De haberse enterado Haradja del engaño, me habría hecho pagar cara la mentira!

—No habríais salido con vida de las zarpas de esa hiena.

—Espero que no vuelva a verme, no siendo que se traslade a Nápoles o Venecia.

—Y eso resultaría difícil, señora —dijo el tío Stake, que regresaba de dar algunas instrucciones. —Aunque de todas formas todavía no estamos bastante lejos como para poder evitar sus ataques.

—Nadie le puede haber dicho que soy una mujer.

—¡Cómo! ¡Cualquiera sabe, señora! ¡Los traidores no faltan jamás!

—¿Os volvéis pesimista, tío Stake?

—¡Oh, no, señora! No obstante desearía hallarme frente a las costas de Italia o Sicilia, ya que los caprichos del viento me preocupan. Mucho me temo que venga una calma chicha.

—Ya nos encontramos a mucha distancia de Hussif —dijo el vizconde.

—A unas veinte millas; no es gran cosa, señor.

—No nos amenaza ningún riesgo.

—De momento, no.

—En tal caso, ordenad que preparen la comida, tío Stake.

—Mientras tanto yo me encargaré de entrar a saco en las cajas que estaban destinadas a mi «prometida» —exclamó, riendo, la duquesa.

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