—¡Ayudadme, marineros! —exclamó. —¡No permitáis que muera un capitán de jenízaros!
—Ya vamos demasiados —respondió una voz.
—¡Deteneos, miserables, o arrancaré vuestras orejas! ¡Todavía tengo mi espada!
—¡Aún queda sitio! —dijo otra voz. —¡Acércate, capitán!
El polaco se dirigió hacia la embarcación y con la ayuda de los marineros subió a ella.
—¡Directos a la costa! —les indicó. —¡Tendréis cincuenta cequíes de recompensa!
Se puso a popa, cogió la barra del timón y la ligera embarcación avanzó velozmente en dirección a la isla, que se encontraba a unas cinco o seis millas de distancia.
Trasladándose luego a proa, el polaco vio cómo la duquesa descendía a la chalupa ayudada por El-Kadur.
—¡Los otros pueden abrasarse! —comentó. —¡Yo tengo suficiente con que ella se salve! ¡Rema! No nos dejemos alcanzar o nos hundirán.
La galera y la galeota se quemaban igual que teas. El fuego llegaba ya hasta las arboladuras y las velas y los mástiles ardían, llenando la toldilla de candentes restos.
El forcejeo proseguía entre los musulmanes, que luchaban encarnizadamente por ocupar las chalupas. De vez en cuando un hombre caía al agua y surgían horribles alaridos en medio del humo y las llamas.
Cuando el viento disipaba por un momento la llameante cortina, se veían correr a todo lo largo de las bordas filas de marineros con las ropas ardiendo.
Un contramaestre de edad, de pie sobre la cruceta del palo mayor y con el rostro tan pálido como el de un cadáver y los ojos dilatados por la demencia, hacía gestos y repetía las famosas palabras de Selim I:
—¡Éste es el ardiente soplo de mis víctimas! ¡Presiento que destruirá al Islam, a mi serrallo y a mí!
La galera y la galeota ardían ya por completo. Arboladura, cubierta e incluso casco se habían convertido en enormes y tétricas antorchas.
Con sordo fragor se derrumbaban los mástiles, matando o hiriendo a numerosos guerreros.
Los cañones y las culebrinas eran tragados por el mar, alzando torbellinos de espuma, y lo horroroso de aquel espectáculo se tornaba mayor al escuchar los lamentos de los heridos a causa de los abrasadores tizones.
Todas las chalupas, llenas hasta las bordas, se habían adentrado en el mar, sin ocuparse de los marineros que seguían a bordo de la galera y que caían en gran número, asfixiados como consecuencia del fuego o heridos por los golpes. El polaco, que observaba detenidamente, distinguió que la embarcación tripulada por la duquesa y los cristianos no era la misma que la que ocupaba Metiub.
—¡Me habría agradado más que ese maldito turco no hubiera podido abandonar las llamas! —masculló para sí. —¡Este hombre puede hacer fracasar todos mis proyectos! ¡Es lo mismo! ¡Una puñalada a traición en medio de la espalda puede desembarazarme de ese impertinente! Y, por otra parte, ¡cualquiera sabe! —agregó. —Puedo encontrar en él un aliado y…
Le interrumpió una horrorosa explosión que repercutió por largo tiempo en el mar.
El polvorín de la galeota se acababa de incendiar y había estallado, hundiendo la nave, que se fue a pique con la popa hacia arriba, mostrando todavía el bauprés y los foques.
—No tardará en ocurrir lo mismo con la otra —murmuró el polaco. —¡Valor, marineros! ¡De aquí a media hora nos encontraremos en la costa!
Los turcos no precisaban que los alentaran.
Por temor a ser alcanzados por sus camaradas, muchos de los cuales continuaban a nado, remaban con desesperación, avanzando con extraordinaria rapidez y pasando a todas las chalupas, incluso a la de la duquesa.
Sobre las tres de la mañana el polaco y sus marineros alcanzaban la costa, en un lugar donde se veían a escasa distancia altas rocas que semejaban infranqueables a causa de hallarse casi cortadas a pico.
—¡Dispongámonos a mantener una tremenda lucha! —comentó el aventurero. —¿Cómo recibirá la duquesa la nueva respecto a la muerte del vizconde? ¿Creerá mis palabras?
A pesar de su fiera osadía, Laczinski se había tornado lívido.
Las restantes chalupas iban alcanzando la playa una tras otra. La de la duquesa era la primera. Detrás llegaba la de Metiub, en la que iban, además, dieciocho marineros, y otras cuatro, llenas por completo, venían después.
—¡Si todas se hubiesen hundido, menos la de la duquesa, me habría complacido grandemente! —dijo Laczinski. —¡No sé de qué forma ni cuándo podré librarme de esos perros turcos!
La embarcación de los cristianos quedó varada a veinte pasos. El aventurero se aproximó con desconsolado aspecto y escurriéndose las ropas, que chorreaban agua por todas partes.
Leonor, que fue quien primero tocó tierra, intuyó algún desastre.
—¿Dónde está el vizconde? —inquirió.
—¡Cómo! —exclamó el polaco, simulando hallarse sorprendido. —¿No lo han trasladado a vuestra chalupa?
—¿Quién?
—Los turcos y el médico, a quienes lo entregué a su cuidado cuando se abalanzaron sobre mí cuatro o cinco marineros para arrojarle al mar.
—¡Dios mío! —exclamó titubeando la duquesa. —¿No se encontraba con vos?
—Sí, señora. Pero hube de luchar con el fin de impedir que aquellos canallas le mataran, y, como podréis ver por el deplorable estado de mis ropas, pudieron conmigo y me lanzaron al mar.
—¡Entonces ha muerto! —gritó la infortunada mujer, desplomándose en los brazos de Perpignano, que se había aproximado en unión del tío Stake.
—Aguardemos a las restantes chalupas, señora —aconsejó el polaco. —Tal vez llegue con Metiub.
La duquesa no prestaba atención a sus palabras; la espantosa noticia parecía haberle ocasionado la muerte.
—¡La señora se va a morir! —exclamó, asustado, Perpignano.
—¡No será más que un desmayo! —dijo el tío Stake.
—¡Conducidla a la chalupa! ¡Rápido, teniente! ¡Ayudadla vos, El-Kadur!
El árabe cogió a la duquesa y se dirigió corriendo hacia la chalupa, seguido por el veneciano.
El tío Stake quedó ante el polaco, contemplándole con una mirada que no auguraba nada agradable.
—Ya lo he explicado —respondió el aventurero. —Le entregué al cuidado del médico y de los marineros que me eran leales.
—Y ese médico, ¿dónde se encuentra?
—Me imagino que en alguna de las cuatro embarcaciones que van detrás de la de Metiub.
—¿Por qué razón le has abandonado? El-Kadur me ha asegurado que iba en tus brazos.
—Unos cuantos fanáticos se precipitaron sobre mí para arrojarle al mar. Tú, que ya tienes edad, debes conocer bien que los mahometanos aborrecen a los cristianos.
—¿Y qué es lo que hiciste?
El aventurero arrugó el entrecejo y se llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada con ademán amenazador.
—¡Creo que me estás interrogando como si de improviso te hubiesen nombrado juez de la Inquisición! —exclamó.
El tío Stake apretó sus imponentes puños y, examinando al aventurero, dijo, con voz sorda:
—Sea contramaestre o juez, deseo averiguar por ti de qué manera ha desaparecido el vizconde y, voto a Dios, que me vas a informar sobre ello.
El polaco estaba a punto de enviarle al diablo. Pero supo reprimirse, calculando que no le convenía ganarse su enemistad ni dar motivo para que desconfiara de él.
—¡Ya te lo he explicado! —repuso. —Además, todavía no sabemos si se encuentra en la galera y le han asesinado. Me acuerdo de que, mientras me lanzaban al mar, oí gritar al
tobib
: «¡Ay de quien se atreva a tocar a este herido: pertenece a la sobrina del bajá!»
—¿He de creerte?
—¿No ves mis ropas chorreando agua?
—¡De acuerdo! ¡Aguardaremos a las chalupas!
—¿Y si hubiesen matado al vizconde aprovechando la confusión que había en la galera?
—Buscaré al criminal o a los criminales y deberán vérselas conmigo. ¡El pobre tío Stake es viejo, pero posee unos músculos que pueden partir las costillas a un oso de Polonia!
El aventurero simuló no haber oído aquellas palabras y regresó a la playa, en la que estaban desembarcando los náufragos. Metiub llegaba a tiempo para sustraerse al fastidioso diálogo.
—¿Os encontráis todos a salvo, cristianos? —inquirió el lugarteniente de Haradja dirigiéndose al tío Stake.
—¡Sí; todos menos el que más interesaba! —contestó enfurecido el tío Stake.
—¿Quién es el que falta? —interrogó con acento de ansiedad el turco. —¿Tal vez la señora?
—El señor Le Hussière —respondió el polaco.
—¡Cómo! ¿No iba en vuestros brazos? —le preguntó el turco.
—Es verdad; pero vuestros marineros me lo han arrebatado. Me han arrojado a mí al mar y, posiblemente, al herido también.
—¿Conocéis quiénes son esos marineros? ¡Señaladlos y los mandaré ajusticiar en este preciso instante! —exclamó Metiub, lanzando una maldición.
—No me sería posible reconocerlos, y no deseo exponerme a que se haga matar inocentes. Entre la confusión que imperaba en la galera, no me fue posible fijarme en ellos.
—Prometí a Haradja que llevaría a todos con vida, e incluso a la cristiana le aseguré que iba a salvar al señor Le Hussière. ¡Válgame La Meca! ¡He aquí cómo ahora estoy en un buen apuro! ¡Me expongo a no aprender jamás esa célebre estocada!
—¿Qué vais a hacer ahora, capitán? —inquirió el polaco.
—Pienso acampar aquí y mandar hombres a Hussif, solicitando lanchas.
El anciano contramaestre, que había escuchado la conversación, se alejó murmurando:
—Sí. Aguarda, turco imbécil, a llevarnos de nuevo a Hussif. ¡No vamos a ser tan estúpidos que no icemos las velas, o mejor será decir los talones, para ir a toda prisa en busca del León de Damasco! ¡Ese valeroso joven nos librará de todos estos infieles!
Ben-Tael, el leal esclavo de Muley-el-Kadel, no desperdició el tiempo.
Como era un expertísimo nadador, hallándose la galeota cuando el abordaje a unas cuatro millas de la costa, no resultó para él un excesivo trabajo ponerse a salvo antes que la galera acometiese a los cristianos.
En lo alto de una roca había presenciado la lucha entre ambos veleros y la captura del pequeño navío.
Convencido ya de que los turcos llevarían a los cristianos a Hussif, en cuanto vio a la galera dirigirse en dirección al norte remolcando a la galeota, el esclavo salvó las rocas que separaban la playa de las llanuras interiores de la isla e inició una rápida carrera hacia Famagusta, donde tenía la certeza de encontrar a su señor, única persona que podía salvar a los cristianos.
El árabe de las dunas no se parece al del interior. Al igual que el abisinio, es un excelente andador y raras veces emplea el
mehari
, el cual recorre sesenta y setenta kilómetros en doce horas, bastándole un poco de harina, agua y humo de tabaco, que es el café de esos rumiantes. A semejanza de todos los negros de Arabia, Ben-Tael sabía orientarse por intuición, sin precisar brújulas. Se lanzó, por tanto, a la carrera con la rapidez del antílope para notificar a su señor el desgraciado resultado de su misión.
El camino era largo. Sin embargo, el esclavo tenía confianza en la fuerza de sus piernas para llegar a tiempo a Famagusta.
Durante toda la noche prosiguió su marcha a la carrera. A la madrugada descansó durante tres o cuatro horas en una granja que por verdadero milagro no había sido arrasada y prosiguió su viaje, realizando esfuerzos desesperados para devorar una milla tras otra.
A pesar de todo, no llegó ante Famagusta hasta el anochecer del segundo día.
Se hallaba tan agotado que casi le era imposible mantenerse en pie. Su increíble resistencia había hecho que abusara en exceso de su organismo.
A las ocho de la mañana, Ben-Tael, lleno de polvo y fango, penetraba en la desventurada ciudad. Las calles continuaban repletas de escombros que obstaculizaban el paso.
Ahora ya sólo se distinguían por todas partes musulmanes. Mustafá, luego de haber aniquilado a todos los defensores de la infortunada isla, descansaba indolentemente en compañía de sus bajas.
Ben-Tael, que conocía dónde se hospedaba su señor, cruzó a la carrera la ciudad y se presentó delante de la casa, vigilada por los jenízaros.
—¿Y mi señor? —interrogó a los que pretendían detenerle. —¡Dejad paso a su fiel servidor, que desea verle con mucha urgencia!
Al escuchar aquellas palabras no se atrevieron a detenerle. Muley-el-Kadel se encontraba con un bajá amigo suyo, y al oír la voz de Ben-Tael salió al momento a las gradas de la casa.
—¡Tú! —exclamó al ver al esclavo, —¿Vienes con tristes nuevas?
—¡Sí, señor! ¡Los cristianos han sido apresados por una galera que manda uno de los capitanes de Haradja!
—¡Haradja! —dijo el León de Damasco, encolerizado. —De continuo ha de interponerse en mi camino esa tigresa. ¡Habla, explícate!
En breves palabras, el esclavo le describió lo acontecido, sin omitir el menor detalle.
—¡Haradja sigue igual! —dijo, luego de haber escuchado la explicación, el León de Damasco. —¡Siempre extraña y siempre implacable! ¿A qué lugar imaginas que habrán conducido a los cristianos?
—Probablemente al castillo de Hussif, señor.
—¿Los habrá llevado Metiub?
—Sí, señor.
—¡Haradja me devolverá a la duquesa! —exclamó con fiero acento Muley-el-Kadel . —¡Qué tenga cuidado! ¡El León de Damasco posee la fuerza suficiente para derrotarla!
—Esa mujer es incontenible, señor —adujo el esclavo.
Una despectiva sonrisa asomó a los labios del joven.
—¡Ya comprobaremos —dijo —si es más terrible Haradja que quien llaman el León de Damasco! Indica a mi ayudante de campo que disponga treinta caballos y otros tantos hombres, escogidos entre los más valerosos de mi compañía. ¡Si Haradja pretende oponerse a mis deseos, lo lamentará! Mustafá es poderoso; el bajá aún más. Pero Muley-el-Kadel es la mejor espada del ejército mahometano y goza de mucho prestigio entre los guerreros del Islam. ¡Los desafío a ambos!
—¿De manera, señor, que nos dirigimos a Hussif?
—¡Y sin pérdida de tiempo! —respondió Muley-el-Kadel. —¡Esa mujer es muy sanguinaria y podría vengarse al instante! ¡Hemos de alcanzar el castillo antes que lleguen los prisioneros! En ocho horas de marchar a todo galope, habremos llegado.
—¿Y Mustafá, señor?
—De momento no se enterará de nada.
—¿Y después, señor? Ya estás enterado de lo que regala el sultán a los que auxilian a los cristianos.