Gastón aguardó a que la duquesa se alejara por la escotilla y, asiendo al tío Stake por un brazo, inquirió:
—Decidme: ¿teméis que acontezca algo?
—No, señor vizconde. No es probable, al menos de momento, que nos persigan los turcos. Pero la desaparición de la carabela podría suscitar recelos en el ánimo de Haradja.
—Acaso imagine que se ha ido a pique.
—¡Hum! ¡Con lo tranquilo que está el mar, lo dudo!
—¿Tenéis la certeza de no haber divisado ninguna nave por las proximidades de Hussif?
—No he visto más que por muy breve tiempo la costa, señor, y no me sería posible asegurar que en cualquier ensenada no se encontrara algún navío.
—¿Contamos con buen armamento?
—En el entrepuente hay cuatro culebrinas. Y en el armero abundan los arcabuces, las espadas y las lanzas. Las municiones tampoco faltan. Por otra parte, la galeota es sólida y puede luchar contra cualquier carabela. ¡Mucho le costaría abordarnos! —opinó el tío Stake. —Esta galeota solamente podría ser vencida por una galera.
—No me parece que las haya por esta zona —dijo el vizconde.
—Si no llega de alta mar, y en tal caso no nos quedaría otra solución que varar en la costa.
—¡Ah! ¡Aquí tenemos a la señora! ¡Por todos los leones de la República! ¡Ésta es una turca que enloquecería a todos los bajas, e incluso al sultán!
La duquesa había aparecido sobre cubierta, más hermosa que nunca. Ninguno hasta entonces la vio vestida de mujer con excepción de Le Hussière y Perpignano.
De las ropas destinadas para Haradja había escogido un vestido, más georgiano que musulmán, que realzaba su belleza y hacía resaltar sus ojos negros.
Lucía una elegantísima
culidjé
abierta por la parte delantera y que permitía ver la
piraheu
. Llevaba también calzones de blanca seda, recamados en oro, y, en la cintura, una faja de seda azul. Sus pies calzaban babuchas de roja piel recamadas en plata y con la punta muy torcida hacia arriba, casi alcanzando a los flecos de la faja. Su cabellera, partida en trenzas, caía a ambos lados del rostro, tapado por un velo blanco.
Le Hussière se detuvo frente a ella, mirándola admirado; el tío Stake, que, de improviso, parecía haber enloquecido, lanzó a lo alto la gorra, exclamando con todas sus fuerzas:
—¡Viva la capitana!
Y un grito, surgido de todos los pechos, repitió:
—¡Viva! ¡Viva!
Casi no se habían extinguido los ¡vivas!, cuando sonó una violenta imprecación.
Todos se volvieron hacia popa.
Nikola Stradiato se hallaba casi tumbado encima de la borda, con el semblante desfigurado, mirando hacia el norte y con el puño extendido.
—¡Eh, Nikola! —exclamó el tío Stake. —¿Te has vuelto imbécil de improviso? ¿Qué mosca te ha picado para venir a interrumpir nuestra alegría?
—¡Por la cruz! —gritó el griego con sorda voz. —¡Tres velas doblan hacia alta mar el promontorio de Hussif! ¡Como no sea una galera de la Serenísima, tendrá que ser turca la maldita! ¡Tened cuidado con esas aves de presa!
El grito del renegado extinguió de improviso la alegría suscitada por la aparición de la hermosísima capitana.
—¡Ni cien cubos de agua helada! —masculló entre dientes el tío Stake. —¡Menuda novedad!
El vizconde, que había palidecido, contemplaba con angustia a la duquesa.
—¡Tres velas! —exclamó dirigiéndose a Nikola. —¿No estaréis en un error?
—No, señor vizconde. Tengo buena vista y puedo distinguir una galera de una carabela o de una galeota. Ha dado en este momento la vuelta a la altura de Hussif y aseguraría que intenta darnos caza.
—¡Cuerpo de… ancla rota! —barbotó el tío Stake. —¡Ya se ha enterado esa endemoniada bruja de que no tenemos la menor relación con el bandido de Mahoma! ¡Vamos: todavía tengo buena vista!
Cruzó con cuanta rapidez le fue posible la toldilla y descendió al puente en compañía de Le Hussière, Perpignano, la duquesa y El-Kadur.
—¡Veamos si no has soñado, Nikola! —comentó, dirigiéndose hacia la borda. —¡No puedo creer que esos bandidos estén ya advertidos! ¿Cómo es posible que hayan podido husmear a los cristianos a tanta distancia?
Maldiciendo de continuo, según su norma, se acercó al griego.
—¿Hacia dónde están esas velas? —inquirió.
—¡Fíjate! —le contestó el griego, indicando hacia el horizonte.
—¡Válgame san… no sé quién! —barbotó el viejo marinero. —¡No parece posible! ¡Tres velas! ¡Por fuerza tiene que ser una galera!
—¿Es veneciana o turca? —inquirió el vizconde.
—No poseo lentes, señor vizconde —repuso el anciano. —Pero, a pesar de que los poseyese, a tanta distancia no me sería posible comprobar la bandera que ondea sobre el palo.
—¿No crees que acaso sea veneciana?
—¡Hum! ¿Qué va a buscar por aquí una galera de la República, ahora que Chipre se encuentra ya en poder de los turcos?
—¿Así que será turca?
—Es lo más probable, señor.
—¿Y vamos a dejar que se lancen al abordaje y nos hundan? —preguntó el vizconde.
—No habrá otro medio de evitarlo que alcanzar la costa —opinó Nikola. —Desgraciadamente, la brisa ya no sopla.
—Y la costa se halla muy distante —adujo el tío Stake. —Para recorrer las quince millas que nos separan de ella, requeriríamos como mínimo ocho horas, si continúa la calma.
—Decid, Stake —indagó Le Hussière: —¿por qué causa ese navío tiene a su favor el viento?
—Debido a que está navegando por alta mar, señor y, teniendo en cuenta el color oscuro del agua, por esa zona debe de soplar aún la brisa.
—En tal caso avancemos en dirección a poniente.
—Así nos alejaremos de la playa.
—Contamos con culebrinas y arcabuces. Somos bastante numerosos y gente resuelta, según creo.
—¡Decididos a morir antes de tornar a la esclavitud! —dijo Nikola. —¡Contad para lo que sea con mis hombres, señor! —¿Cuál es vuestra cuestión de honor? —preguntó el vizconde. —El capitán Tormenta puede aconsejarnos magníficamente.
—¡Pongamos rumbo hacia alta mar, tío Stake! —repuso la duquesa. —Todavía no tenemos la certeza de si esa nave es amiga o enemiga. Y si comprobamos que es mahometana, podemos dirigirnos de nuevo hacia la costa. ¿No opináis así, tío Stake?
—¡Voto a Dios! —exclamó el contramaestre. —¡Siempre dije que merecéis que os nombren gran almirante! ¡Un marino veterano no hubiera hablado mejor que vos, señora! ¡La brisa por esa zona es magnífica y esta galeota no es una tortuga! ¡Todavía no nos ha dado caza y podemos obsequiarlos con algunos proyectiles! ¡A la maniobra! ¡Todas las armas blancas y de fuego preparadas sobre la cubierta!
En tanto que Perpignano, en unión de algunos griegos, se afanaba en esto último, luego de haber cargado las culebrinas, los restantes hombres intentaban maniobrar de manera que la galeota alcanzara la zona azotada por el viento. No era tarea sencilla el lograrlo, ya que la nave se hallaba ya muy próxima a la costa, en lugar resguardado por los promontorios cercanos. No obstante, por medio de velas y remos se consiguió hacerla avanzar hasta el lugar deseado y que de esta forma aprovechase el viento, que soplaba con ciertas intermitencias.
Ya no cabía duda respecto a la intención del navío sospechoso, cuya proa avanzaba directamente hacia la galeota.
—¿Nos darán caza? —preguntó la duquesa al vizconde.
—¡Me temo que sí!
—¿Podemos aguantar un abordaje?
—Una galeota no puede enfrentarse a una galera, Leonor.
—En tal caso, ¿nos apresarán? —inquirió la joven, con ansiedad.
—Todavía no nos han alcanzado. Creo que el tío Stake es un magnífico marino y no dejará que nos apresen con facilidad.
En aquel instante oyeron una voz a sus espaldas que preguntaba:
—Señora, ¿ya no os acordáis de que tengo orden de cuidar de vos?
La duquesa se volvió al momento. Ben-Tael, el esclavo de Muley-el-Kadel, se encontraba delante de ella.
—¿Qué deseas? —inquirió.
—Mi señor me ha indicado que en el supuesto de que os encontraseis en peligro fuera a advertirle, y creo que en este momento el peligro es inminente.
—¿Consideras que ese navío es musulmán?
—He bajado ahora mismo de las crucetas del mayor y estoy seguro de que sobre esas velas flota la bandera verde del Profeta. Las cofas son muy altas y totalmente diferentes a las que llevan las galeras venecianas.
—¿Y qué pretendes hacer?
—Pedir vuestro consentimiento para alcanzar la costa y advertir a mi señor antes que me apresen con vosotros.
—Nos encontramos a siete u ocho millas.
El esclavo sonrió.
—Ben-Tael es un nadador que no tiene contrincantes y a quien no amedrentan los tiburones.
—No obstante, todavía no estamos en tan crítica situación como para caer en poder de la galera —objetó la duquesa. —Fíjate: la galeota corre en este instante.
—Es verdad, señora. Pero es aconsejable tomar precauciones.
La duquesa pidió con la mirada la opinión del vizconde.
—¿Podemos confiar en la ayuda del León de Damasco? —inquirió Gastón.
—Estoy absolutamente segura —respondió la joven. —Está agradecido hacia mí porque le perdoné la vida.
—En tal caso, si lo deseas, márchate —dijo Le Hussière al esclavo. —En el supuesto de que no podamos escapar a la persecución de la galera, nos dirigiremos a la costa y en cualquier parte nos hallaréis.
—En dirección a Luda —dijo la duquesa. —Ya sabes que ésa es precisamente la ensenada donde buscamos refugio.
—Sí, señora. Allí os aguardaré —contestó el esclavo.
Se ajustó la faja que le ceñía la cintura y, afirmando en ella el yatagán, se despojó del manto y se arrojó al agua.
—¡Por cien mil tiburones! ¡Hombre al agua! —exclamó el tío Stake. —¡Vira!
—Dejadle, Stake —intervino la duquesa. —Se trata del esclavo de Muley-el-Kadel que se marcha.
—¿Le atemorizan sus compatriotas a ese bribón? ¡En el momento en que vuelva a verle le abraso de un tiro!
—Se va con mi consentimiento. No os preocupéis por él. ¿Y la galera?
—¡El infierno cargue con ella y Mahoma reviente! —gritó el contramaestre, que parecía hallarse encolerizado. —¡Cualquiera diría que tiene reserva de viento!
—¿Va ganando terreno? —insistió el vizconde.
—Sí, señor. Por lo que parece la brisa sopla con mayor fuerza hacia esa parte.
—¡Son turcos! ¡Son turcos! —exclamó en aquel instante una voz desde las cofas.
—¡San Marcos y su león nos amparen! —dijo el tío Stake, quitándose la gorra de un manotazo.
—¿Qué pensáis hacer? —le preguntó el vizconde.
—Doblar hacia la costa e intentar desembarcar en Luda —repuso el marino.
—Es lo único que se puede intentar —comentó Nikola, que se había aproximado hacia ellos. —De todas formas, tengo mis dudas respecto a que la galera nos deje tiempo de llegar. Se abalanza sobre nosotros demasiado aprisa, y de aquí a diez minutos nos encontraremos al alcance de sus cañones.
—¡Suelta las escotas y prestos para virar! —gritó el tío Stake. —¡Cambia los foques!
La galeota, que avanzaba en dirección a poniente, viró hacia levante. Desgraciadamente, el viento era muy flojo y no favorable.
Por el contrario, la galera seguía acercándose velozmente.
No tardó ni diez minutos en alcanzar a la galeota y disparó su primer cañonazo con pólvora solamente, conminándolos a que se detuvieran.
—¡Estamos listos! —exclamó el tío Stake, arrancándose un mechón de pelos. —¡Como mínimo hasta dentro de tres cuartos de hora no alcanzaremos la playa! ¡Señor vizconde y vos, señora, preparaos para la defensa!
—Leonor, colocaos en la batería con Perpignano —indicó Gastón. —Allí os encontraréis más a cubierto.
—¿Y vos? —inquirió la duquesa, contemplándole con angustia.
—Mi puesto está sobre cubierta, junto a Nikola, El-Kadur y el tío Stake. De momento los turcos no se lanzarán al abordaje y vuestra extraordinaria espada no es precisa. ¡Rápido, Leonor! ¡Se disponen a disparar de nuevo! Tengamos confianza en Dios y en nuestro valor.
Al ver que la joven titubeaba, la cogió por la mano y la llevó con suave energía a la batería, en la que Perpignano y siete de los renegados se preparaban a disparar las culebrinas.
—¡No os expongáis, Gastón! —suplicó la duquesa. —¡Pensad que os amo!
—Tendré buen cuidado de las balas turcas —respondió el vizconde con una sonrisa. —Ya somos antiguos conocidos, y cuando en Nicosia me respetaron, con mayor motivo lo harán aquí. ¡No os inquietéis, Leonor!
—¡Tengo tristes presagios!
—¡Todas las personas, incluso las más valerosas, los tienen antes de empezar la batalla! Vos lo conocéis mejor que yo, ya que habéis estado presente en el sitio de Famagusta.
Un segundo disparo de culebrina, acompañado de una exclamación de Nikola, le hizo interrumpir sus palabras.
—¡Mi puesto está sobre cubierta! —exclamó el vizconde, mientras se alejaba. —¡Se requiere allí mi presencia!
—¡Entonces ve, querido Gastón!
Le Hussière desenvainó la espada y subió con rapidez a cubierta, en tanto que Perpignano ordenaba a los renegados:
—¡Dispuestos para una andanada!
Cuando Le Hussière llegó arriba, la galera se encontraba a ochocientos metros e intentaba cerrar el paso a la galeota, avanzando paralelamente a la costa.