El León de Damasco (3 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El León de Damasco
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—Y tú ¿también eres un héroe?

La duquesa, cogida desprevenida por aquella pregunta, permaneció silenciosa un momento y, al cabo, repuso:

—Si en tu castillo, señora, cuentas con espadachines de categoría, puedes decirles que se enfrenten contra mí dos contra uno y los venceré cuando te plazca.

—¿Incluso a Metiub?

—¿Quién es?

—El mejor espadachín de la flota.

—¡Que se presente!

—¿Deseas tú,
effendi
, competir con Muley-el-Kadel? —inquirió Haradja, sorprendida.

—¡Con todos!

—¡Pero Muley es amigo tuyo!

—Es verdad, señora.

—¿No te has enfrentado nunca a él?

—No.

—Esta tarde te admiraré en la demostración,
effendi
. Solamente amo a los bravos que saben vencer y matar.

—Cuando lo mandes, señora, te demostraré cómo combate el hijo del bajá de Medina.

Haradja le examinó de nuevo diciéndose para sí:

—«¡Guapo y audaz! ¿Más audaz o más guapo? ¡Ya lo comprobaremos!»

En aquel instante, ambos esclavos penetraron en la tienda portando en una bandeja de oro dos recipientes de plata con
yogur
.

—Por ahora, acepta esto,
effendi
—dijo la sobrina del bajá, — en tanto que yo ordeno preparar mi caballo. Eres mi invitado, y en el
hisar
te trataré mejor. Me resulta agradable tu compañía y te quedarás algunos días conmigo.

—¿Y Muley-el-Kadel?

—¡Aguardará! —contestó Haradja despectivamente.

—Ya te he indicado que me ha ordenado Mustafá llevar a Famagusta al vizconde.

—¡Aguardará también! ¡No estoy habituada a recibir mandatos de nadie y menos aún del sultán! ¡Chipre no pertenece a Constantinopla y el Mediterráneo no es el Bósforo! ¡Despreciables esclavos, preparad un corcel!

—¡Una pregunta más, señora! —interrumpió la duquesa.

—¡Habla,
efendi
!

—¿No me será posible ver al vizconde?

—No se encuentra aquí —respondió Haradja. —Le he enviado a un estanque un poco alejado, donde me han asegurado que las sanguijuelas son muy abundantes.

—¿Le has encargado a él pescarlas? —inquirió la duquesa con un gesto de espanto.

—No. Solamente es el encargado de dirigir la labor. Mustafá y Muley-el-Kadel no le hallarán en muy malas condiciones físicas. Ese caballero me ha parecido más interesante que los demás, aunque sea un perro cristiano. Por otra parte, está en situación de pagar un buen rescate, y para la gente acomodada la sobrina del bajá guarda ciertas consideraciones. Acompáñame, bello capitán. Se está más cómodo en el castillo que en estos estanques pestilentes.

La duquesa contempló con cierta burla a Haradja y respondió:

—Cuando gustes, señora: estoy preparado. No hay que hacer esperar a las damas, como dicen los gentilhombres cristianos.

La sobrina del bajá pareció interesarse por aquella frase, preguntando:

—¿Has viajado por las naciones cristianas?

—Sí, señora. Mi padre deseó que conociera España y la bella Italia.

—¿Con qué fin?

—Quería que me perfeccionase en el uso de las armas.

— ¿De manera que si se presentase la ocasión serías capaz de batirte con armas rectas?

—A mi entender son más prácticas que las cimitarras turcas.

—¡Bah! —comentó Haradja. —Metiub es un magnífico maestro de armas, y ni la espada italiana, ni la francesa, ni la cimitarra turca le atemorizan.

—¡Quién sabe, señora!

—¿Confías mucho en tu pulso,
effendi
? ¡Pareces demasiado joven!

—¿Y qué importancia tiene eso? —inquirió la duquesa. —La maestría y el brazo es lo que importa y no la juventud.

—Esta tarde te contemplaré frente a Metiub,
effendi
.

—¡No me arredra!

—¿A la primera y mejor espada de la escuadra no le temes?

—Ya me lo dijiste —respondió con una risita la duquesa. —Mediremos nuestras armas, señora, si eso te gusta. Tengo deseos de conocer al más experto espadachín mahometano.

—¡Señora! —interrumpió en aquel instante uno de los esclavos, penetrando en la tienda.

—¿Está ya mi caballo?

—Ya está preparado.

—Capitán, la comida nos aguarda en el castillo de Hussif.

—Me tienes a tus órdenes —contestó la duquesa, inclinándose. —¿Y el vizconde Le Hussière?

—Mañana se reunirá con nosotros —respondió Haradja. — Estoy interesada en las sanguijuelas de mis estanques. Es una gran riqueza que se puede explotar y de la que los cristianos no se habían dado cuenta. ¡Cosa rara! Cualquiera diría que esos pequeños animales sienten preferencia por la sangre cristiana. ¿Será mejor que la mahometana?

—Es posible —convino la duquesa.

—¡Pongámonos en marcha, bello capitán!

Abandonaron la tienda. Un esclavo negro sostenía por las bridas un corcel árabe blanco magníficamente empenachado.

—Mi caballo es de batalla —explicó Haradja. —Me lo mandaron de Gebel Schamar y me parece más raudo que ningún otro de los que hay en Chipre. Lo quiero más que pudiera quererlo un árabe, y tú, puesto que lo eres, conoces mejor que yo que tus compatriotas ponen en primer término en su corazón al caballo y, en segundo, a la mujer. ¿No es así, capitán?

—Sí, señora —concordó la duquesa.

—¡Muy raros hombres son los árabes! Se asegura que las mujeres bellas no escasean en tu tierra. El Profeta debía de tener buen gusto. ¡Ah! ¿Cuál es tu nombre?

—Hamid.

—¿Qué más?

—Leonor.

—¡Leonor! —exclamó la sobrina del gran almirante. — ¿Qué significado tiene ese nombre?

—No sabría indicártelo.

—Creo que no es árabe ni turco.

—Igual que yo —contestó la duquesa, con sutil ironía.

—¿No será cristiano?

—¡No lo sé!

—¡Leonor! ¿Qué raro capricho o qué fantástica imaginación induciría a tu padre a ponértelo? ¡Es lo mismo! ¡Es hermoso y suena bien! Sube a caballo, Hamid Leonor. Al mediodía nos encontraremos en el castillo de Hussif.

La sobrina del bajá montó sobre la silla de su caballo de un salto con la agilidad de una amazona y, soltando las bridas, exclamó:

—¡Acompáñame! ¡Junto a mí, bello capitán, haremos correr a tu escolta!

3. Los caprichos de Haradja

La comitiva inició una desenfrenada carrera. Haradja azuzaba a su corcel con la mano y lanzaba salvajes gritos.

Aquella sorprendente mujer parecía emborracharse con la velocidad, que tal vez le recordara las bordadas de su tio en las galeras y el furioso silbar del viento en el Mediterráneo.

Ni los movimientos sobresaltados del caballo ni las sacudidas producían en ella la más mínima impresión. Se erguida e impertérrita, como si su cuerpo formase parte corcel.

Con el semblante excitado, los ojos chispeantes y los cabellos sueltos al viento, espoleaba continuamente su montura, exclamando:

—¡Azuza tu caballo, capitán! ¡Un árabe no debe rezagarse jamás!

La duquesa, magnífica amazona, forzaba a su cabalgadura a realizar extraordinarios esfuerzos para seguir a la altura de Haradja.

La expedición se iba rezagando a cada instante, a pesar de los gritos y golpes de espuelas de los jinetes para excitar a los cansados caballos.

Solamente el capitán turco y Perpignano conseguían dar alcance en algunas ocasiones a las mujeres.

Aquel endemoniado galope se prolongó durante veinte minutos, y no se interrumpió hasta que alcanzaron la plataforma del castillo.

La duquesa detuvo, con un firme tirón, a su corcel, y desmontando se aproximó hasta Haradja para ayudarla. Pero ésta la repelió con un enérgico ademán.

—¡La sobrina de Alí-Bajá —exclamó —baja y sube del caballo de un salto sin precisar escuderos ni soldados!

Y, contemplando con incitante sonrisa a la duquesa, agregó, luego de haber bajado al suelo sin apoyarse en los estribos:

—Eres invitado de mi castillo, gentil capitán, y tus deseos van a ser para mí órdenes.

—Procuraré, señora, no abusar de tu hospitalidad.

—Pues te ordeno que abuses —respondió Haradja.

—En tal caso, ya no seré yo quien mande —contestó con una sonrisa la duquesa.

La sobrina del bajá permaneció silenciosa durante unos segundos, como reflexionando en la respuesta y añadió, riendo:

—Estás en lo cierto, capitán; ya comenzaba yo a dar órdenes. Es un mal hábito. Pero ¡qué se le va a hacer! Estoy habituada a mandar siempre, no a ser mandada. Acompáñame: la comida está preparada, ya que oigo al
muezzin
cantar la plegaria del mediodía.

Y, haciendo un ademán con la mano derecha y encogiéndose imperceptiblemente de hombros, añadió a media voz:

—¡El Profeta se conformará con la plegaria de su sacerdote! ¡Dios es grande y por hoy disculpará que no le oremos!

«¿Qué género de mujer es ésta? —se dijo la duquesa. —Fiera con los cristianos porque no son mahometanos, se ríe de Alá y de su profeta. ¿Será un enigma? ¡Estáte alerta, capitán Tormenta!».

Haradja dejó al cuidado de los esclavos los corceles, les encargó que atendieran a la comitiva y, tomando con familiaridad de la mano a la duquesa, penetró con ella en un amplio salón, a cuya puerta se hallaban de guardia dos esclavos.

—¿Está preparada la comida? —inquirió Haradja.

—Sí, señora —respondieron, haciendo una profunda reverencia.

El salón se encontraba amueblado con elegancia, pero también con sencillez, sin grandes muebles pesados, de los que en aquel tiempo se empleaban.

Unos cuantos divanes de seda, numerosos tapices y tapetes recamados en oro y plata, mesitas pequeñas en los rincones y artísticas panoplias de armas de todos los países: desde los arcabuces largos y pesados árabes hasta la liviana y reluciente espada francesa.

En medio de la estancia había una mesa puesta con elegancia, con mantel de seda floreada, platos de plata extraordinariamente cincelados y vasos y jarras de cristal de Murano.

—Siéntate, gentil capitán —indicó Haradja, colocándose cómodamente sobre una poltrona de brocado. —Efectuaremos a solas la colación y así podremos conversar sin que nos molesten. No te inquietes,
effendi
, por los de tu comitiva. Serán magníficamente atendidos y no se podrán quejar de la hospitalidad del castillo de Hussif. Dispongo de muy buenos cocineros y me mandan lo mejor de Constantinopla y de las islas. ¡Ah! ¡Por cierto: has llegado en una buena ocasión! Haré que dispongan peces milagrosos de Balouskla.

—¿De Balouskla? —inquirió la duquesa. —¿De qué peces se trata?

—¿Cómo? ¿Acaso no sabes nada respecto a la leyenda?

—No conozco ni una palabra, señora.

—Te la explicaré mientras los paladeemos,
effendi
.

«¡Qué extraña criatura!», dijo para sí la duquesa.

Haradja tomó un platillo de plata y dio un golpe en una campana de oro. Cuatro esclavos negros acudieron llevando platos de plata con pastelillos, dulces perfumados con esencias, de los que tanto gustaban en aquella época a las mujeres mahometanas.

—Servirán para abrirte el apetito —indicó Haradja a la duquesa. —Los célebres pescados vendrán después.

La joven duquesa cogió algunos y los elogió en extremo. Después penetraron un par de esclavos llevando en un plato de oro una docena de peces de doradas escamas, que, ¡cosa extraña!, tenían una larga mancha negra en el costado derecho.

—He aquí un plato extraño que me agrada ofrecerte,
effendi
. El mismo Selim no debe de comerlo muy a menudo, debido a su elevado precio. Estos peces resultan difíciles de pescar en medio del fango de los lagos de la abadía de Balouskla.

—Una abadía que desconozco, ya que no he combatido jamás fuera de Arabia y del Asia Menor.

—Cátalos primero —dijo Haradja.

La duquesa tomó uno.

—¡Deliciosos, señora! —comentó. —¡En el mar Rojo jamás vi pescado tan exquisito!

—¡Lo creo! Los monjes no los venden a todo el mundo. Les gusta más comérselos ellos mismos —contestó Haradja, sonriendo. —Ahora adivino por qué razón los venden a tan alto precio. No obstante no me importa el dinero gastado, puesto que se trata de presentarte un plato digno del sultán de Constantinopla. ¿Puedes creerme si te aseguro que estos peces saltaron solos un día dentro de la sartén?

—¡Estos peces! —exclamó la duquesa.

—Sus abuelos —informó Haradja.

—¿Es posible lo que me explicas, señora?

—Se trata de una historia real,
effendi
. Se afirma que Mohamed II, nuestro gran sultán, había resuelto tomar Constantinopla en un día decidido de antemano.

—El veintinueve de mayo de mil cuatrocientos cincuenta y tres —corroboró la duquesa.

—Conoces muy bien la fecha. ¿Tienes mucha instrucción?

—Muy poca, señora; te suplico que prosigas.

—Bien. Ya que conoces lo que sucedió en épocas pasadas, no desconocerás que los griegos de Constantino XVI, que había de ser el último de los Paleólogos, organizó una vigorosa defensa luego de haber efectuado pública penitencia en la iglesia de Santa Sofía.

—Sí. Se lo oí explicar a los viejos que tenían la misión de instruirme —dijo la duquesa.

—El ejército de Mohamed, que había jurado tomar por encima de todo la antigua Bizancio y convertir la iglesia de Santa Sofía en la más magnífica mezquita de Oriente, al asomar el alba se precipitó ferozmente al ataque, conquistando con valentía más que sobrehumana los fuertes, pese a la desesperada resistencia opuesta por los guerreros del Paleólogo; por último, los griegos, aniquilados por las armas de nuestros invencibles soldados, que avanzaban de continuo, despreciando el huracán de flechas que sobre ellos se abatía, mandaron a un guerrero para prevenir a los conventos la caída de la ciudad. En uno de aquéllos, denominado el convento de Balouskla, estaban guisando unos pescados de una clase especial, muy apreciados por la exquisitez de su carne y que los monjes criaban en determinada pecera. El cocinero, que se preparaba a sacar unos cuantos de la sartén, llena de aceite hirviendo, al escuchar la nueva llevada por el guerrero se encogió de hombros, no pareciéndole posible que los mahometanos hubieran conseguido conquistar la ciudad, exclamando: «¡Si lo que decís es verdad, desearía ver estos peces, ya fritos, saltar al suelo y moverse! ¡De otra manera, no creeré en las palabras de este hombre!». Nada más había dicho aquellas palabras, cuando, entre la estupefacción de todos los presentes, se vio cómo aquellos peces revivían y comenzaban a menearse en el suelo. La noticia de aquel milagro no tardó en ser notificada a Mohamed, quien, imaginando ver en ello un indicio del poder del Profeta, mandó que se recogieran aquellos pescados y encontrándolos todavía con vida hizo que los guardaran en una vitrina de su palacio.

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