—Si está usted en Roma —declaró tajante—, es a instancias y por deseo expreso del mismísimo papa. Se reunirá con él mañana por la tarde en sus aposentos del Vaticano. Por lo que parece, su reputación ha llegado a oídos del pontífice. Es usted un hombre con suerte.
Aquello me sorprendió tanto que no pude evitar soltar una carcajada, una reacción que, a la vista de su cara de indignación, Cariati debió de juzgar típica de un papanatas francés como yo.
Sabella Donato acababa de cumplir treinta y dos años cuando la conocí. Llevaba el cabello, castaño oscuro, peinado hacia atrás y recogido en un moño, y sus grandes ojos verdes constituían su rasgo más cautivador. Tenía la costumbre de mirarte de soslayo, con el rostro medio vuelto mientras observaba todos tus movimientos, y se la consideraba una de las tres mujeres más bellas de Roma. Su tez no era tan oscura como la de sus compatriotas que trabajaban de sol a sol, y toda ella desprendía un aura de refinamiento y misterio muy europea, a pesar de que era hija de un pescador y se había criado en Sicilia.
Me la presentaron en una recepción en casa de los condes de Jorvé, cuya hija, Isobel, amenizaría la velada cantando una selección de
Tancredi
. Había conocido al conde hacía unas semanas en una de las muchas comidas a las que tenía que asistir debido a mi nuevo cargo y me había caído bien desde el principio. Era un individuo de cara rolliza cuyo orondo aspecto no podía ocultar su pasión por la buena mesa y el vino. En esa ocasión se acercó a mí para hablar del teatro de la ópera que yo proyectaba construir.
—Entonces, ¿es cierto, señor Zéla? Será la ópera más hermosa de toda Italia, ¿verdad? Rivalizará con la Scala de Milán.
—Ignoro de dónde ha sacado esa información, señor conde. —Sonreí mientras giraba la copa de oporto que sostenía—. Como sabrá, todavía no se ha anunciado adónde irán a parar los grandes fondos.
—Venga, hombre. Toda Roma está enterada de que Su Santidad se ha propuesto construirlo. Como sabrá, su obsesión por superar a Lombardia se remonta a antes de alcanzar la tiara. Hasta dicen que compara la relación que mantiene con usted con la que Leonardo tuvo con…
—Por favor, conde —lo interrumpí, tan divertido como halagado por el giro que estaba tomando la conversación—, no diga tonterías. No soy más que un funcionario. Y en caso de que estuviéramos planeando la construcción de un teatro de la ópera, no me ocuparía de su diseño, sino de administrar los fondos de la forma más adecuada. De la creación artística se ocuparán hombres más talentosos que yo.
Se echó a reír y me hincó en las costillas un regordete dedo índice.
—De modo que es imposible sonsacarle un secreto, ¿eh? —dijo, cada vez más picado por la curiosidad.
—Lo siento. —Negué con la cabeza.
La construcción de un teatro lírico no tardó en anunciarse oficialmente, y a partir de ese momento me convertí en el blanco de todos los ciudadanos que tuvieran alguna idea sobre cómo debía edificarse, el tamaño del escenario y la profundidad del foso. ¡Llegaron a opinar hasta del estampado del telón! Las sugerencias del conde eran las que más merecían mi atención. Trabé amistad con él y aprecié su carácter discreto, pues no divulgaría el contenido de nuestras conversaciones. Sólo lamentaba que su hija Isobel no fuese mejor cantante, pues había esperado corresponder a su amistad ayudándola en su carrera. Entonces era una joven de veinticinco años y escaso atractivo, soltera y sin un porvenir muy halagüeño.
—Canta fatal, ¿no le parece? —me susurró Sabella al oído— tras situarse a mi lado. Isobel acababa de ejecutar su tercera pieza de la velada y al fin podíamos ir en busca de un refrigerio bien merecido.
—Si practica mucho, tal vez mejore —murmuré, intentando sonar caritativo. La visión de ese rostro sonriente me atrajo de inmediato, pero no quería ser desleal con mi amigo sólo por congraciarme con una mujer—. En el segundo movimiento se ha desenvuelto bastante bien, ¿no cree?
—Más bien parecía que fuese la cantante quien necesitaba h n movimiento —repuso Sabella con voz queda al tiempo que cogía una galleta salada y la observaba con desconfianza—. Por otro lado, hay que convenir en que es buena chica. He hablado con ella antes y me ha advertido que no me hiciera muchas ilusiones respecto de sus habilidades operísticas.
Sonreí.
—Sabella Donato —se presentó tras una pausa, y me tendió una mano enguantada.
La tomé y al rozarla con los labios percibí el calor que emanaba del raso. Al mismo tiempo, me incliné ligeramente y di un paso atrás.
—Matthieu Zéla.
—El gran administrador de las artes. —Respiró hondo y me miró de arriba abajo como si llevara mucho tiempo esperando conocerme—. Ha creado muchas expectativas,
signor
. La ciudad habla de sus proyectos noche y día. Ha llegado a mis oídos que en un futuro no muy lejano tendremos un nuevo teatro de la ópera.
—Bueno, no hay nada confirmado todavía.
—Será beneficioso para la ciudad —prosiguió como si no me hubiera oído—, aunque espero que su amigo el conde no pretenda que su hija cante la noche de la inauguración. Será mejor que la joven honre con su presencia uno de los numerosos palcos.
—Confío en que usted también lo haga, señora Donato.
—Llámeme Sabella, por favor.
—¿Cantará usted para nosotros si acaba por llevarse a cabo ese gran proyecto? Su reputación es anterior a la mía, no lo olvide. He oído que a veces canta en fiestas particulares.
Soltó una carcajada.
—Y no salgo barata, ¿sabe? ¿Está seguro de que podrá pagarme?
—Su Santidad es un hombre con recursos.
—Que mantiene bajo siete llaves, según tengo entendido.
Moví las manos para indicar que no tenía nada que comentar al respecto y se echó a reír.
—Es usted una persona muy discreta, señor Zéla —añadió—, una cualidad muy loable en los tiempos que corren. No me importaría conocerlo más a fondo. Hasta ahora sólo he oído rumores y, aunque tienen la fastidiosa costumbre de atenerse a la verdad, es una tontería fiarse de ellos.
—Lo mismo digo respecto a usted —repuse—, aunque las historias que he oído contar de Sabella Donato destacan sobre todo su belleza y su talento, ambas cualidades innegables. Ignoro lo que le habrán contado sobre mí.
—Los halagos no lo son todo en esta vida. —De pronto parecía irritada—. Vaya a donde vaya, la gente no deja de lisonjearme, mañana, tarde y noche. O al menos lo intentan. Aseguran que mi voz es un instrumento de Dios, que mi belleza es incomparable, que mi sola existencia hace que el mundo sea maravilloso, que si esto, que si aquello. Piensan que oír esas cosas me hace feliz, que así seré más parecida a ellos. ¿Usted cree que sirve de algo?
—Lo dudo. Una persona segura de sí misma reconoce su talento y no necesita que se lo recuerden constantemente. Y me parece que usted ya posee esa clase de confianza.
—Entonces, si usted quisiera halagarme, ¿qué diría? ¿Qué haría para causarme una buena impresión?
Me encogí de hombros.
—La verdad es que no trato de impresionar a nadie, Sabella. No va con mi naturaleza. Cuanto mayor me hago, menos me interesa la popularidad. No es que quiera despertar antipatías, claro, pero cada vez me importa menos lo que la gente piensa de mí. Es mi opinión lo que me importa de verdad. Y mi respeto. Y me merezco respeto, se lo aseguro.
—¿De modo que nunca intentaría causarme una buena im—, presión como hacen todos? —Sonrió con coquetería.
Me sentía muy atraído por ella y me habría gustado llevarla a algún sitio donde hablar tranquilamente, pero me cansé de mantener ese ritmo de agudezas algo forzadas, el tipo de lenguaje que emplean dos personas que desean causarse mutuamente buena impresión, pues, pese a mis protestas, eso era exactamente lo que estaba haciendo.
—Creo que señalaría sus defectos —dije al tiempo que me apartaba un poco y dejaba mi copa encima de una mesa—. Le diría dónde le falla la voz, le recordaría que su belleza se marchitará algún día y le explicaría por qué nada de eso importa realmente demasiado. Hablaría de todo aquello que la gente no suele mencionar.
—En el caso de que quisiera impresionarme, claro.
—Por supuesto.
—Bueno —dijo sonriendo—, pues esperaré con impaciencia el momento en que reúna el suficiente valor para hablarme de mis defectos. —Y se alejó, no sin dedicarme una última sonrisa.
La seguí con la mirada mientras se mezclaba entre la multitud, y habría ido tras ella si Isobel no hubiera atacado otro movimiento con un sorprendente si bemol que me obligó a quedarme respetuosamente plantado donde estaba durante un cuarto de hora por lo menos. Cuando terminó, la bella y famosa cantante había desaparecido.
Esta historia sobre la construcción del teatro de la ópera me retrotrae a la tarde que siguió a mi turbulenta entrevista con el
signor
Cariati. Cuando al fin abandoné su desvencijado despacho me había dado instrucciones precisas acerca de cómo debía comportarme en presencia de Giovanni María Mastai-Feretti, el vicario de Roma, conocido también como el papa Pío IX, a todas luces mi nuevo patrón.
La reunión se celebraría en sus aposentos privados del Vaticano a las tres de la tarde. Mientras recorría el antiguo y majestuoso palacio en compañía de un secretario sacerdotal que cada poco me recordaba que debía dirigirme al papa como «Santidad» y que por nada del mundo lo interrumpiese cuando hablaba, pues eso le provocaba migraña y se ponía irascible, admito que estaba nervioso. El secretario añadió que no se me ocurriera llevar la contraria a Su Santidad ni ofrecer otras alternativas a las peticiones que me hiciera. Era como si la Santa Sede desaprobara el cambio de pareceres.
Durante las veinticuatro horas de que dispuse entre las dos entrevistas me dediqué a recabar información sobre aquel papa. Con cincuenta y seis primaveras —todo un niño comparado conmigo, que ya había cumplido ciento cuatro—, sólo llevaba en el cargo dos años. Al leer diversos periódicos la personalidad de Pío IX me confundió, pues a la hora de analizar lo que los autores consideraban su verdadero carácter resultaban cuando menos contradictorios. Algunos lo consideraban un peligroso liberal cuyas opiniones de amnistiar a presos políticos y permitir seglares en el gobierno de la Iglesia podían significar el fin de la autoridad del Pontificado en Italia. Otros lo veían como la fuerza de cambio potencialmente más poderosa del país, capaz de unir las antiguas facciones conservadoras y liberales, dando voz a la prensa y redactando constituciones para los Estados Pontificios. Tratándose de un hombre que prácticamente acababa de empezar su mandato, parecía dominar el arte del auténtico político, puesto que nadie, fuera amigo o adversario, parecía capaz de definir sus verdaderas convicciones ni planes respecto a su persona o su país.
La sala a la que me condujeron era más pequeña de lo que esperaba y tenía las paredes forradas de libros: gruesos tratados teológicos, enormes libros de historia, algunas biografías, obras de poesía e incluso alguna novela contemporánea. Me habían dicho que era el despacho privado del papa, el lugar donde se recluía para descansar y aliviar la carga de sus obligaciones en sus ratos libres. Según me dijo el nervioso sacerdote, podía considerarme afortunado de que el pontífice me recibiera allí; nuestra reunión sería informal, incluso divertida, y tal vez vería el lado menos oficial de Pío IX.
Cuando entró al fin por una puerta lateral me sorprendió ver que llevaba una botella de vino en la mano. Si no hubiera caminado en línea recta, me habría parecido la viva estampa del borracho.
—Santidad —lo saludé con una leve inclinación, inseguro después de todo lo que me habían dicho sobre el protocolo—. Es un placer conoceros.
—Siéntate, por favor, Zéla. —Suspiró como si ya se le hubiese agotado la paciencia y señaló una silla junto a la ventana—. Supongo que beberás conmigo una copa de vino.
Ignorando si se trataba de una orden o una invitación, me limité a sonreír e inclinar la cabeza. En cualquier caso, apenas me miró, sirvió las dos copas despacio y al acabar alzó con brío la botella como un camarero experto. Pensé que tal vez había trabajado de camarero en su juventud, antes de sentir la vocación. Era un poco más bajo que yo —debía de medir un metro ochenta—, y tenía una cabeza grande y redonda; nunca había visto a un hombre con las pestañas y los labios tan finos. Del solideo le salía una punta de cabello oscuro, una irónica manifestación de su carácter diabólico, y no pude dejar de observar que esa mañana se había hecho un corte en el cuello al afeitarse, un fallo humano que uno no esperaría del Supremo pontífice; era obvio que su infalibilidad no entrañaba un pulso firme.
Pasamos un buen rato charlando de cosas sin importancia: se interesó por mi viaje a Roma, quiso saber dónde me hospedaba y le conté unas cuantas mentiras sobre mi pasado, no tanto en relación con los hechos como con su cronología. Lo último que yo deseaba era que el papa convocara un cónclave de cardenales para declararme milagro contemporáneo. Hablamos sobre las artes —citó
La ópera del mendigo
en el campo de la música, las
Reflexiones sobre la Revolución francesa
en el del ensayo, el
Carro de heno
en el de la pintura y
El conde de Montecristo
en el de la literatura; afirmó que había leído esta novela cinco veces desde su publicación pocos años antes.
—¿La has leído, Zéla?
—Todavía no. Últimamente no tengo mucho tiempo para leer ficción, aunque me gusta la literatura consagrada a la pura imaginación más que al comentario social. En mi opinión, muchos novelistas contemporáneos prefieren predicar a entretener.
No me interesan demasiado. Lo que quiero es que me cuenten una buena historia.
—El conde de Montecristo
es una novela de aventuras —repuso el papa entre risas—. Es la clase de novela que uno habría querido leer de niño pero que entonces aún no se había escrito. Te daré un ejemplar antes de que te marches y ya me dirás qué te parece.
Se lo agradecí, pero en mi fuero interno lamenté mi suerte, pues tragarme quinientas páginas de Dumas no se contaba entre mis proyectos inmediatos; en ese momento me apetecía más pasear y conocer la ciudad. Me preguntó si vivía solo y le hablé un poco de Thomas; añadí que esperaba encontrar un trabajo apropiado durante mi estancia en Roma, durara el tiempo que durase.
—¿Y cuánto tiempo te gustaría quedarte entre nosotros? —preguntó, esbozando una sonrisa.