—En los tiempos que corren, tomar parte en esta industria tiene muchas ventajas, señor Zéla… Matthieu. El inversor inteligente puede llevarse muchas… muchas… alegrías. —Se inclinó y, al estrecharme la mano, su sonrisa desapareció—. Pero no se equivoque —añadió—. Todo es cuestión de elegir el momento oportuno. ¡Y ese momento ha llegado!
Durante la velada, los cuatro cenamos en la cocina sándwiches calientes preparados por el mismo Chaplin, después de lo cual pasamos al salón para beber unos cócteles. El servicio libraba esa noche y nuestro anfitrión parecía disfrutar al hacerse cargo de la cocina y de la bien surtida nevera, pues había tardado largo rato en decidir los ingredientes que usaría para preparar unos sándwiches que al final resultaron bastante sencillos.
Constance Delaney tenía cuatro años más que su hermana, y la noche que nos conocimos sólo le faltaban tres semanas para cumplir los veintidós. Aunque no suelo sentirme atraído por mujeres muy jóvenes —mi pareja ideal, al menos desde que cumplí los cuarenta, suele rondar la treintena—, Constance me sedujo desde el momento que salió de la piscina y se quitó las gafas y el gorro dejando al descubierto un cabello cortado al estilo
garçon
, muy de moda en aquella época, y los ojos más bonitos que había visto en un siglo. Eran enormes, y en su centro nadaban unos óvalos color chocolate que, al mirar de soslayo, parecían desplazarse mostrando un mar de hielo níveo de lo más cautivador. Para cenar se había puesto unos pantalones y una camisa de lino, entonces un atuendo poco común para una mujer, mientras que su hermana Amelia, que permaneció toda la velada —y me atrevo a afirmar que el resto de la noche— al lado de Chaplin y era la más femenina de las dos, llevaba un vestido de muñeca que éste le había regalado; después me enteraría de que ése era sólo uno de los muchos regalos con que se había enriquecido en su breve idilio con la celebridad.
—¿Qué hacía en Londres, señor Zéla? —quiso saber Constance, llevándose a la boca la aceituna de su Martini mientras yo protestaba y le pedía que me llamara por mi nombre de pila o no podríamos ser amigos—. Antes de la guerra, quiero decir.
—Antes de la guerra he vivido mucho —admití—. Pero últimamente me ocurre algo extraño. Estos últimos cuatro años me han afectado tanto que siento que ciertos períodos de mi pasado se desvanecen como recuerdos de la infancia. Cuando la gente habla de acontecimientos que tuvieron lugar a finales de siglo, descubro que apenas guardo memoria de ellos. Es casi como si hubiesen ocurrido en otra vida. ¿No le parece extraño?
—No, en absoluto. No puedo basarme más que en las noticias de los periódicos, pero parece que fue… —Vaciló buscando la palabra adecuada y me quedé prendado de su rostro pensativo, sabedor de que si no encontraba la expresión exacta no diría nada más. Parecía consciente del trastorno que esa época había ocasionado a quienes la habían vivido—. Que fue más allá de lo que alcanza mi comprensión —concluyó encogiéndose de hombros—. Qué tonta soy por buscar palabras para describir algo tan terrible. Estando aquí, en California, imagínese.
—Es por eso por lo que jamás las utilizo —apuntó Chaplin entre risas mientras servía nuevas copas, incluso para Amelia, que apenas había tocado la suya—. Las películas apelan directamente a la imaginación, ¿sabéis?, no a la vida real. Y el cerebro funciona mejor en silencio. Puede que…
—Entonces, ¿por qué siempre usas esa música infernal? —lo interrumpió Constance. Chaplin se quedó mirándola—. Sinceramente, Charlie —añadió ella tras una carcajada—, adoro tus peliculitas como la que más, pero ¿es necesario que las acompañen esas horrorosas piezas para piano? Siempre que voy a ver una me maldigo por haberme olvidado en casa el algodón para los oídos. Recuérdemelo, señor Zéla —agregó, tocándome suavemente la rodilla—, la próxima vez que vaya al cine.
—Te ha pedido que lo llamaras Matthieu —dijo Chaplin, indignado, con una voz que superaba en unos decibelios a las del resto de los presentes—. Además, la música sirve para describir a los personajes y el argumento. Es rápida cuando hay acción, fúnebre cuando hay desgracias. No deja lugar para la duda; el espectador capta el estado de ánimo. La música evoca las emociones con la misma eficacia que la interpretación o la dirección. Sin música…
—Charlie es un estupendo compositor —comentó Amelia en voz baja; Chaplin no pareció inmutarse.
—Gracias por el cumplido, querida —dijo con una voz mucho más fuerte que la de la joven, que pareció encogerse—, pero mis películas son obras integrales. Me ocupo de la escritura, la dirección, la actuación y la música. Todo es parte de algo que creo en mi mente. Por eso he tenido tantos problemas, por eso siempre me he visto obligado a luchar para obtener el control total de lo que hago. Sin control, Matthieu, no hay nada de nada. No le pedirías a Booth Tarkington que escribiera una novela para que luego viniese otro y le pusiera los títulos a los capítulos, ¿verdad?
—No, pero al menos podrías pedirle a alguien que diseñara las letras de la cubierta —soltó Constance.
No pude reprimir una sonrisa al advertir la poca simpatía que le despertaba el amante de su hermana. Por su parte, Chaplin parecía incapaz de responder a los dardos que le lanzaba, como si no estuviera acostumbrado a tratar con mujeres respondonas. Tal vez Amelia estuviese loca por el gran hombre, pero resultaba claro que quien mandaba de las dos era Constance y que ésta podía llevarse a su hermana en cualquier momento.
—Si fuera mi libro lo diseñaría personalmente —dijo Chaplin, dirigiéndome una mirada de complicidad con la que pretendía apartar a Constance de la conversación; difícil, teniendo en cuenta el carácter de aquella mujer.
—¡Cielo santo! —exclamó ella, y sus carcajadas retumbaron en la habitación—. ¡No me digas que también sabes dibujar!
Después de esa noche vi a Constance todos los días, y fue ella quien me convenció de no invertir en las películas de Chaplin, cuyo trabajo me había impresionado casi tanto como me había aburrido su egolatría.
—Le he oído hablar de sus proyectos en otras ocasiones me contó—. Ya sabes, cuando se emborracha y se pone a filosofar a lo Alejandro Magno. Conquista el mundo antes de los treinta años, etcétera. A él se le ha pasado la edad, claro. No dudo que llegará el día en que trabajará solo, pero exprimirá sin compasión a cualquier inversor que consiga. A Charlie no le interesa nadie que no sea tan célebre como él, ¿sabes? La fama es lo único que le importa. Seguro que un psicólogo lo vería como un problema, ¿no crees? Te sacará hasta el último centavo y, aunque cabe la posibilidad de que a cambio te enriquezcas, no tendrás ningún control sobre lo que hace con tu dinero. No serás más que un banco con pretensiones, Matthieu. El Banco de Ahorros y Préstamos de Chaplin, y se acabó.
Para mi gran alivio, Charlie no me pidió que invirtiese en sus ideas, aunque no dudo que habría aceptado cualquier oferta por mi parte. A lo largo de ese año mantuvimos una relación de amistad, si bien algo distante, debido a que nuestro vínculo era Amelia, a quien Constance no dejaba ni a sol ni a sombra.
—Es un hombre libidinoso —me contó Constance en otra ocasión—. Va de flor en flor. Me sorprende que todavía siga con ella. Por eso quiero estar cerca cuando la deje. Pronto cumplirá dieciocho años, y supongo que entonces se la quitará de encima.
A esas alturas la atracción que sentía por Constance había aumentado a tal punto que creí haberme enamorado. Ella no tenía otra vida sentimental que la que compartía conmigo, si bien estaba claro que las declaraciones de afecto mutuas no iban con ella. Cuando, llevado por la pasión, exclamaba «¡Te quiero!», Constance respondía con frases como «Qué mono eres» o «Te agradezco que me lo digas». No era una mujer fría —de hecho, podía saludarme cariñosamente cuando la recogía para llevarla a cenar o a un espectáculo—, pero desconfiaba de las declaraciones amorosas o de cualquier muestra de afecto en público. Me acostumbré a pasar la noche en su apartamento y llegué a plantearme dejar mi casa, que de todos modos era demasiado grande para mí, e irme a vivir con ella, pero Constance me lo quitó de la cabeza.
—No quiero sentirme como si ya estuviéramos casados —me dijo—, como si no hubiera vuelta atrás. Saber que tienes tu propia casa me da seguridad.
También yo había pensado en eso; incluso me había planteado pedirle que se casara conmigo, pero había tropezado demasiadas veces con la misma piedra, y con resultados muy desiguales, y era reacio a ver fracasar otra relación y destruirse otra amistad. Hablamos de nuestros respectivos pasados con bastante detalle, aunque me aseguré de que mi vida romántica no pareciera remontarse más allá de principios de siglo. Siempre he pensado que es mejor no aburrir a la gente contándole mi proceso de envejecimiento, pues sospecho que dejaría de importarles como persona y pasaría a interesarles como fenómeno.
—Nunca he estado casado —mentí—. Sólo hubo una mujer con la que realmente quise casarme, pero al final no pudo ser.
—¿Te dejó por otro?
—Murió. Hubo… problemas. Éramos muy jóvenes. Fue hace mucho tiempo.
—Lo siento. —Constance desvió la mirada; no estaba segura de que yo buscase consuelo, y mucho menos de que ella fuera la persona indicada para dármelo—. ¿Cómo se llamaba?
—Dominique —murmuré—. Da igual. No me gusta hablar de ella. Dejémoslo…
—¿Y no ha habido nadie más? ¿No te has enamorado desde entonces?
Solté una risita.
—Bueno, ha habido otras, claro. He perdido la cuenta de las mujeres con las que he estado, y por alguna he sentido algo más intenso, algo parecido a lo que sentía por Dominique. Como tú, por ejemplo.
Asintió con la cabeza; encendió otro cigarrillo y, al dejar escapar el humo por la nariz, desvió la vista. La observé, pero eludió mi mirada.
—¿Y qué me dices de ti? —le pregunté al fin, para romper el silencio—. ¿Cuándo vas a contarme algo de tu maravilloso pasado?
—Pensaba que a los caballeros no les interesaban las mujeres con pasado —dijo esbozando una sonrisa—. ¿No es eso lo que se inculca a las jovencitas? ¿No se les aconseja que se conserven puras y virginales para sus maridos?
—Créeme, no soy quién para hablar de eso —reconocí, sonriendo también—. No puedes imaginarte hasta dónde se remonta mi pasado.
—La verdad es que no he tenido ninguna relación —declaró tras titubear un instante—. Al morir mis padres, dejaron a Amelia a mi cuidado, y durante los últimos años me he ocupado de ella. Aquí conocía a algunas personas, y mis padres nos habían dejado este apartamento, de modo que nos pareció una buena idea quedarnos. Entonces Amelia conoció a Charlie y parece que desde ese día no he representado otro papel que el de carabina. A veces tengo miedo de que, a los veintidós años, lo mejor de mi vida haya pasado. Me siento como una de esas tías solteronas de las novelas que Amelia suele leer. Ya sabes a qué me refiero: una muchacha viaja a Italia, allí conoce a un joven semidiós romano y, cuando éste le afloja el corsé, la correcta y formal carabina, a unos pasos de distancia, chasquea la lengua en señal de desaprobación.
—No eres ninguna tía solterona —declaré—. Eres probablemente la más…
—Por favor, nada de halagos —me interrumpió mientras apagaba el cigarrillo a medio fumar en el cenicero. Se puso de pie y se acercó a la ventana—. No tengo problemas de autoestima, gracias.
—¿Te gusta vivir en California? —pregunté al cabo de un rato.
Empezaba a elaborar un plan para llevármela lejos de allí, para apartarla de esa gente anodina que ya me tenía harto. Mirara donde mirase, a todo el mundo le obsesionaba lo mismo: la fama, las películas, un puñado de famosos y cómo arrimarse a alguno de ellos en una fiesta.
—¿Por qué no debería gustarme? —contestó con indiferencia—. Tengo todo lo que necesito: amigos, una casa, a ti…
—¿Qué te parecería si hacemos un viaje? Por ejemplo, un crucero; quizá por el Caribe.
—Me encantaría. ¿Podría ponerme la ropa que me apeteciera y no llevar maquillaje? ¿Y dedicarme a leer en lugar de a mirar?
—Lo que quisieras. —Sonreí—. ¿Qué te parece? Podríamos partir mañana mismo. O dentro de diez minutos.
Por un instante pensé que la había convencido, pero de pronto se le ensombreció el rostro, hundió los hombros y supe que no iríamos a ninguna parte. Su mirada denotó una profunda decepción.
—¿Y qué hago con Amelia? No puedo dejarla.
—Es lo bastante mayor para cuidarse —protesté—. Además, tiene a Charlie.
—Sabes perfectamente que no es verdad, ni una cosa ni la otra —replicó fríamente.
—Escucha, Constance —me levanté y la cogí por los hombros—, no puedes pasarte la vida preocupándote por tu hermana. Tú misma has dicho hace un momento que tienes miedo de que tus mejores años hayan pasado ya. No dejes que eso ocurra. ¡Vamos, si cuando te hiciste cargo de Amelia eras más joven de lo que ella es ahora!
—Sí, y fíjate lo mal que lo he hecho. A punto de cumplir los dieciocho años y no es más que el juguete de una estrella de cine multimillonaria que casi le dobla la edad y que, en cuanto se canse, la dejará tirada como una colilla.
—Eso no lo sabes.
—Claro que lo sé.
—Quizá la quiere de verdad.
—Quien la quiere soy yo, Matthieu, ¿no lo entiendes? Y mientras no esté segura de que es capaz de cuidar de sí misma no pienso apartarme de ella. Puede que no falte mucho. Cuando rompa con Chaplin, lo pasará mal pero saldrá fortalecida. Si sobrevive a eso, logrará sobrevivir a lo que sea. Sé de qué hablo, créeme.
A continuación se produjo un silencio durante el cual sus palabras calaron poco a poco en mi mente, donde enseguida desarrollaron vida propia. Me senté lentamente mientras Constance me miraba a los ojos, intentando mantenerse entera y ocultar el miedo que le producía mi posible reacción.
—¿Tú y Charlie…? —pregunté, negando con la cabeza. No se me había ocurrido que pudiera haber existido algo entre ellos—. ¿Cuándo…? ¿Cuándo fue? ¿Hace poco? ¿Después de conocerme?
—No, Dios mío, fue hace mucho —dijo al tiempo que se servía otra copa—. Bueno, la verdad es que sólo han pasado dos años. Lo conocí en una fiesta. Yo era una de sus admiradoras, me tenía hechizada. No me importaba que estuviera casado. Además, todo el mundo sabía que Charlie detestaba a Mildred. Sería una estupidez decir que él me sedujo, porque no fue así. Nos deseábamos. Y debo reconocer que se portó muy bien conmigo. Se desvivía por mí. Como novio es maravilloso, ¿sabes? Fue sólo… la manera en que nos separamos lo que me dolió.