—Pareces enfermo —dije mientras comíamos tras echar un vistazo a su piel pálida y manchada y a sus marcadas ojeras—. ¿Sería tan amable de dejarnos cenar en paz? —rogué a una camarera que rondaba expectante nuestra mesa con un bloc y un bolígrafo mientras miraba a su ídolo con mal disimulada lascivia.
—Es el maquillaje, tío Matt. No puedes imaginarte cómo me estropea el cutis. Al principio lo utilizaba porque en un rodaje siempre hay que aplicarse un poco, pero cada vez necesitaba más para quedar mínimamente normal. Ahora parezco Zsa Zsa Gabor en la pantalla, y Andy Warhol fuera de ella.
—Tienes la nariz inflamada —observé—. Te estás pasando con la coca. Al final se te hará un agujero. Sólo es una sugerencia, pero ¿por qué no pruebas a inyectarte en lugar de esnifar?
—No me drogo. —Tommy se encogió de hombros sin alterarse, como si creyese que lo correcto socialmente era eso (negar lo innegable, quiero decir), sabiendo que ninguno de los dos lo creía ni por un momento.
—No es que esté en contra, ¿entiendes? —proseguí tras limpiarme los labios con la servilleta. No era quién para sermonearlo. Después de todo, a principios de siglo yo mismo había sido un opiómano y había sobrevivido a mi adicción. ¡Dios mío, cuando pienso en lo que tuve que pasar!—. La cuestión es que las drogas que consumes acabarán matándote. A menos que las consumas debidamente.
—¿A menos que qué? —Me miró con cara de desconcierto, cogiendo su copa de vino por el pie y haciéndola girar lentamente.
—El problema de los jóvenes de hoy —continué— no consiste en que hacen cosas que los perjudican, como se afirma en muchos medios de comunicación, sino en que no las hacen bien. Estáis tan obsesionados con colocaros que no pensáis en el peligro de la sobredosis y, hablando sin rodeos, en que podéis palmarla. Bebéis hasta que os explota el hígado. Fumáis hasta que se os pudren los pulmones. Creáis enfermedades que amenazan con exterminaros. Divertíos, ¡claro que sí! Sed libertinos, es vuestra obligación. Pero usad la cabeza. Todo en exceso, pero sabiendo controlarlo; es lo único que pido.
—No me drogo, tío Matt —repitió con tono firme aunque poco convincente.
—Entonces, ¿para qué demonios quieres un préstamo?
—¿Quién ha dicho que quiero un préstamo?
—¿Por qué estás aquí si no?
—¿Por el placer de tu compañía, quizá?
Me eché a reír. Al menos era un pensamiento agradable. Me divertía su manera de guardar las formas.
—Te has vuelto toda una celebridad —razoné, desconcertado por la idea—, pero siguen pagándote muy mal. No lo entiendo. ¿A qué se debe exactamente? Explícamelo, ¿quieres?
—Estoy en un callejón sin salida. Mi trabajo tiene una tarifa fija, y no es muy alta. No puedo irme porque estoy encasillado y jamás encontraría otro empleo, a menos que me metiera en producción o algo así, que es exactamente lo que debería hacer, pues conozco el negocio como la palma de mi mano. He visto todo tipo de chanchullos y contratos incumplidos. Cuando me haga viejo quiero dedicarme a eso. Ocho años interpretando al tonto de una serie televisiva no son el trampolín para una película de Martin Scorsese, ¿sabes? Qué coño, tendré suerte si me dejan apretar el botón de la lotería nacional más de una vez al año. ¿Sabías que hace un par de meses se plantearon mi nombre pero al final pasaron de llamarme?
—Sí, recuerdo que me lo comentaste.
—Y me sustituyeron por Madonna. ¡Madonna! Joder, ¿cómo iba a competir con alguien así? Sin embargo, yo trabajo para la puta BBC y ella no. Era de esperar que mostrasen un poco más de fidelidad, ¿no crees? Pero el tren de vida que llevo para mantenerme en la cresta de la ola exige cierta solvencia. Estoy pillado por todos lados. Soy como un hámster en la rueda. Podría salir en algún anuncio, hacer un poco de modelo, quizá, pero mi contrato estipula que mientras siga trabajando en la serie no me está permitido promocionar ningún producto. En caso contrario juro que ahora mismo me convertiría en una puta del capitalismo. Si pudiera anunciaría cualquier cosa, de espuma de afeitar a tampones.
Me encogí de hombros. Seguramente tenía razón.
—Puedo dejarte dos mil. Pero preferiría pagar algunas de tus facturas en lugar de darte directamente el dinero. ¿Te persigue alguien, por casualidad?
—¿Que si me persigue alguien? Hombres, mujeres; en cuanto salgo a la calle me persigue cualquier cosa con patas —aseguró sonriendo con arrogancia—. Por cierto, la semana pasada fui a que me blanquearan los dientes —añadió de forma incongruente, separando los labios para mostrar una rodaja de melón de dientes níveos—. ¿Qué tal?
—Contesta a mi pregunta. No te hagas el tonto conmigo. Resérvate para la serie.
—Quieres saber si por casualidad me persigue alguien. ¿A qué te refieres?
—Sabes exactamente a qué me refiero, Tommy. Usureros, banqueros, hombres de conducta sospechosa… —Me incliné y lo miré a los ojos—. ¿Debes dinero a alguien? ¿Es eso lo que te preocupa? He visto hombres que se han venido abajo por culpa de esa gente. Tus mismos antepasados, sin ir más lejos.
Se retrepó en la silla y empezó a mover la lengua lentamente de un lado a otro dentro de la boca. Vi que empujaba la mejilla izquierda levemente mientras me miraba.
—Me las arreglaré con un par de los grandes. Si puedes desprenderte de ellos, claro. Saldré del bache, ¿sabes?
—Sí, por supuesto que lo sé.
—Todo se solucionará.
—Eso espero —dije en tono áspero mientras me levantaba y me ajustaba la corbata para marcharme—. Tengo el número de tu cuenta en casa. Te ingresaré el dinero mañana. ¿Cuándo volveré a tener noticias tuyas? ¿Dentro de un par de semanas? ¿Crees que para entonces ya habrás gastado todo el dinero?
Se encogió de hombros y sonrió. Le rocé el brazo en señal de despedida, echando una mirada admirativa a su camisa de seda, que no parecía precisamente barata. El Tommy actual tiene buen gusto para la ropa. Cuando muera, la prensa sensacionalista se dará un verdadero festín.
Dominique, Thomas y yo pasamos en Dover la mayor parte del año. Perfeccioné mi inglés y aprendí a hablar con un ligero acento, que podía exagerar o eliminar a voluntad. Me convertí en carterista profesional, y deambulaba por las calles desde las seis de la mañana hasta altas horas de la noche mangando billeteras y monederos. Se me daba bastante bien. Nadie notaba mi mano deslizarse por el bolsillo del abrigo de un transeúnte, el modo en que identificaba con los dedos algo de valor, un reloj, algunas monedas, que desaparecían como por ensalmo. De vez en cuando, sin embargo, me despistaba y no advertía que estaba siendo observado por algún probo ciudadano, que daba la voz de alarma. Acto seguido se iniciaba una persecución —divertidísima, la mayor parte de las veces— de la que casi siempre salía bien librado, pues tenía dieciséis años y me hallaba en plena forma. Gracias a mis turbias actividades no vivíamos mal del todo en la trastienda alquilada de una taberna, por suerte ni muy sucia ni demasiado infestada de ratas. En la habitación había dos camas; una la ocupaba Dominique y la otra Tomas y yo. Habían pasado seis meses desde nuestro encuentro y no habíamos vuelto a disfrutar de una noche como la primera. Los sentimientos de Dominique hacia mí eran de una naturaleza cada vez más fraternal. Por la noche permanecía despierto en el lecho, atento al sonido de su respiración, y en ocasiones me deslizaba sigilosamente hasta su cama y dejaba que su aliento me acariciara el rostro. La contemplaba dormir, devorado por el deseo de compartir de nuevo el lecho con ella.
Dominique sentía por Tomas un leve afecto maternal; cuando me marchaba a robar, lo cuidaba, pero, en cuanto yo entraba por la puerta, se daba prisa en devolvérmelo, como si fuese una simple niñera contratada para hacerse cargo de la criatura. Tomas era un niño tranquilo que apenas daba guerra, y en las raras ocasiones en que pasábamos la velada juntos en la habitación solía quedarse dormido pronto, lo que nos permitía sentarnos a charlar hasta tarde; Dominique hablaba de sus planes para el futuro, mientras yo seguía empeñado en seducirla. O en permitir que ella me sedujera a mí; me daba igual quién fuera el primero.
—Deberíamos irnos de Dover —dijo una noche cuando estaba a punto de cumplirse un año de nuestra llegada—. Llevamos demasiado tiempo en este lugar.
—Me gusta estar aquí. Todos los días tenemos suficiente para vivir. No comemos mal, ¿verdad?
—El problema no es sólo comer bien o mal —replicó, irritada—. Quiero comer bien y también vivir bien. Aquí nunca lo conseguiremos. No tenemos futuro. Hemos de marcharnos.
—Pero ¿adónde? —Aunque había viajado de Francia a Inglaterra, una vez establecido en ésta no concebía que existiera un mundo fuera de las cuatro paredes de esa pequeña habitación y del calidoscopio de calles de Dover. Allí era feliz.
—No podremos vivir de tus hurtos siempre, Matthieu. Al menos, yo.
Reflexioné sobre esas palabras y bajé la mirada al suelo.
—¿Te gustaría regresar a Francia?
Negó con la cabeza.
—No volveré allí. Jamás.
Casi nunca hablaba de las razones que la habían inducido a dejar su país de nacimiento, pero no se me escapaba que se trataba de algo que tenía que ver con su padre, un alcohólico. No era la clase de muchacha que abre su corazón. En los pocos y breves años que nos tratamos, nunca volvió a mostrarse tan sincera conmigo como el día que nos conocimos. Al contrario que la mayoría de las personas con las que me he relacionado a lo largo de mi vida, Dominique se distanciaba más con el trato.
—Podríamos vivir en el campo —sugirió—. Allí podría encontrar trabajo.
—¿Haciendo qué?
—Pues colocándome en una casa, por ejemplo. He hablado con algunas personas sobre el asunto. Las casas solariegas siempre necesitan criados. Podría trabajar en una durante un tiempo. Ahorrar un poco de dinero y, a lo mejor, montar un negocio en alguna parte.
Me eché a reír.
—No seas ridícula. ¿Cómo se te ocurre? Eres una chica. —La sola idea resultaba disparatada.
—Podría montar un negocio —repitió—. No pienso quedarme en este cuchitril hediondo para siempre, Matthieu. No voy a envejecer y morir aquí. Y tampoco me imagino el resto de mi vida de rodillas y fregando suelos. Estoy dispuesta a sacrificar unos años de mi vida si con ello mejoro mi situación. La nuestra, si quieres.
Pensé en ello, pero no me convencía. Dover me gustaba. La vida de delincuente de poca monta me producía una emoción perversa. Incluso había encontrado formas de divertirme a espaldas de Dominique. Me había unido a una banda de rapaces cuya existencia era muy parecida a la mía y cometían diversos delitos para comer. De edades comprendidas entre los seis y los dieciocho o diecinueve años, algunos vivían en la calle; se apropiaban de algún rincón y allí caían rendidos todas las noches, abrigados con cualquier cosa que encontraran para taparse. El joven organismo de esos chicos se había vuelto inmune al frío y las enfermedades, y aún figuran entre las personas más sanas que he conocido en doscientos cincuenta y seis años. A veces se juntaban y compartían habitación, ocho o nueve en un espacio no mayor que una celda. Otros vivían en habitaciones mejores con hombres que se llevaban parte de sus ganancias y, cuando les venía en gana, abusaban sexualmente de ellos: los amenazaban acercándoles una navaja a la garganta mientras su boca lujuriosa les recorría el suave cuello.
Juntos planeábamos delitos más elaborados, que a menudo no nos procuraban beneficios económicos pero constituían una forma emocionante de pasar la tarde, pues éramos jóvenes y nos gustaba el comportamiento temerario. Robábamos cabriolés, empujábamos barriles de cerveza para sacarlos rodando de las bodegas, atormentábamos a viejas damas inofensivas. A todo ello nos dedicábamos los de mi calaña y yo un día cualquiera. Como mis ganancias se incrementaron, empecé a apartar pequeñas sumas sin que se enterara Dominique y dediqué ese dinero a desahogar mi sexualidad. Intentaba no repetir con ninguna prostituta, pero la certeza nunca era absoluta, pues cuando estaba en un tugurio, desnudo y con una chica cuyo hedor a sudor y mugre se percibía bajo el perfume barato, sólo podía ver el rostro de Dominique, sus ojos almendrados, su naricita bronceada, su cuerpo delgado con la fina cicatriz en el hombro izquierdo, por donde deseaba volver a pasar la lengua. Para mí, todas esas chicas eran Dominique, mientras que para ellas no era más que un rato de monotonía que les reportaría unos pocos chelines. La vida era bella. Y yo joven.
También estaban las chicas de la calle, jóvenes que no protegían su virtud con el mismo celo que Dominique en esos días. En muchos casos se trataba de las hermanas y primas de mis compinches, y en su mayoría también delinquían. Alguna me cautivaba durante una semana, en ocasiones dos, pero a la larga nuestra unión dejaba de interesarme y la chica se iba con otro muchacho sin pensárselo dos veces. Al final, o acababa pagando, o prescindía de tener relaciones con una mujer, pues si pasaba por alto la cuestión del dinero podía fingir que compartía el lecho con la pareja que más deseaba.
Era evidente que tarde o temprano me pillarían. Una oscura noche de octubre de 1760 se decidió nuestro destino en Dover. Me encontraba apostado en una esquina frente al Tribunal de Justicia a la espera de que apareciera alguna posible víctima. De pronto lo vi: un caballero alto, de edad avanzada, con un sombrero negro y un fino bastón de roble. Se detuvo en medio de la calle y se palpó el abrigo para comprobar que llevaba la billetera. Al tocarla, prosiguió la marcha con una sonrisa de alivio. Me calé la gorra para ocultar el rostro, lancé una ojeada alrededor por si había alguien mirando y eché a andar lentamente en pos del anciano.
A fin de que no me oyera acercarme por la espalda, acompasé mis pisadas a las suyas. Por fin deslicé la mano en su bolsillo, cogí la gruesa billetera de cuero y la saqué. Acto seguido me volví y empecé a alejarme con paso firme; las pisadas seguían acompasadas a las de él, y cuando iba a echar a correr en dirección a casa, una voz gritó a mi espalda.
Me volví. El anciano, en medio de la calle, miraba desconcertado a un hombre corpulento de mediana edad que corría hacia mí. También yo me pregunté por qué correría, hasta que recordé la billetera y supuse que me había visto y se disponía a cumplir con un ridículo sentido de responsabilidad cívica. Giré sobre los talones y salí disparado maldiciendo mi suerte, aunque sin dudar de que burlaría sin problemas a aquel gigante, pues la barriga seguramente le restaría rapidez. Corrí con todas mis fuerzas, mis largas piernas saltaban sobre los adoquines mientras procuraba divisar una vía de escape. Mi intención era alcanzar la plaza del mercado, donde, según creía recordar, confluían cinco callejuelas, cada una de las cuales daba a otros callejones. Dado que siempre estaban abarrotadas, podría perderme en medio de la multitud sin dificultad, pues iba vestido como cualquier niño de la calle. Pero como era una noche muy oscura perdí el sentido de la orientación; al cabo de unos instantes me di cuenta de que me había equivocado y empecé a inquietarme. El hombre acortaba distancias y gritaba que me parara —lo que no dejaba de ser increíble—, pero cuando eché un vistazo por encima del hombro vi su expresión resuelta y algo peor, el bastón que blandía, y por primera vez el pánico se apoderó de mí. Más allá de lo que tomé por Castle Street vi dos calles, una a la derecha y la otra a la izquierda; torcí por la última, que para mi gran consternación fue estrechándose cada vez más. Con desazón advertí que se trataba de un callejón sin salida y que ante mí se levantaba un muro, demasiado alto para trepar por él y demasiado sólido para atravesarlo. Me volví y permanecí quieto mientras el hombre doblaba la esquina. Al ver que estaba acorralado, se detuvo a su vez, jadeando.