La puerta de madera que había en un rincón de la estancia giró sobre sus bisagras y Gurgeh apareció en el umbral trayendo consigo una bandeja encima de la que había bebidas calientes. Llevaba puesta una bata muy holgada de color claro sobre unos pantalones oscuros y bastante abolsados. Las zapatillas que calzaba chocaron contra las plantas de sus pies acompañando su caminar con un suave golpeteo cuando cruzó la habitación. Gurgeh dejó la bandeja sobre una mesita y miró a Yay.
–¿Aún no se te ha ocurrido ningún movimiento?
Yay fue hacia el tablero, lo contempló sin demasiado interés y acabó meneando la cabeza.
–No –dijo–. Creo que has ganado.
–Mira –dijo Gurgeh.
Cambió de posición unas cuantas piezas. Sus manos se movieron sobre el tablero con tanta rapidez como las de un prestidigitador, aunque Yay siguió cada movimiento.
–Sí, ya veo –dijo asintiendo con la cabeza–. Pero... –Dio unos golpecitos sobre el hexágono en el que Gurgeh acababa de colocar una de sus piezas–. Eso sólo serviría de algo si hubiese protegido esa pieza de bloqueo hace dos movimientos. –Cogió un vaso, tomó asiento en el sofá y lo alzó hacia el hombre que le sonreía en silencio desde el sofá colocado enfrente del suyo–. Brindo por el vencedor –dijo.
–Has estado a punto de ganar –dijo Gurgeh–. Cuarenta y cuatro movimientos... Estás mejorando mucho.
–Relativamente –dijo Yay, y tomó un sorbo de su bebida–. Sólo relativamente. –Se dejó absorber por las profundidades del sofá mientras Gurgeh colocaba las piezas en las posiciones iniciales y Chamlis Amalk-Ney se acercaba un poco para acabar flotando casi entre ellos, pero sin interponerse del todo–. ¿Sabes que siempre me ha gustado mucho el olor de esta casa, Gurgeh? –dijo Yay alzando los ojos hacia las tallas del techo. Se volvió hacia la unidad–. ¿Te gusta su olor, Chamlis?
El brillo del aura de la máquina se debilitó levemente en un extremo. Era el equivalente al encogimiento de hombros utilizado por las unidades de mayor edad.
–Sí. Probablemente porque lo que nuestro anfitrión está quemando en la chimenea es
bonise
, una madera especial desarrollada hace milenios por la vieja civilización waveriana porque les gustaba el perfume que desprendía al arder.
–Sí, ya... Bueno, huelen muy bien –dijo Yay, poniéndose en pie y yendo hacia las ventanas. Meneó la cabeza–. Este lugar tiene un clima jodidamente lluvioso, ¿eh, Gurgeh?
–Es cosa de las montañas –explicó Gurgeh.
Yay miró a su alrededor enarcando una ceja.
–No me digas...
Gurgeh sonrió y deslizó una mano sobre su barba pulcramente recortada.
–¿Qué tal andan los paisajes, Yay?
–No quiero hablar de eso. –Yay siguió observando el aguacero y volvió a menear la cabeza–. Menudo clima... –Apuró su bebida–. No me extraña que vivas solo, Gurgeh.
–Oh, eso no es culpa de la lluvia, Yay –dijo Gurgeh–. Es culpa mía. Aún no he encontrado a nadie que fuera capaz de aguantarme mucho tiempo.
–Lo que realmente quiere decir es que sería incapaz de vivir mucho tiempo con otra persona –aclaró Chamlis.
–Cualquiera de las dos explicaciones me parece verosímil –dijo Yay. Volvió a sentarse en el sofá, cruzó las piernas y empezó a juguetear con una de las piezas del tablero–. ¿Qué opinas de la partida, Chamlis?
–Has llegado a los límites probables de tu habilidad técnica, pero tu instinto sigue mejorando. Aun así, dudo que consigas vencer nunca a Gurgeh.
–Eh –dijo Yay, fingiendo que las palabras de la unidad habían herido su orgullo–. Soy una principianta. Ya mejoraré. –Hizo chocar las uñas de una mano con las de la otra y emitió un leve chasquido con la lengua–. Es exactamente lo mismo que me han dicho respecto a los paisajes.
–¿Estás teniendo problemas? –preguntó Chamlis.
Yay dio la impresión de no haberle oído, pero acabó suspirando y se reclinó en el sofá.
–Sí. Esa gilipollas de Elsrtrid y esa jodida máquina... Preashipleyl es un auténtico vejestorio. Son tan..., tan poco amantes de la aventura. Se niegan a escuchar.
–¿Qué es lo que se niegan a escuchar en concreto?
–¡Mis ideas! –gritó Yay alzando los ojos hacia el techo–. Algo distinto, algo que no fuera tan condenadamente conservador... Un poco de variedad. Soy joven y no me prestan atención.
–Creía que estaban muy contentos de tu trabajo –dijo Chamlis.
Gurgeh había vuelto a instalarse en su sofá. Movía el vaso lentamente haciendo girar el líquido que contenía y no apartaba los ojos de Yay.
–Oh, sí, les encanta que me encargue de todo lo que no plantea problemas –dijo Yay. Parecía repentinamente cansada–. Una meseta o dos, un par de lagos... Pero yo estoy hablando del plan de conjunto, de cosas realmente radicales. Nos estamos limitando a construir una nueva Placa idéntica a cualquier otra de las que ya existen. Podría ser cualquiera entre un millón de Placas esparcidas por la galaxia. ¿Qué objetivo tiene eso?
–¿El que la gente pueda vivir en ella? –sugirió Chamlis con el campo levemente teñido de rosa.
–¡La gente puede vivir en cualquier parte! –dijo Yay. Se incorporó en el sofá y clavó sus brillantes ojos verdes en la unidad–. Que yo sepa no hay escasez de Placas. ¡Estoy hablando de arte!
–¿Qué habías planeado? –preguntó Gurgeh.
–¿Qué te parecerían unos campos magnéticos debajo del material de base y unas cuantas islas imantadas flotando sobre los océanos? –replicó Yay–. Nada de tierra corriente; sólo montones de rocas flotando a la deriva con arroyos, lagos, vegetación y unas cuantas personas intrépidas... ¿No crees que resultaría mucho más emocionante?
–¿Más emocionante que qué? –preguntó Gurgeh.
–¡Más emocionante que esto! –Meristinoux se levantó de un salto, fue hacia la ventana y golpeó suavemente el cristal con la punta de los dedos–. Fíjate en lo que hay ahí fuera. Es como si estuvieras viviendo en un planeta... Mares, colinas y lluvia. ¿No preferirías vivir en una isla flotante que navega por los aires con el agua debajo?
–¿Y si las islas chocan? –preguntó Chamlis.
–¿Qué importa el que choquen? –Yay se volvió hacia el hombre y la unidad. El paisaje que se extendía al otro lado de las ventanas estaba cada vez más oscuro y la habitación aumentó levemente la intensidad de las luces. Yay se encogió de hombros–. Y siempre hay formas de impedir que puedan chocar... Pero ¿no os parece una idea magnífica? ¿Qué razón hay para que una vieja y una máquina puedan impedir que la convierta en realidad?
–Bueno –dijo Chamlis–, conozco a Preashipleyl y si pensara que tu idea es buena no se limitaría a ignorarla. Tiene muchísima experiencia y...
–Sí –dijo Yay–. Tiene demasiada experiencia.
–Eso es imposible, joven dama –replicó la unidad.
Yay Meristinoux tragó una honda bocanada de aire y pareció disponerse a discutir, pero acabó limitándose a extender los brazos, poner los ojos en blanco y volverse hacia la ventana.
—Ya veremos –dijo.
El atardecer había estado volviéndose más oscuro a cada momento que pasaba, pero de repente un chorro de sol se abrió paso por entre las nubes y la lluvia iluminando toda una punta del fiordo. Una claridad acuosa fue invadiendo lentamente la habitación y las luces de la casa volvieron a perder intensidad. El viento agitaba las copas de los árboles que goteaban agua.
–Ah –dijo Yay irguiendo la espalda y estirando los brazos–. No hay nada de qué preocuparse. –Inspeccionó el panorama que se extendía ante sus ojos con mucha atención–. Qué diablos... Voy a correr un rato –anunció–. Fue hacia la puerta que había en el rincón de la estancia sacándose primero una bota y luego la otra. Arrojó la chaqueta sobre el respaldo de una silla y empezó a desabotonarse la blusa–. Ya lo veréis. –Alzó un dedo como si riñera a Gurgeh y Chamlis–. Islas flotantes... Su hora ha llegado.
La unidad no dijo nada. Gurgeh puso cara de escepticismo. Yay salió de la habitación.
Chamlis flotó hacia la ventana. Observó a la chica –que ahora sólo vestía unos pantalones cortos–, y la vio echar a correr por el sendero que se alejaba de la casa y bajaba haciendo pendiente por entre las praderas y el bosque. Yay alzó la mano en un breve saludo sin mirar hacia atrás y se internó en el bosque. Chamlis hizo parpadear sus campos en respuesta, aunque Yay estaba demasiado lejos para ver el destello.
–Es muy hermosa –dijo.
Gurgeh se reclinó en el sofá.
–Me hace sentir viejo.
–Oh, no empieces a compadecerte de ti mismo –dijo Chamlis apartándose de la ventana.
Gurgeh clavó la mirada en las piedras de la chimenea.
–Estoy pasando por un momento en el que todo me parece de color gris, Chamlis. A veces pienso que he empezado a repetirme a mí mismo, que incluso los juegos nuevos son meras variaciones sobre juegos ya conocidos y que no hay nada por lo que merezca la pena seguir jugando.
–Gurgeh... –dijo Chamlis con despreocupación, e hizo algo que rara vez hacía. Se colocó sobre el sofá y fue bajando lentamente hasta que éste soportó todo su peso–. Intenta ser un poco más claro. ¿Estamos hablando de los juegos o de la vida?
Gurgeh echó hacia atrás su cabeza aureolada de rizos oscuros y se rió.
–Puede que haya acabado hartándome de los juegos –dijo mientras hacía girar una pieza tallada a mano entre sus dedos–. Solía pensar que el contexto no importaba. Un buen juego era un buen juego y la manipulación de reglas que podían traducirse sin ningún error de una sociedad a otra encerraba cierta pureza indefinible, pero últimamente he empezado a tener mis dudas. Por ejemplo, fíjate en el Despliegue. –Movió la cabeza señalando el tablero que tenía delante–. Es un juego muy reciente, ¿sabes? Un planeta atrasado lo inventó hace pocas décadas. Ahora se juega aquí y la gente hace apuestas, con lo que consiguen que sea importante. Pero... ¿con qué podemos apostar? ¿Qué objeto tendría que yo apostara..., digamos que Ikroh?
–Puedo asegurarte que Yay no aceptaría esa apuesta –dijo Chamlis con un fugaz parpadeo de diversión–. No para de repetir que aquí llueve demasiado.
–Pero... ¿comprendes a qué me refiero? Si alguien quisiera una casa como ésta ya la habría hecho construir; si quisiera algo de lo que hay en la casa... –Gurgeh movió el brazo en un arco que abarcó toda la habitación–. Bueno, lo habría encargado y ya lo tendría. Si no hay dinero y no hay posesiones, una parte muy considerable del placer y el disfrute que experimentaban quienes inventaron este juego cuando se enzarzaban en sus partidas..., sencillamente desaparece.
–¿Llamas placer y disfrute a perder tu casa, tus títulos, tus propiedades, puede que incluso a tus hijos y el que los demás esperen que salgas a la terraza con un arma para volarte los sesos? ¿Eso es pasárselo bien? Creo que es una suerte que nos hayamos librado de todo eso. Deseas algo que no está a tu alcance, Gurgeh. Disfrutas viviendo en la Cultura, pero la Cultura no puede proporcionarte una gama de amenazas lo bastante amplia. El auténtico jugador necesita la emoción de la pérdida potencial e incluso de la ruina, y cuando esa emoción desaparece tiene la sensación de que no está vivo del todo. –Gurgeh guardó silencio. La claridad de las llamas y el suave brillo de las luces disimuladas por toda la habitación iluminaban sus rasgos–. Cuando completaste tu nombre escogiste llamarte «Morat», pero quizá no seas el jugador perfecto... Quizá tendrías que haberte llamado «Shequi», el-que-apuesta.
–¿Quieres saber una cosa? —dijo Gurgeh muy despacio. Su voz apenas podía oírse por encima del chisporroteo de los leños que ardían en la chimenea–. La idea de jugar con esa chica... Me da un poco de miedo. –Miró a la unidad–. Sí, de veras... Me da miedo porque me gusta ganar, porque poseo algo que nadie es capaz de imitar, algo que nadie más puede tener... Soy yo mismo, y soy uno de los mejores. –Volvió a alzar los ojos rápidamente hacia la máquina, como si se sintiera un poco avergonzado–. Pero de vez en cuando me preocupo pensando que puedo perder. ¿Y si ahí fuera hay algún mocoso (especialmente si se trata de algún mocoso, alguien más joven que posea un talento natural superior al mío), que espera su ocasión y que es capaz de arrebatarme todo cuanto poseo? Eso es lo que me preocupa, y cuanto mejor juego más me preocupo porque tengo más cosas que perder.
–Eres una auténtica regresión evolutiva –dijo Chamlis–. Lo importante es jugar. Eso es lo que afirma la sabiduría ancestral, ¿verdad? Lo importante es la diversión, no la victoria. Enorgullecerse de haber derrotado a tu contrincante, necesitar tan desesperadamente ese orgullo comprado... Eso sólo demuestra que eres un ser incompleto e inadecuado y que siempre lo has sido.
Gurgeh asintió lentamente.
–Eso dicen. Eso es lo que creen todos.
–Pero... ¿tú no opinas lo mismo?
–Yo... –Gurgeh pareció tener dificultades para encontrar las palabras adecuadas–. Cuando gano siento..., siento un júbilo inmenso. Es mejor que el amor; es mejor que el sexo o que cualquier producto glandular. Es el único instante en que me siento... –Meneó la cabeza y apretó los labios– real –dijo por fin–. Soy yo mismo. El resto del tiempo... Siento algo parecido a lo que debe sentir esa pequeña unidad a la que nunca dejaron trabajar para Circunstancias Especiales. Siento lo mismo que Mawhrin-Skel... Es como si me hubiesen arrebatado algo que me pertenecía por derecho de nacimiento.
–Ah... ¿Ésa es la clase de afinidad que crees tener con Mawhrin-Skel? –dijo Chamlis fríamente, alterando su aura para que estuviera acorde con el tono de sus palabras–. Me preguntaba qué podías ver en esa maquinita repugnante.
–Amargura –dijo Gurgeh, y volvió a reclinarse en el sofá–. Eso es lo que veo en ella. Por lo menos la amargura tiene el atractivo de la novedad...
Se puso en pie y fue hacia la chimenea. Hurgó entre los leños con el atizador de hierro labrado, cogió las tenazas y depositó otro leño en el fuego, manipulándolo torpemente con el pesado instrumento.
–No vivimos en una edad heroica –dijo sin apartar la mirada del fuego–. El individuo se ha vuelto obsoleto. Ésa es la razón de que nuestras vidas resulten tan cómodas... No importamos, así que estamos a salvo. Ahora ya nadie puede producir un efecto real sobre los demás.
–Contacto utiliza individuos –observó Chamlis–. Infiltra a personas en sociedades más jóvenes donde tienen un efecto espectacular y decisivo sobre los destinos de meta-civilizaciones enteras. Normalmente son «mercenarios», no habitantes de la Cultura..., pero son seres humanos. Siguen siendo personas.