—No será tan fácil como piensas. ¿Estás segura de que puedes…?
—Harris, soy una de las dos únicas chicas negras en un colegio de blancos y yo soy la que tiene la piel más oscura. Un año, alguien rompió mi taquilla y escribió «negrata» en la espalda de mi sudadera de gimnasia. ¿Cuánto peor pueden ponerse las cosas? Y ahora dígame adonde debo ir antes de que cambie de opinión.
Mientras estudiaba la hoja de papel fijada al costado de la nevera de acero inoxidable del guardarropa, Viv siguió su dedo índice, que repasaba la lista alfabética de senadores. Ross… Reissman… Reed. Detrás de ella, en el hemiciclo del Senado, el senador Reed por Florida estaba pronunciando otro discurso acerca de la importancia de la industria de alquiler con opción a compra. Para Reed era la manera perfecta de dar un impulso a sus negocios privados. Para Viv era el momento perfecto para llevarle agua al prolijo orador. La quisiera o no.
Examinando el cuadro del agua por última vez, repasó las tres columnas: «Hielo», «Sin hielo» y «Saratoga Seltzer». Viv aún lo consideraba como una de las mejores prebendas del poder del Senado. Ellos no sabían cómo te gustaba el café. Ellos sabían cómo te gustaba el agua. Según el cuadro, Reed era un tío al que no le gustaba el hielo. «Personajes», pensó Viv.
Ansiosa por ponerse en movimiento, sacó una botella de agua de la nevera, volcó el contenido en un vaso helado y se dirigió al hemiciclo del Senado. El senador Reed no había pedido agua y tampoco había alzado la mano para llamar a un mensajero. Pero Viv sabía perfectamente cómo funcionaba la cuestión de la seguridad en el programa de los mensajeros. De hecho, el programa se aseguraba de que todos estuviesen disponibles. Si Viv quería desaparecer durante una hora, la mejor manera de hacerlo consistía en aparentar que estaba relacionado con el trabajo.
Cuando Viv colocó el agua junto al atril del senador, éste, como de costumbre, la ignoró. Sonriendo para sí, la chica se inclinó un poco más hacia él —sólo lo suficiente para que pareciera real—, como si estuviese recibiendo instrucciones. Se dio la vuelta con un nuevo objetivo, regresó al guardarropa y se dirigió directamente al escritorio del jefe de programa de los mensajeros.
—Reed acaba de pedirme que le haga un recado —le anunció a Blutter, quien, como siempre, estaba ocupado con otra llamada.
Viv firmó su salida en la hoja de registro. Bajo el encabezamiento de «Destino», escribió «Rayburn», el edificio más alejado en el complejo del Capitolio, donde aún se permitía que los mensajeros hicieran entregas. Eso le ocuparía al menos una hora. Y una hora era todo lo que necesitaba.
Cinco minutos más tarde, Viv abría la puerta de nogal nudoso del guardarropa del Congreso.
«He venido a recoger un paquete», le había dicho al guardia de seguridad. El hombre le franqueó la entrada. Cuando entró en el guardarropa, recibió en pleno rostro el humeante olor a perritos calientes. Un poco más adelante y hacia la izquierda, siguió el olor hasta el pequeño grupo de miembros y personal apiñados frente a una pequeña encimera, la fuente del olor a salchichas. Olvídate de los cigarros y otros clichés de bastidores; en el lado del Congreso del Capitolio, ésa es la auténtica vaharada del guardarropa. Y en esa única aspiración, Viv percibió la sutil pero inconfundible diferencia: a los senadores les complacían con sus preferencias relativas al hielo; los congresistas tenían que luchar por sus propias salchichas hervidas. El Club de los Millonarios versus la Casa del Pueblo. Una nación, bajo la protección de Dios.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó una voz femenina cuando Viv salía en dirección al hemiciclo de la Cámara de Representantes.
Al volverse vio a una mujer pequeña con el pelo rubio y rizado que estaba sentada detrás de un escritorio de madera oscura.
—Estoy buscando al supervisor de los mensajeros —le explicó Viv.
—Yo prefiero el término «soberano» —dijo la mujer con suficiente seriedad como para que Viv se preguntase si se trataba de una broma.
Antes de que pudiese hacer ningún comentario, sonó el teléfono que había encima del escritorio de la mujer y ella levantó el auricular.
—Guardarropa —anunció—. Sí… ¿número de habitación?… Le enviaré uno ahora mismo…
Y agitando un solo dedo en el aire, señaló a los mensajeros que estaban sentados en los bancos de caoba próximos a su escritorio. Un segundo más tarde, un chico hispano de unos diecisiete años vestido con pantalones grises y una chaqueta deportiva azul saltó de su asiento.
—¿Preparado para correr, A. J.? —preguntó la mujer mientras el chico miraba a Viv de arriba abajo. Al ver su traje, añadió una sonrisa despectiva casi inapreciable. Traje en lugar de chaqueta deportiva. Incluso a nivel de los mensajeros, era Congreso versus Senado—. Recogida en Rayburn B-351-C —añadió la mujer.
—¿Otra vez? —se quejó el chico—. ¿Esta gente nunca ha oído hablar del correo electrónico?
Ignorando la queja del chico, la mujer se volvió hacia Viv.
—Bien, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó.
—Trabajo en el Senado y…
—Evidentemente —dijo la mujer.
—Sí, bueno… nosotros… eh… nos preguntábamos si ustedes conservan un registro de las entregas que hacen los mensajeros. Tenemos un senador que recibió un paquete la semana pasada y jura que le entregó al mensajero un sobre cuando se marchaba. Pero, naturalmente, puesto que es un senador, no tiene ni idea de si el chico era del Congreso o del Senado. Todos nos parecemos, ya sabe…
La mujer sonrió ante la broma, y Viv respiró aliviada. Finalmente estaba dentro.
—Lo único que conservamos es el material en curso —dijo la mujer, haciendo una seña hacia la hoja de salida de paquetes—. Todo lo demás va a la basura.
—De modo que no tienen nada que haya salido o entrado antes de…
—Hoy. Así es. Yo lo destruyo todas las noches. Para ser sincera, sólo está allí para no perderos la pista a vosotros. Si uno desaparece, bueno, ya sabes lo que pasa cuando permites que chicos de diecisiete años se muevan por ahí rodeados de congresistas… —La mujer echó la cabeza hacia atrás y resopló ruidosamente por la nariz.
Viv permaneció en silencio.
—Relájate, cariño, es sólo un poco de humor de mensajeros.
—Sí —asintió Viv, forzando una sonrisa—. Escuche, eh… ¿puedo hacer unas copias de esto? De ese modo, al menos podremos mostrarle algo al senador.
—Adelante —dijo la mujer del pelo rizado—. Cualquier cosa que te haga la vida más fácil…
Recluido en el almacén y esperando a Viv, apoyo el auricular contra la oreja mientras marco el número.
—Oficina del congresista Grayson —contesta finalmente un hombre joven con un acento llano de Dakota del Sur. Debo reconocerle a Grayson el mérito por ello. Siempre que llama un elector, la primera voz que escucha es la del recepcionista. Por ese motivo, los congresistas astutos se aseguran de que la gente que se encuentra en recepción tenga siempre el acento correcto.
Miro más allá de las sillas apiladas en el almacén, aferro el auricular y hago la pausa suficiente para que el recepcionista piense que estoy ocupado.
—Hola, estoy buscando a la persona que se encarga de Asignaciones —digo finalmente—. De alguna manera, he traspapelado su información.
—¿Y quién debo decir que lo llama?
Estoy tentado de utilizar el nombre de Matthew, pero es probable que la noticia ya se haya extendido por todas partes. No obstante, me atengo al factor miedo.
—Estoy llamando desde Asignaciones Internas. Necesito…
Me interrumpe y me deja en espera. Unos segundos más tarde, su voz vuelve a oírse en la línea.
—Lo siento —dice—. Su ayudante me ha dicho que acaba de salir.
Es una mentira obvia. A ese nivel, los empleados del Congreso no tienen ayudantes. No debería sorprenderme. Si estoy llamando a través de la línea principal, no es una llamada que merezca la pena tener en cuenta.
—Dígale que estoy llamando de la oficina del presidente de la Cámara y que el tema tiene relación con la solicitud del congresista Grayson…
Nuevamente estoy en espera. Nuevamente regresa a los pocos segundos.
—Aguarde un momento, señor. Lo paso con Perry…
Primera regla de la política: todo el mundo tiene miedo.
—Aquí Perry —contesta una voz estridente pero ronca.
—Hola, Perry, estoy llamando desde Asignaciones Internas, poniéndome al día con los temas de Matthew después de lo que…
—Sí… lo he oído. Realmente lo siento. Matthew era un cielo.
Dice «era» y cierro los ojos. Pero la palabra sigue golpeándome como un calcetín lleno de monedas de veinticinco centavos.
—¿Qué puedo hacer por ti? —pregunta Perry.
Vuelvo a pensar en la apuesta original. Fuera lo que fuese que Matthew viera aquel día… la razón por la que Pasternak y él fueron asesinados… comenzó con esto. La venta de una mina de oro en Dakota del Sur que había que deslizar subrepticiamente en el proyecto de ley. La oficina de Grayson hizo la petición inicial. No tengo demasiada información, aparte de eso. Este tío puede proporcionarme más.
—De hecho, estamos revisando nuevamente todas las solicitudes —le explico—. Cuando Matthew… ahora que Matthew no está, queremos asegurarnos de que conocemos las prioridades de todo el mundo.
—Por supuesto, por supuesto… encantado de poder ayudar.
Es un empleado de un miembro de bajo nivel, y piensa que puedo lanzarle un par de proyectos. En ese instante, desaparece la ronquera de su voz.
—Muy bien —comienzo, mirando la hoja de papel en blanco que tengo delante de mí—. Estoy estudiando la lista de peticiones original y, obviamente, sé que no te sorprenderá si te digo que no pueden tener todo lo que han pedido…
—Por supuesto, por supuesto… —dice por segunda vez, riendo entre dientes. Prácticamente puedo oírlo dándose una palmada en la rodilla. No sé cómo llevaba Matthew estas cosas.
—¿Cuáles son los proyectos más urgentes? —pregunto.
—El sistema de alcantarillado —responde inmediatamente, sin apenas respirar—. Si pueden hacer eso… si mejoramos el alcantarillado… ése es el proyecto que nos dará la victoria en el distrito.
Es más listo de lo que yo creía. Sabe perfectamente lo bajo que se encuentra su congresista en la escalera. Si pide todos los juguetes que figuran en la lista de Navidad, tendrá suerte si consigue uno. Es mejor concentrarse en la Casa de los Sueños de Barbie.
—Esas alcantarillas… Realmente cambiarán el signo de la elección —añade, ya casi rogando.
—De modo que todo lo demás que incluye esta lista…
—Todo es de segunda fila.
—¿Y qué hay de esta mina de oro? —pregunto, colocando mi farol en posición—. Pensé que Grayson estaba realmente interesado en ello.
—¿Interesado? Él ni siquiera ha oído hablar de ese asunto. Lo incluimos entre nuestras propuestas para ver si se aprobaba porque nos lo pidió un donante.
Cuando Matthew me habló de la apuesta, dijo exactamente lo mismo: aparentemente, a la oficina de Grayson la mina de oro le importaba un pimiento, lo que significa que este sujeto, Perry, está de acuerdo con esa versión o bien está estableciendo sin ayuda de nadie el nuevo récord mundial de la mentira.
—Es extraño… —digo, tratando de profundizar—. Pensé que Matthew había recibido algunas llamadas relacionadas con este tema.
—Si las recibió, es sólo porque Wendell Mining intentó que el proyecto se aprobase.
Escribo las palabras «Wendell Mining» en la hoja de papel. Cuando se trata de jugar, siempre he pensado que los diferentes votos y las diferentes preguntas eran intrascendentes… pero no si me dicen quién más está jugando.
—¿Qué hay del resto de la delegación? —pregunto, refiriéndome a los senadores por Dakota del Sur—. ¿Alguien empezará a dar alaridos si nos cargamos la petición de la mina?
Perry piensa que me estoy cubriendo las espaldas antes de tirar el tema de la mina de oro a la papelera, pero lo que en realidad quiero saber es ¿quién más en el Congreso tiene algún interés en el proyecto?
—Nadie —dice.
—¿Hay alguien que se oponga?
—Es una triste mina de oro en una ciudad tan pequeña que ni siquiera tiene semáforos. Para ser sincero, no creo que nadie sepa de su existencia salvo nosotros.
Me lanza otra risa con palmeo de rodilla incluido que se me coagula en el oído. Hace tres noches, alguien ofreció mil dólares por el derecho a incluir esta mina de oro en el proyecto de ley. Alguien más pujó con cinco de los grandes. Esto significa que ahí fuera hay al menos dos personas que estaban vigilando lo que pasaba. Pero en este momento no puedo encontrar a ninguna de ellas.
—¿Y cómo está nuestro sistema de alcantarillado? —pregunta Perry desde el otro extremo de la línea.
—Haré todo lo que esté en mi mano —le digo, mirando mi hoja de papel casi en blanco. Las palabras «Wendell Mining» flotan ingrávidas hacia la superficie. Pero cuando cojo el papel y lo releo por sexta vez, siento que el tablero se expande lentamente. Por supuesto. Ni siquiera había pensado en ello…
—¿Sigues ahí? —pregunta Perry.
—De hecho, tengo que marcharme —digo, sintiendo el agudo mordisco de la adrenalina—. Acabo de recordar que debo hacer una llamada.
—Hola, he venido a recoger algo —anunció Viv al entrar en la habitación 2406 del edificio Rayburn, oficina principal del ex jefe de Matthew, el congresista Nelson Cordell por Arizona.
—¿Perdona? —preguntó el joven que estaba detrás del escritorio con un acento de indio norteamericano.
Llevaba una camisa tejana con un lazo de cordoncillo rematado por un broche de plata con el sello del estado de Arizona. Viv no lo había visto en las oficinas de los otros miembros de Arizona. «Bien por Cordell», pensó la chica. Era agradable comprobar que alguien recordaba de dónde venían.
—Recibimos una llamada para recoger un paquete —explicó Viv—. Éste es el 2406, ¿verdad?
—Sí —dijo el recepcionista, buscando en su escritorio el correo saliente—. Pero yo no he llamado a ningún mensajero.
—Bueno, alguien lo hizo —repuso Viv—. Había un paquete para el hemiciclo.
El joven se irguió y su lazo rebotó contra el pecho. Todo el mundo siente terror ante el jefe, como había dicho Harris.
—¿Hay algún teléfono que pueda usar? —preguntó Viv.
El joven señaló el microteléfono que había en el extremo de la mesa auxiliar de hierro forjado estilo suroeste.