Retrocedo rápidamente por el callejón sin apartar la vista de la puerta trasera del Bullfeathers. El silencio es total. Ni siquiera él es tan bueno para…
La puerta se abre de par en par y el hombre irrumpe en el callejón.
Ambos nos quedamos inmóviles. Sacudiendo la cabeza ante lo previsible de mi conducta, el hombre se ajusta la cazadora. Aguzo el oído y oigo un sonido de llaves a mi izquierda. Justo en diagonal detrás de mí, un chico de unos veinte años con un par de auriculares está abriendo la puerta trasera de su edificio de apartamentos.
Canalla se lanza hacia mí. Yo me lanzo hacia Auriculares.
—Perdona, chico… lo siento —digo, pasando por delante de él. Cuando me deslizo hacia el interior del edificio, quito las llaves de la cerradura y me las llevo conmigo.
—¡Cabrón! —grita el chico.
Disculpándome otra vez con un movimiento de la cabeza, cierro con fuerza la puerta metálica. El chico está fuera en compañía de Canalla. Yo estoy solo dentro del edificio. Oigo cómo comienza a golpear el hombro contra la puerta. Como antes, esto no durará mucho.
Detrás de mí, la escalera industrial gris puede llevarme arriba o abajo. Desde la balaustrada, la vista indica que hacia arriba se llega al vestíbulo principal y al resto del edificio. Hacia abajo se desciende un tramo de escaleras que acaba en un extremo cerrado destinado a guardar las bicicletas. La lógica indica ir hacia arriba. Es obvio que ése es el camino hacia la salida. Y lo que es más importante, todos mis instintos me indican que debo subir. Y por eso es exactamente por lo que decido bajar. Que se joda la lógica. Quienquiera que sea este psicópata, ya ha estado en mi cabeza demasiado tiempo.
Cuando desciendo hacia el extremo cerrado, encuentro dos cubos de limpieza vacíos y siete bicicletas, una con ruedas de competición y gallardetes con los colores del arco iris en el manillar. No soy McGyver. No hay nada que pueda usar como arma. Saltando por encima de la estructura metálica donde están sujetas las bicicletas, me hago un ovillo y alzo la vista hacia la balaustrada de la escalera. Desde este ángulo, estoy todo lo escondido que puedo.
Arriba, la puerta choca con estrépito contra la pared de cemento y el hombre entra en el hueco de la escalera.
Está al pie de la escalera, tornando una decisión. No hay tiempo para comprobar ambos extremos; para los dos, cada segundo cuenta.
Contengo la respiración y cierro los ojos. Sus zapatos de ante rascan el cemento cuando da un paso hacia adelante. Oigo el silbido de su cazadora. Sus uñas golpean ligeramente la barandilla. Está mirando por encima del borde.
Dos segundos más tarde corre por la escalera… pero con cada paso el sonido se vuelve más apagado. En la distancia, otra puerta de metal golpea contra la pared. Luego silencio. Se ha ido.
Pero cuando finalmente alzo la cabeza y respiro, comprendo inmediatamente que mis problemas no han hecho más que empezar.
Trato de levantarme, pero me invade una terrible sensación de vértigo. Apenas puedo mantener el equilibrio; hace rato que la adrenalina ha desaparecido. Cuando me hundo en un rincón, mis brazos cuelgan como cintas de goma a los costados del cuerpo. Igual que Pasternak. Y Matthew…
«Dios mío…»
Vuelvo a cerrar los ojos con fuerza. Los dos vuelven a mirarme. Ellos son todo lo que puedo ver. La suave sonrisa y el andar patoso de Matthew… la forma en que Pasternak siempre hacía crujir el nudillo de su dedo corazón…
Hecho un ovillo contra la pared, ni siquiera puedo levantar la vista. Estoy exactamente donde merezco estar. Matthew siempre me colocaba en un pedestal. Y Pasternak también. Pero jamás fui tan diferente. O menos temeroso. Sólo era más hábil para ocultarlo.
Me vuelvo hacia la bicicleta con ruedas de competición, pero sólo consigue hacer que recuerde al hijo de dos años de Pasternak… su esposa, Carol… los padres de Matthew… sus hermanos… sus vidas… todo hecho pedazos…
Me humedezco el labio superior y el gusto a sal me escuece la lengua. Es la primera vez que noto las lágrimas que corren por mis mejillas.
Era un juego. Sólo un estúpido juego. Pero como cualquier otro juego, no se necesitaba más que un estúpido movimiento para dejar de jugar y recordarle a todo el mundo lo fácil que es que la gente resulte herida. Cualquier cosa que Matthew haya visto… cualquier cosa que haya hecho… es evidente que el hombre que me persigue está tratando de mantenerlo en silencio. A cualquier precio. El tampoco es un aficionado. Pienso en la forma en que dejó a Matthew. Y a Pasternak… Por eso recogió las piezas de la caja negra. Cuando encuentren su cuerpo, nadie tendrá motivos para sospechar nada. La gente muere sentada a sus escritorios todos los días.
Sacudo la cabeza ante mi nueva realidad. Ese jodido chiflado… la forma en que lo organizó todo… y esa caja negra, cualquier cosa que fuera ese maldito chisme. Tal vez no sea del FBI, pero está claro que ese tío es un profesional. Y aunque no estoy seguro de si está dando por terminado todo el juego o solamente nuestra rama, no se necesita ser un genio para seguir la pista. Pasternak me metió en esto y yo metí a Matthew. Dos eliminados, queda uno. Y yo estoy ahora en el centro de la diana.
Aprieto las rodillas contra el pecho y rezo para que todo sea un sueño. Pero no lo es. Mis amigos están muertos. Y yo soy el próximo.
¿Cómo demonios sucedió todo esto? Echo un vistazo a mi alrededor y veo mi imagen reflejada en el cromado del manillar de la bicicleta del chico. Es como mirarse en una cuchara. Todo el mundo aparece curvado. No puedo salir solo de esto, no sin algo de ayuda.
Subo la escalera rápidamente y salgo a través de la puerta trasera. Corro cinco manzanas sin detenerme. Aún no estoy seguro de haberme alejado lo suficiente, abro el teléfono móvil y marco el número de información.
—¿Qué ciudad? —pregunta la voz femenina grabada.
—Washington, D.C.
—¿Qué listado?
—Departamento de Justicia.
Presiono el teléfono contra la oreja mientras me dan el número. Siete dígitos más tarde, tengo que pasar a través de tres secretarias para conseguir lo que busco.
Ellos han sacado su gran arma. Es hora de que yo saque la mía.
Como siempre, responde a la primera llamada.
—Estoy aquí —contesta.
—Soy Harris —le digo—. Necesito ayuda.
—Sólo dime dónde y cuándo. Ya estoy de camino…
—¿Lo has perdido?
—Sólo por el momento —dijo Janos en su teléfono móvil mientras recorría la manzana de Bullfeathers—. Pero él no…
—No es eso lo que te he preguntado. Lo que te he preguntado ha sido: ¿Has-perdido-a-Harris?
Janos se detuvo en medio de la calle. Un hombre en un Oldsmobile marrón hizo sonar la bocina, gritándole para que se moviese. Janos no se inmutó. Dio la espalda al Oldsmobile, cogió el móvil con fuerza y respiró profundamente.
—Sí —dijo—. Sí, señor Sauls. Lo perdí.
Sauls dejó que el silencio se asentara.
«Gilipollas», pensó Janos. Había vivido la misma situación la última vez que había trabajado con Sauls. La gente importante siempre siente la necesidad de hacer gestos ampulosos.
—¿Hemos terminado? —preguntó Janos.
—Sí. Hemos terminado por ahora —contestó Sauls.
—Bien. Entonces deje de preocuparse. Tuve una larga conversación con el hombre que tiene dentro. Sé dónde vive Harris.
—¿Realmente crees que es lo bastante estúpido como para ir a su casa?
—No estoy hablando de su casa —replicó Janos en el teléfono—. He estudiado sus movimientos durante seis meses. Sé donde vive.
Cuando Janos finalmente subió a la acera, el hombre del Oldsmobile dejó de tocar la bocina y pisó el acelerador. El coche salió disparado hacia adelante, luego derrapó hasta frenar junto a Janos. El conductor bajó parcialmente la ventanilla del pasajero.
—¡A ver si aprendes modales, caraculo! —gritó desde el interior.
Inclinándose hacia el coche, Janos apoyó el brazo contra el cristal de la ventanilla a medio abrir, que cedió ligeramente ante la presión. La cazadora se abrió sólo lo suficiente para que el hombre pudiese ver la funda de cuero que llevaba sujeta al hombro y, lo más importante, la pistola Sig de 9 milímetros que sostenía. Janos levantó la comisura derecha de la boca. El hombre del Oldsmobile pisó el acelerador. Mientras las ruedas giraban y el coche salía disparado, Janos mantuvo la pistola apretada con fuerza en su sitio, dejando que su anillo rascara la pintura del Oldsmobile en el momento de alejarse.
—¿Puedo traerle algo? —pregunta la camarera.
—Sí… sí —digo, alzando la vista del menú, que ella obviamente cree que he estado leyendo durante demasiado rato. Tiene razón sólo a medias. He estado sentado aquí durante quince minutos, pero la única razón por la que tengo el menú levantado es para esconder mi cara—. Tomaré el
Stan's Famous
—respondo finalmente.
—¿Cómo le apetece?
—Poco hecho. Sin queso… y con algunas cebollas asadas…
El comentario en el menú dice «el mejor jodido trago de la ciudad», pero la única razón por la que he elegido el Stan's Restaurant es por su clientela. Situado a una manzana de las oficinas del
Washington Post
, en el restaurante siempre hay unos cuantos periodistas y editores al acecho. Y puesto que la mayoría de los plazos para la entrega de los artículos ya han pasado, la barra está prácticamente llena. He aprendido la lección. Si algo sale mal, quiero contar con testigos que tengan acceso a litros de tinta.
—¿Puedo llevármelo ya? —pregunta la camarera, extendiendo la mano hacia el menú.
—De hecho, me gustaría conservarlo… si no le importa.
Ella sonríe y acerca la cabeza hacia mí.
—Santo Dios, sus ojos son tan verdes.
—Gr-gracias.
—Lo siento —dice ella, conteniéndose—. No pretendía…
—No hay ningún problema —le digo—. Mi esposa dice lo mismo.
Ella desvía la mirada hacia mi mano pero no ve ningún anillo. Desconcertada, se aleja de la mesa. Este viaje no tiene el propósito de hacer nuevos amigos, sino de ver a los viejos…
Echo un vistazo a mi reloj y observo la puerta principal. Le pedí que nos encontrásemos a las nueve. Conociendo su horario, calculé que estaría aquí a las nueve y cuarto. Ya son casi las nueve y media. Saco el teléfono móvil para…
La puerta se abre y entra en el restaurante con la ligera cojera que le quedó de una vieja lesión que se produjo mientras esquiaba. Mantiene la cabeza gacha, esperando pasar desapercibido, pero al menos cuatro personas se vuelven y simulan mirar hacia otro lado. Ahora sé quiénes son los periodistas.
Cuando conocí a Lowell Nash, yo llevaba dos años trabajando en Capitol Hill a cargo de la máquina impresora de firmas; él era el jefe de personal que redactó mi recomendación para la división nocturna de Derecho en Georgetown. Tres años más tarde, cuando él decidió pasarse a la práctica privada, le devolví el favor enviándole a unos cuantos donantes importantes como clientes. Hace dos años, él me devolvió el favor haciendo que su firma de abogados recaudase cincuenta mil dólares para la campaña de reelección del senador. El año pasado, cuando el presidente lo nombró ayudante del fiscal general, le devolví nuevamente el favor asegurándome de que el senador —miembro veterano del Comité de la Judicatura— consiguiera que el proceso de confirmación del nombramiento fuese lo más fluido posible. Así es como funcionan las cosas en Washington. Favores que se devuelven con favores.
Lowell es ahora el número dos en el Departamento de Justicia, uno de los cargos más importantes del país relacionados con el ejercicio y el cumplimiento de la ley. Lo conozco desde hace más de una década. Mi favor fue el último en su lado de la pista. Necesito que me lo devuelva.
—Congresista —dice, saludándome con un leve movimiento de la cabeza.
—Señor presidente —lo saludo a mi vez.
No es totalmente imposible. A los cuarenta y dos años, Lowell es el hombre negro más joven que ha llegado a ocupar ese cargo. Eso sólo le confiere una proyección nacional. Como decía el titular aparecido en el
Legal Times
: «¿El próximo Colin Powell?» En consonancia con el artículo, Lowell lleva el pelo muy corto y siempre guarda una perfecta compostura. Jamás ha estado en las fuerzas armadas, pero sabe cuál es el valor de tener los requisitos necesarios para el cargo. Como he dicho, Lowell está en su camino, es decir, impidiendo algún desastre personal.
—Tienes un aspecto lamentable —dice, doblando el abrigo negro sobre el respaldo de la silla y dejando sus llaves junto a mis teléfonos móviles gemelos.
No le contesto.
—Dime qué ha pasado…
Permanezco en silencio.
—Venga, Harris… háblame —me ruega.
Es difícil discutir. He venido para esto. Finalmente, alzo la vista.
—Lowell, necesito tu ayuda.
—¿Ayuda personal o profesional?
—Ayuda para hacer justicia.
Cruza las manos sobre la mesa con los dedos índices extendidos hacia arriba.
—¿Es muy grave? —pregunta.
—Pasternak está muerto.
Asiente. Las noticias viajan velozmente en esta ciudad. Especialmente cuando se trata de tu antiguo jefe.
—He oído que fue un infarto —añade.
—Eso es lo que dicen.
Ahora es él quien se queda en silencio. Se vuelve hacia los periodistas, examinando rápidamente el restaurante, luego se gira nuevamente hacia mí.
—Háblame de Matthew —dice finalmente.
Comienzo a explicarle lo sucedido pero me interrumpo súbitamente. No tiene sentido. Él no conoce a Matthew.
Lowell y yo nos miramos. Aparta la mirada.
—Lowell, ¿qué está ocurriendo?
—Hamburguesa… poco hecha —interrumpe la camarera, dejando caer el plato delante de mí—. ¿Algo para usted? —le pregunta a Lowell.
—Estoy bien… gracias.
La muchacha me brinda la última oportunidad de compensarla y ofrecerle una sonrisa. Cuando no lo hago, me taladra con un gesto despectivo y se aleja a atender otra mesa.
—Lowell, esto no es… —Vuelvo a interrumpirme y hago un esfuerzo por convertir mis palabras en un susurro—. Lowell, ya está bien del acto del tío ansioso, se trata de mi vida…
Lowell sigue sin mirarme. Está mirando fijamente la mesa y jugando con su llavero.
—Lowell, si sabes algo…
—Ellos te marcaron.
—¿Qué?